Agustín, doctor en la gracia
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Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Por qué somos reformados
Dios es soberano en la creación, la providencia, la redención y el juicio. Esa es una afirmación central de la creencia cristiana y, especialmente, de la teología reformada. Dios es Rey y Señor de todo. Dicho de otro modo: nada ocurre sin que Dios desee que ocurra, sin que Él desee que ocurra antes de que ocurra, y sin que Él desee que ocurra del modo en que ocurre. Dicho así, parece decir algo que es explícitamente reformado en cuanto a la doctrina. Pero en el fondo no dice nada diferente de la afirmación del Credo Niceno: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso». Decir que Dios es soberano es expresar Su omnipotencia en todos los ámbitos.
Dios es soberano en la creación. «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn 1:1). Aparte de Dios, no había nada. Y luego hubo algo: materia, espacio, tiempo, energía. Esto surgió ex nihilo, de la nada. La voluntad de crear fue totalmente de Dios. La ejecución fue enteramente Suya. No hubo ninguna «necesidad» metafísica de crear; fue una acción libre de Dios.
Dios es soberano en la providencia. El teísmo tradicional insiste en que Dios es omnipotente, omnisciente y omnipresente: Él es todopoderoso, lo sabe todo y está presente en todas partes. Cada afirmación de estas es una variante de la soberanía divina. Su poder, Su conocimiento y Su presencia garantizan que Sus objetivos se cumplan, que Sus designios se lleven a cabo y que Su administración de todos los acontecimientos esté (para Dios, al menos) esencialmente «libre de riesgos».
El poder de Dios no es absoluto en el sentido de que Dios pueda hacer cualquier cosa (potestas absoluta); más bien, el poder de Dios asegura que puede hacer todo lo que es lógicamente posible que Él quiera hacer. Por ejemplo, Dios «No puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2:13).
Algunas personas se oponen a la idea de que Dios conozca todos los acontecimientos antes de que ocurran. Tal visión, insisten algunos, priva a la humanidad de su libertad esencial. Los teístas abiertos o los teístas del libre albedrío, por ejemplo, insisten en que el futuro (al menos en sus detalles específicos) está en cierto modo «abierto». Ni siquiera Dios conoce todo lo que está por venir. Puede hacer predicciones como un jugador de póker cósmico, pero no puede saber absolutamente. Esto explica, según sugieren los teístas abiertos, por qué Dios parece cambiar de opinión: Dios va ajustando Su plan basándose en la nueva información de los acontecimientos imprevisibles (ver Gn 6:6-7; 1 Sam 15:11). La teología reformada, en cambio, insiste en que no ocurre ningún acontecimiento que sea una sorpresa para Dios. Para nosotros es suerte o azar, pero para Dios es parte de Su decreto. «La suerte se echa en el regazo, mas del SEÑOR viene toda decisión» (Pr 16:33). Ese lenguaje en la Escritura, de que Dios cambia de opinión, es una acomodación a nosotros y nuestra forma de hablar, no la descripción de un cambio real en la mente de Dios.
Dios es soberano en la redención, hecho que explica por qué damos gracias a Dios por nuestra salvación y le rogamos por la salvación de nuestros amigos que están espiritualmente perdidos. Si el poder de la salvación reside en el libre albedrío del hombre, si realmente reside en su capacidad para salvarse a sí mismo, ¿por qué imploramos a Dios que «le dé vida», «lo salve» o «lo regenere»? El hecho de que constantemente agradezcamos a Dios por la salvación de las personas significa (lo admitamos o no) que la creencia en el libre albedrío absoluto es incoherente.
