Las confesiones y el liderazgo de la iglesia
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12 octubre, 2021Bonifacio: El apóstol a Alemania
Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo VIII
«No es exagerado decir que, desde los días del gran apóstol a los gentiles, ningún misionero del evangelio ha sido más eminente en trabajos, en peligros, en devoción, y en tener ese propósito tenaz pero flexible que nunca pierde de vista su objetivo, aun cuando se viera obligado a acercarse a él por algún otro camino que el que se había propuesto originalmente, que Winfrid, conocido en los anales de la cristiandad como Bonifacio, “el apóstol de (los Países Bajos y) Alemania”» (William Smith y Henry Wace, eds., A Dictionary of Christian Biography [Diccionario de biografías cristianas], Nueva York: AMS Press, 1967, vol. 1, p. 327).
Este emotivo veredicto deja una impresión duradera en todo lector reflexivo. Francamente, debería emocionarlos. Pero ¿quién es este Bonifacio? ¿Qué le hizo merecedor de este veredicto? ¿Qué lo convirtió en el hombre que fue? Y, por último, pero no menos importante, ¿qué debe hacer la Iglesia con su legado?
Nacido en la década del año 670 en Bretaña y, preocupado por las cosas eternas a una edad sorprendentemente temprana, Bonifacio rogó, y finalmente recibió, el permiso renuente de su padre para entrar en un monasterio y entregarse a una vida de servicio en el Reino de Dios. Durante la preparación monástica para la tarea de su vida, aprendió la obediencia incondicional a sus superiores eclesiásticos, se inflamó su amor por Cristo, demostró ser un estudiante celoso de las Escrituras, se convirtió en un discípulo devoto en la escuela de la oración, creció rápidamente en la santidad con propósito, demostró ser un poderoso predicador del evangelio y fue ordenado sacerdote a la edad de treinta años. Pero, sobre todo, el monasterio, un semillero de fervor evangelístico, lo impregnó de un celo evangelístico duradero.
Su ministerio puede ser dividido en tres fases, formuladas desde su incursión misionera inicial (716) en los Países Bajos (Frisia), hasta su incursión final (754), posiblemente ya como un octogenario, en la misma área geográfica. Su primera incursión no tuvo éxito debido a una guerra que se desató entre Radbod, rey de los frisones, que buscaba devastar todas las iglesias y monasterios posibles, y Carlos Martel, rey de los francos. Su última incursión concluyó con su muerte como mártir, la pieza que coronó una vida extraordinaria, caracterizada por un impulso espiritual enorme, un entusiasmo sin temor, un vigor interminable y una perseverancia indomable. Se distinguió desde el principio como un misionero apasionado y eventualmente se convirtió en un organizador excepcional, un excelente administrador y un fino estadista. Dedicó todos sus dones y talentos a la infatigable búsqueda de su gran visión dual: cristianizar toda la Europa pagana y fusionar a los convertidos en una Iglesia poderosa, efectiva e influyente bajo la sombrilla unificadora y autoritaria del obispo de Roma.
En su primera fase (718-722), Gregorio II le encargó que trabajara como sacerdote misionero en Turingia (centro-sur de Alemania) y Frisia. En Turingia se encontró con una mezcla de cristianismo y paganismo, y con una moral relajada. Aunque disfrutó de cierto éxito, experimentó la resistencia de un clero de mentalidad independiente que controlaba a las iglesias ya establecidas. Esto y la muerte de Radbod lo motivaron a regresar a Frisia, donde trabajó durante tres años. Vio muchos paganos convertidos. Esta vez las autoridades eclesiásticas estaban con él e incluso le ofrecieron un obispado. Pero su corazón misionero no le permitió aceptarlo, porque estaba ansioso por moverse a nuevos campos de labor evangelística.
