¿Una justificación futura basada en las obras?
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Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia De la Iglesia: Siglo XII
Una cosa es creer que la Biblia es la Palabra de Dios, pero otra es creer, o confiar, en la Biblia como la Palabra de Dios. Estamos llamados no solo a creer en Dios y en Su Palabra, sino a creerle a Dios —confiar en Dios— y a Su Palabra. A lo largo de la historia, la iglesia visible siempre ha profesado creer que la Biblia es la Palabra de Dios. Sin embargo, un estudio superficial de la historia de la iglesia revela que muchos papas, sacerdotes y feligreses no leyeron la Biblia, y que muchos no creyeron ni confiaron en la Biblia como la Palabra final y autoritativa de Dios.
Esta incredulidad generalizada no se produjo de golpe, sino gradualmente. A medida que los hombres fueron ganando poder político y eclesiástico a lo largo del período medieval, se fueron estableciendo como los únicos intérpretes con autoridad de la Palabra de Dios y, al final, aunque de forma inevitable, como iguales en autoridad a la Palabra de Dios. Como resultado, la Palabra de Dios fue considerada superflua, encadenada al púlpito y recitada únicamente en latín, asegurando que los cristianos comunes e iletrados (pobres y sin poder) nunca pudieran tener acceso a la Palabra de Dios por sí mismos y, por consiguiente, nunca cuestionaran la autoridad de la élite poderosa. Sin embargo, los hombres no pueden silenciar la Palabra de Dios, ni tampoco pueden contener al Espíritu Santo o extinguir el poder del evangelio. Su verdad siempre brillará, por muy oscuros que sean los tiempos.
La luz de la Reforma del siglo XVI fue el reflejo de la luz de la Palabra de Dios como nuestra autoridad final e infalible. El gran lema de la Reforma, post tenebras, lux («después de las tinieblas, luz»), resumió el corazón de la Reforma: la luz de la Palabra de Dios y la luz del evangelio de Jesucristo, que es la luz del mundo. Esta luz del evangelio que brilló en Wittenberg y Ginebra, y en toda Europa en el siglo XVI, había estado brillando constantemente a lo largo de toda la historia a través del remanente fiel de aquellos a quienes Dios había levantado para proclamar Su Palabra y Su evangelio a Su pueblo.
Podemos rastrear la aurora de la Reforma en el transcurso de los siglos, desde Juan Huss, en el siglo XV, pasando por John Wycliffe, en el siglo XIV, hasta Pedro Valdo, en el siglo XII. Waldo predicó la autoridad de la Escritura y trabajó diligentemente por una traducción común de la Biblia y su uso entre todas las personas; la capacidad de todos los cristianos, no solo del clero, de enseñar el evangelio a sus hijos; y el derecho que tienen todos los hombres a obedecer a Dios y Su Palabra como su autoridad final e infalible para todo lo relacionado con la fe y la vida. Por la gracia de Dios, se esforzó por vivir toda la vida coram Deo, considerando la Palabra de Dios como lámpara a sus pies y luz de su camino, un camino que le llevó a la excomunión pero, finalmente, a la reforma.