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Transcripción
Continuando con nuestro estudio sobre la búsqueda de la formación del carácter cristiano y examinando los diversos pasos para el crecimiento espiritual, vamos a considerar en esta sesión la meta del crecimiento cristiano, pero antes de hacer eso, empecemos con una oración. De nuevo, Padre nuestro, miramos a Cristo, a quien Tú has designado como el Alfa y el Omega, el principio y el fin, la meta de todas las cosas, a través de quien, por quien y para quien todas las cosas existen. Oramos en Su nombre para que nuestra búsqueda del crecimiento espiritual le traiga honor y gloria a Él. Porque lo pedimos en Su nombre, amén.
En nuestra primera sesión hice referencia a una canción de los llamados cánticos espirituales afroamericanos, titulada «Señor, quiero ser cristiano». Hoy, desviaré mi atención de eso y me iré a un ámbito más secular, tal vez incluso a un reino mágico. Nunca estoy seguro de qué héroe o heroína de los cuentos de hadas hizo qué, pero creo que fue Cenicienta quien cantó: «Un sueño es un deseo que hace el corazón». ¿Es así? ¿Fue Cenicienta? «Un sueño es un deseo que hace el corazón» – ¿cuándo? «Cuando estás profundamente dormido» y esa canción resuena en mi mente una y otra vez, porque soy una de esas personas que sueña despierta y me gusta pensar en cosas maravillosas que sucederán en mi vida y en el mundo.
Pero en la realidad de nuestra vida cotidiana he descubierto un punto muy sencillo que estoy seguro de que la mayoría de ustedes han descubierto mucho antes que yo, y es que a nuestros sueños no les suele pasar nada si nunca se traducen en metas. Para que el logro tenga lugar, para que el movimiento y el progreso sucedan, ese sueño tiene que convertirse en una meta. De lo contrario, se convierte simplemente en una fantasía ociosa, apta para la contemplación en medio del sueño.
La segunda cosa que tiene que suceder para que un sueño se haga realidad es que las personas tienen que despertar, y tienen que moverse en la dirección de la acción. Por esa razón empecé con nuestro enfoque en la importancia de entender que para que el crecimiento espiritual se lleve a cabo, tiene que haber esfuerzo, tiene que haber disciplina, tiene que haber una voluntad de pagar el precio para superar todo tipo de adversidades y obstáculos en una lucha muy real.
Tener una meta frente a nosotros nos dice al menos en qué dirección deben enfocarse las energías con las que estamos involucrados en nuestra lucha, porque las personas pueden estar decididas y pueden ser entusiastas, pero si no se están moviendo en la dirección correcta, entonces es poco probable que terminen en el lugar correcto.
Ahora, mi pregunta para esta sesión es, ¿cuál es la meta del crecimiento espiritual? O para decirlo de otra manera, ¿cuál es la meta o el propósito de la vida cristiana? Me gustaría responder a eso, en parte, dirigiendo su atención por un momento a los inicios, a las primeras partes del registro del Antiguo Testamento, al primer capítulo de Génesis, y voy a leer selectivamente, leyendo en el versículo 26:
«Y dijo Dios: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza; y ejerza dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra”. Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó». Y luego, yendo rápidamente al versículo 31, leemos lo siguiente: «Dios vio todo lo que había hecho; y era bueno en gran manera». Ahora, es la siguiente frase la que quiero que ustedes escuchen: «Y fue la tarde y fue la mañana: el sexto día».
Vemos que el patrón, o la estructura, de la creación, tal como el autor del Génesis nos la da, se establece dentro del marco de los escenarios de los días individuales; y en el primer día Dios crea una cosa, y en el segundo día crea otra, y parece ser que el orden de la creación se está moviendo en un patrón ascendente, alcanzando una especie de crescendo en el sexto día, donde celebramos el día en que Dios está involucrado en lo que llamamos «el acto culminante de toda la creación», que es la creación del hombre y de la mujer.