Dios es soberano en el juicio. Pocos pasajes de la Escritura reflejan la soberanía de Dios en la elección y la reprobación con mayor fuerza que Romanos 9:21: «¿O no tiene el alfarero derecho sobre el barro de hacer de la misma masa un vaso para uso honorable y otro para uso ordinario?». A primera vista, esto podría parecer injusto y arbitrario, como si Dios estuviera resentido jugando algún juego infantil con los pétalos de una flor: «Me quiere; no me quiere. Me quiere; no me quiere». En respuesta, algunas personas han insistido en que Dios tiene derecho a hacer lo que le plazca y que no es asunto nuestro encontrar faltas en Él, algo que el propio Pablo anticipa (Rom 9:20). Otros han opinado que si Dios nos diera lo que merecemos, todos estaríamos condenados. Por tanto, la elección es un acto de gracia (y no solo de soberanía). Ambas cosas son ciertas. Pero, en cualquier caso, nuestra salvación muestra la gloria de Dios: «Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria para siempre. Amén» (Rom 11:36).
RESPONSABILIDAD HUMANA
La afirmación de la soberanía divina no está exenta de otras cuestiones que deben abordarse.
En primer lugar, está la cuestión del evangelismo. Si Dios es soberano en todos los asuntos de la providencia, ¿qué sentido tiene el esfuerzo humano en la evangelización y las misiones? La voluntad de Dios se cumplirá con toda seguridad, evangelicemos o no. Pero no nos atrevemos a razonar así. Aparte del hecho de que Dios nos ordena evangelizar —«Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» (Mt 28:19)— tal razonamiento ignora el hecho de que Dios cumple Su plan soberano a través de medios e instrumentos humanos. En ninguna parte de la Biblia se nos anima a ser pasivos e inertes. Pablo ordena a sus lectores filipenses: «Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor; porque Dios es quien obra en vosotros tanto el querer como el hacer, para su beneplácito» (Flp 2:12-13).
En segundo lugar, está la cuestión de la ética. Somos responsables de nuestros actos y comportamientos. Somos culpables en la transgresión y dignos de alabanza en la obediencia.
En tercer lugar, en relación con el poder y la autoridad civiles, está la cuestión de la soberanía de Dios en la determinación de los gobernantes y el gobierno. Dios ha levantado gobiernos civiles para que sean sistemas de equidad, de bien y de paz, para el castigo de los malhechores y la alabanza de los que hacen el bien (Rom 13:3; 1 Pe 2:14). Pero esto también se aplica a los poderes malvados y a los regímenes corruptos que violan los principios mismos del gobierno; estos también están bajo el gobierno soberano del Dios todopoderoso.
Cuarto, en la cuestión del origen y la existencia constante del mal, la soberanía de Dios encuentra su problema más agudo. El hecho de que Dios no impida la existencia del mal parece poner en duda Su omnipotencia o benevolencia. Algunas religiones no cristianas intentan resolver este problema planteando que el mal es imaginario (Ciencia Cristiana) o que es una ilusión (hinduismo). Agustín y varios pensadores medievales creían que parte del misterio podía resolverse identificando al mal como una privación del bien, sugiriendo que el mal es algo sin existencia en sí mismo. El mal es un asunto de ontología (de ser). El pensamiento reformado sobre esta cuestión se resume en la Confesión de Fe de Westminster:
Dios, desde toda la eternidad, por el sapientísimo y santísimo consejo de su propia voluntad, ordenó libre e inmutablemente todo lo que acontece; pero de tal manera que Él no es el autor del pecado, ni violenta la voluntad de las criaturas, ni quita la libertad o contingencia de las causas secundarias, sino que más bien las establece (3:1).
Dios es la «causa primera» de todas las cosas, pero el mal es un producto de las «causas segundas». En palabras de Juan Calvino: «En primer lugar, hay que observar que la voluntad de Dios es la causa de todas las cosas que ocurren en el mundo: y, sin embargo, Dios no es el autor del mal», y añade, «porque una cosa es la causa próxima y otra la causa remota». En otras palabras, Dios mismo no puede hacer el mal y no puede ser culpado de mal, aunque este forme parte de Su decreto soberano.
Dios es soberano y en Su soberanía despliega Su gloria majestuosa. Sin ella, no tendríamos ni ser, ni salvación, ni esperanza. Soli Deo gloria.