Pero, muy a menudo, en lo que leemos ese relato, nuestra atención se detiene al final del capítulo uno, al final del sexto día, como si al examinar los primeros seis días de la creación de alguna manera hubiéramos agotado las riquezas de ese acto divino de la creación, y llegamos a ese punto in crescendo en el sexto día y luego consideramos el séptimo día como una posdata final no científica, una especie de apéndice que se agrega en el segundo capítulo, una especie de suspiro de alivio, o tal vez un interludio de respiración en el que simplemente decimos: «Bueno, sí, en el séptimo día Dios reposó, y así por el estilo». Pero si hacemos eso, lo que hacemos es interrumpir el flujo del registro bíblico y permitir que nuestros ojos se detengan en el lugar equivocado.
Hay un sentido en el que la narración de los seis días de la creación nos da la teología del humanismo, porque vemos el pináculo del movimiento en el sexto día, pero en las categorías bíblicas el sexto día no es el último día de la obra de la creación, es el penúltimo día. Es importante. Es extremadamente importante, sin duda, pero no es el movimiento final de la creación. Si queremos descubrir en categorías hebreas cuál es la meta de la creación, cuál es el propósito de toda esta narración, tenemos que ir más allá del sexto día y pasar al séptimo día, y hagámoslo ahora mismo.
Veamos lo que el texto nos dice sobre el séptimo día. «Así fueron acabados los cielos y la tierra y todas sus huestes. En el séptimo día ya Dios había completado la obra que había estado haciendo, y reposó en el día séptimo de toda la obra que había hecho». Y «Dios bendijo el sexto día porque fue en el sexto día que alcanzó la cima del éxito». ¿Es eso lo que dice? Dios no bendijo el sexto día. Él bendijo el séptimo día, y lo santificó porque «en él reposó de toda la obra que Dios había creado y hecho». Ahora, una lectura superficial de este texto podría llevarnos a la conclusión de que el objetivo de la creación, la cima de la creación es el equilibrio, la inactividad, la inercia, donde todo el mundo está como flotando, absorto en la inactividad.
Ahora, hay ciertas variantes en el pensamiento oriental, existe la idea de que el objetivo del hombre, todo el propósito de la creación, es perderse algún día en el alma suprema del universo; y la analogía que se usa con frecuencia es que el hombre, cuando muere, se convierte en una gota en el vasto océano cósmico, y a medida que el agua se difunde por todo el océano, pierde su propia identidad, pierde su conciencia, y todo es absorbido en el uno; y la gente se sentará en la esquina de la calle y cantará sobre esta «unicidad» y «abandono» en el equilibrio, y gritará: «¡ohm, ohm!». Pero ese no es el grito del Antiguo Testamento.
El reposo sabático, tal como lo vemos expandido a lo largo del resto de las Escrituras, no es un estado de equilibrio, pero el punto es que si leemos entre líneas y lo adornamos con el resto de las Escrituras, creo que es seguro decir que lo que escuchamos aquí es que la meta y el fin para el cual el hombre fue creado es la santidad. Ese es el propósito, para la consagración, pero ¿qué queremos decir con eso? ¿Y qué significa ser humano?
Retrocedamos un momento y volvamos al sexto capítulo donde leemos ese texto tan familiar donde Dios dice: «Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza; y ejerza dominio sobre los peces del mar, etc. «Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó». Has oído decir un millón de veces que el hombre fue creado a imagen de Dios, que el hombre y solo el hombre es lo que los teólogos llaman la «imago Dei», la imagen de Dios.
¿Qué significa ser a la imagen de Dios? Históricamente, la iglesia ha tenido que lidiar con esto porque es una especie de metáfora, ¿no es así? Si lo tomamos cruda y literalmente como lo hace una institución religiosa, la conclusión a la que podríamos llegar es que si somos a la imagen de Dios, ¿qué somos? Luciríamos como Dios. Decimos: «Oye, ese joven es la viva imagen de su padre. No es “de tal palo tal astilla”. Él es la imagen repetida, y lo miro y digo: «¡Guau! Idéntico a su padre»». Y cuando pensamos en imágenes, pensamos en aquellas cosas que reproducen la semejanza de un original, y la copia, en la medida en que participa de la semejanza con el original, recrea o representa esa idea.
La teología mormona, al menos en algunas ramas de ella, históricamente argumenta con fortaleza a favor de la naturaleza corpórea de Dios: que Dios tiene un cuerpo, que está confinado al espacio y tiempo, que tiene dos brazos, dos piernas, dos ojos, una nariz, dos oídos, igual que tú. Y uno de los argumentos clásicos para ello es ¿qué? «Dice aquí en la Biblia que el hombre fue creado a imagen de Dios. Si quieres saber cómo es Dios, mira al hombre, y verás la fotocopia», y así Dios, es percibido como una figura humana exaltada, por así decirlo.
Ese es un tipo muy burdo de literalismo, y la iglesia, por supuesto, ha rechazado esa noción durante dos mil años, y con buena razón porque estas imágenes que se usan aquí están calificadas y corregidas abundantemente a lo largo de las Escrituras, diciéndonos que Dios no es un hombre, que Dios es espíritu, que no está contenido en el espacio y tiempo.
Entonces, ¿qué significa que hemos sido creados a imagen de Dios? Tiene algo que ver con una analogía, algo que ver con semejanza. Al menos, de alguna manera, somos como Dios. Ahora, esto es ciertamente muy peligroso, ¿no es así, en nuestro pensamiento, porque si enfatizamos demasiado la semejanza, qué puede suceder? Terminamos, como nos enseña la Biblia, en la idolatría cuando comenzamos a convertir a Dios en la imagen del hombre. Eso es idolatría, adorar ídolos, adorar cosas en el mundo creado como si fueran Dios, y algunas personas han dicho que hoy en día el problema con la teología es que Dios ha sido creado a imagen del hombre, Ludwig Feuerbach en el siglo XIX hizo esa protesta.
Fue él quien dijo: «Eres lo que comes», ¿recuerdas? Por eso tanta gente está comiendo cosas no muy saludables, como pasteles… y quieren hacerlo de todos modos… dijo que las personas tienen una tendencia a crear su imagen de Dios extendiendo las características humanas a la enésima potencia, por lo que hubo una reacción en contra de eso.
Karl Barth, por ejemplo, se pronunció enérgicamente a principios de este siglo y dijo: «Tenemos que decir: “¡No!” a todos esos conceptos idólatras de Dios que lo arrastrarían desde los cielos, lo despojarían de su trascendencia, de su majestad, y lo convertirían en una parte del orden creado. Barth se preocupaba celosamente por reafirmar la trascendencia de Dios. Fue tan lejos que llegó a decir: «Dios es tan diferente de nosotros que Él es totaliter aliter». Es decir, no estaba tratando de rimar allí. Lo que estaba tratando de decir es que Dios es completamente otro. T-O-T-A-L ¿Has escuchado esa expresión: «Dios es totalmente otro»?
¡Un momento! Pensemos en eso por un segundo.
Hablé con un teólogo no hace mucho, y él tomaba esto literalmente y decía: «Dios es absolutamente diferente de la humanidad. En ningún sentido Él es como nosotros». Pregunté: «¿Cómo sabes sobre ese Dios?». Respondió: «Bueno, por revelación». Me rasqué la cabeza y dije: «Si Dios es tan absolutamente diferente de nosotros, que de ninguna manera es como nosotros, ¿cómo es posible que Él se nos revele?». Él dijo: «Fácil, a través de las Escrituras, de Jesús, de la naturaleza». Le dije: «Espera, no entendiste mi punto.
Es decir, sí, tú crees que la Biblia lo revela, y la naturaleza lo revela, y todo; pero estoy haciendo una pregunta más fundamental». ¿Cómo puede incluso la Biblia hacerlo? ¿Cómo puede incluso Jesús hacerlo? Si Dios es completamente diferente de nosotros, no habría un punto de referencia común por el cual pudiera tener lugar alguna comunicación entre el Creador y la criatura. ¿Lo entiendes? El teólogo lo entendió al instante, y dijo: «¡Vaya!» «Tal vez no debería decir que Dios es completamente otro». Dije: «Sí, tal vez no deberías decir que Dios es completamente otro».
Buscamos ese sentido en el que hay esa semejanza entre el hombre y Dios, y la iglesia históricamente ha dicho: «Bueno, nos enfocamos en ciertas facultades humanas, como que el hombre tiene la capacidad de pensar, reflexionar o la capacidad de tomar decisiones, elecciones morales. Es una criatura volitiva. Tiene voluntad, y cosas así; y miramos ese tipo de cosas, y decimos: «Dios puede pensar; el hombre puede pensar. Dios puede tomar decisiones; el hombre puede tomarlas. No quiero discutir esa dimensión, pero creo que la Biblia trata de llegar a algo mucho más que a esas facultades humanas.
Si entiendo el propósito hebreo aquí, lo que está diciendo es que el hombre ha sido creado con una capacidad única para reflejar y manifestar el carácter de Dios. Lo que eso significa es que tú, como ser humano, has sido constituido, hecho y dotado por tu Creador con ciertas facultades y tienes la capacidad en la creación de reflejar o manifestar la santidad de Dios. No eres santo en ti mismo y por ti mismo. Dios es santo en sí, por sí mismo, pero Dios te ha llamado en la creación a dar testimonio de Él, a refractar, a reflejar, a transmitir al resto del mundo su mismo carácter.
¿No es eso lo que Cristo hace en su vida de perfecta obediencia? ¿Acaso no cumple Él el propósito y el destino para el cual el hombre fue creado? No es de extrañar que los teólogos hablen de Jesús como la «nueva humanidad», y por qué Pablo habla de Él como el «nuevo Adán en quien mora corporalmente la plenitud de la Deidad», pero más que eso, Él es el resplandor de la gloria de Dios, la imagen expresa de Su persona, y Jesús dice a Sus discípulos: «Si me ven, han visto al Padre».
Ahora, debemos tener cuidado allí. No estoy sugiriendo ni por un momento que la deidad se reproduce en nosotros, de ninguna manera, pero ¿recuerdas cuando Moisés subió a la montaña y habló con Dios cara a cara? Bueno, no cara a cara, sino cara a espalda. Solo se le permitió ver las espaldas de Yahvé cuando Dios lo escondió en la hendidura de la roca. ¿Te acuerdas? Y luego bajó de la montaña, ¿y qué pasó? Su semblante cambió. Su rostro estaba resplandeciente, radiante. Había un resplandor de gloria que rebotaba en Moisés.
¿Fue que de repente la gloria interna y la majestad de este pastor madianita de repente y finalmente brotaron por su piel para que la gente pudiera ver lo que realmente había dentro de Moisés por primera vez? Lo sabes muy bien. Lo que estaba sucediendo era que Moisés estaba tan íntimamente conectado con la presencia de Dios y rodeado por la gloria de Dios que cuando bajó de la montaña, esa gloria todavía se reflejaba en el rostro de Moisés, y era tan brillante que ¿cuál fue la respuesta del pueblo? Ocultaron sus rostros. Retrocedieron alarmados y gritaron a Moisés: «¡Moisés! ¡Cúbrete la cara!
No solo no podemos soportar mirar la gloria pura y descubierta de Dios mismo, que nos mataría [ningún hombre puede ver a Dios y vivir], sino que ni siquiera podemos soportar la vista del reflejo de su gloria. Moisés, cúbrete la cara». La meta más alta del cristiano, la cosa por la que vivimos, nos movemos y existimos, la mayor esperanza de la consumación de la vida cristiana es lo que llamamos la «visión beatífica», la Visio Dei, la visión de Dios, ser capaz de mirar no el rostro de Moisés, sino mirar el rostro de Dios mismo.
Incluso después de la caída, el hombre es expulsado del huerto, es enviado al oriente del Edén, el ángel con la espada encendida es puesto a la entrada del paraíso, para que el hombre no regrese a esa presencia inmediata de Dios; pero Dios no simplemente envía al hombre al exilio y abandona a su criatura para siempre, sino que incluso después de que se lleva a cabo el juicio sobre la caída, se hace la provisión desde el principio para redimir a esta criatura caída.
La imagen de Dios ahora está manchada, mancillada, desfigurada, pero no borrada. El hombre, en su humanidad, es preservado por Dios. Dios no lo aniquila; de hecho, retira su primera amenaza. Él dijo: «El día que peques, morirás», ¡ese día! ¿Mató a Adán y Eva ese día? La gente ve esto y dice: «Bueno, sufrieron la muerte espiritual». Sí, lo hicieron, pero la medida completa de la amenaza no era solo la muerte espiritual, sino la aniquilación, el thanatos, la muerte física, y Dios preservó Su creación y comenzó a establecer la actividad de la redención.
Entonces Dios dijo: «Yo seguiré siendo tu Dios. Habitaré en medio de Mi pueblo. Se acercarán a Mí; me acercaré a ustedes. Pondré Mi casa en medio de ustedes. Construiré Mi tabernáculo. Voy a acampar con mi pueblo», y así Dios continuó teniendo una relación con Su pueblo, pero había una prohibición absoluta que seguía vigente. ¿De qué se trataba? «No podrán ver mi rostro. Puedes acercarte, pero nadie verá mi rostro, ni siquiera tú, Moisés».
Ahora, Juan nos dice en sus epístolas en el Nuevo Testamento mientras reflexiona sobre el futuro del pueblo de Dios, sobre nuestro destino, sobre ese punto final para el cual hemos sido creados en primer lugar, él dice ¿qué? «Miren cuál gran amor es este, que seamos llamados hijos de Dios». Y luego dice: «Amados, aún no sabemos lo que habremos de ser, pero sabemos esto: que cuando Él venga «seremos semejantes a Él, ¿por qué? Porque lo veremos como Él es».
En latín, ‘en se est’, lo veremos tal como Él es, no como se refleja, no como se manifiesta en la gloria de su creación, o incluso en la imagen del pueblo que ha hecho, sino que lo veremos como Él es en sí mismo. Miraremos, sin velo, directamente al rostro de Dios, y en ese momento toda la plenitud de tu espíritu humano quedará satisfecha. ¿Por qué no lo vemos a Él ahora? ¿A quién se le promete la visión de Dios?
En el Nuevo Testamento las bienaventuranzas vienen y ciertas bendiciones son pronunciadas por Jesús sobre Su pueblo. ¿Quiénes serán consolados? La gente que llora, ¿verdad? ¿A quién se le dará de comer? El pueblo que tiene hambre y sed de justicia. Bueno, ¿a quién se le promete que verá a Dios? A los puros de corazón. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», pero queridos amigos, no somos puros de corazón. Nadie en esta sala ha visto nunca a Dios, y esa es la razón.
Ahora, el objetivo de nuestras vidas es ser conformados a la imagen de Cristo, cumplir el propósito original para el cual fuimos creados: reflejar al mundo que nos rodea el carácter mismo de Dios. Ahora, lo que quiero que veamos en la próxima sesión es cómo nosotros, como seres humanos, podemos reflejar externamente la gloria de Dios.
La primera pregunta del catecismo que aprendimos de niños es: «¿Cuál es el fin principal del hombre?» es la pregunta, o «¿Cuál es el propósito principal del hombre?» es la pregunta. ¿Cuál es la meta de la carrera? Y la respuesta que tuvimos que recitar fue: «El fin principal del hombre es glorificar a Dios y disfrutar de Él para siempre». Nunca pude juntar eso porque todo lo que me decía que era el significado de glorificar a Dios no era divertido. No podía juntar el gozo con glorificar a Dios.
Pero ustedes fueron creados con este propósito en mente: glorificar al Creador del universo. Pero, ¿cómo lo hacemos? ¿Qué significa glorificar a Dios? Esas son las preguntas que examinaremos la próxima vez, pero permítanme recordarles que fueron hechos para la santidad, y cuando fallamos sufrimos una privación, una sensación profundamente arraigada de pérdida y desazón porque estamos fuera de sincronía con la naturaleza para la que fuimos hechos.