En la segunda fase (722-742), bajo la protección de Carlos Martel y delegado por Gregorio II como obispo misionero, se concentró primero en Hessia (norte-centro de Alemania) y luego en Turingia. Su éxito en Hessia lo inmortalizó como uno que «superó a todos sus predecesores en la dimensión y en los resultados de su ministerio» y, por tanto, «fue un instrumento de Dios mayor que ningún otro individuo para llevar el cristianismo» a Alemania. Los eventos que asestaron un golpe decisivo al paganismo mitológico y que hicieron que su ministerio se disparara fueron, en primer lugar, el talado osado y estratégico de un roble impresionante dedicado a la adoración de Thor, dios del trueno, que era considerado sagrado e inviolable. Y segundo, el uso de esa madera para erigir una capilla para la gloria de Cristo. Para la población nativa, la «falta de respuesta» de Thor estableció la autoridad del Dios cristiano y Su apóstol eclesiástico. Esto llevó a miles de conversiones y constituye el comienzo de la cristianización a todo lo largo de Alemania. Lo que caracterizó su ministerio en Turingia, luego de que Gregorio III lo encomendara como arzobispo misionero para darle mayor autoridad, fue la fundación de una vasta red de iglesias dedicadas, diócesis funcionales, monasterios disciplinados y escuelas florecientes. Con una combinación de gracia apacible y disciplina intolerante, predicó incesantemente contra el culto pagano, las herejías doctrinales, la impureza moral y el catolicismo independiente, y trató de erradicar estas cosas armado con el amor por las Escrituras y el celo por la Iglesia, así como con habilidad organizativa y capacidad administrativa.
En la tercera fase (744-753), bajo la protección de Pipino, hijo de Carlos Martel, y comisionado como arzobispo de Maguncia por el papa para darle jurisdicción regional, expandió su ministerio a Baviera (sur de Alemania) y Francia. En Baviera continuó mostrando su genio para la organización y administración eclesiásticas, y en Francia su celo indomable por la reforma personal y eclesiástica.
Al final, sin interés de partir tranquilamente de esta escena terrenal, murió como había vivido, como un soldado de Cristo. Buscando destruir la adoración pagana y salvar almas paganas, trajo sobre sí la ira de los objetos de su amor y celo. Él y sus compañeros se negaron a defenderse y fueron masacrados. Irónicamente, sus asesinos en poco tiempo reconocieron frente al Dios de Bonifacio y sus muchos amigos leales, el callejón sin salida espiritual y social en que vivían y se arrepintieron, en apariencia, de corazón. Se hicieron seguidores de Cristo y miembros de Su Iglesia. Así, Bonifacio logró con su muerte lo que no logró durante su vida.
Esto nos deja con las dos últimas preguntas planteadas al principio de este artículo: ¿Qué hizo que Bonifacio fuera el hombre que fue? ¿Y cuál es su legado? Ninguna de las dos preguntas es muy difícil de responder con la ayuda de las Escrituras, sus cartas y los testimonios de la historia.
Todos los elogios que le han sido y que le pudieran ser asignados, tales como su piedad con propósito, su gozo inefable, su constante alabanza a Dios, su celo indomable, su trabajo infatigable y su esfuerzo sacrificial, a menudo en medio de tiempos difíciles, parecen reflejar la gloria restaurada (Sal 85), con su fuente en la cruz y en la resurrección de Cristo, su agente en el Espíritu de Cristo y su primera gran demostración en Hechos 2. A lo largo de su ministerio, Bonifacio anheló y mostró el poder pentecostal de la resurrección que estaba ansioso por abrazar tanto el sufrimiento, que viene al predicar el evangelio, como la semejanza a una muerte llena de frutos que Jesús mismo dejó como modelo, tanto para Sus discípulos como para la Iglesia universal (Jn 12:24; Fil 3:10; Col 1:24). Combina este poder abundante del Espíritu con un amor sacrificial y un discernimiento que luce infalible en el manejo de personas y situaciones eficazmente y sin temor (2 Tim 1:7), y comenzará a surgir el perfil del «apóstol de los Países Bajos y Alemania». En una entrega llena de gozo, se sometió a vivir en un monasterio como campo de entrenamiento habitual de la fe cristiana. Pronto encontró su nicho misionero y con una devoción inquebrantable mantuvo el rumbo en el principio, en la mitad y hasta el final de su vida. Al principio, puso en peligro su vida aventurándose en una zona que estaba en guerra con el evangelio. A la mitad, arriesgó su vida y bajo la autoridad del evangelio derribó un roble que era idolatrado. Al final, entregó su vida y fue martirizado por la causa del evangelio. Básicamente, estas tres instancias cuentan su historia.
Pero ahora, su legado. Sería inconcebible demandar que todos los cristianos imiten los dones que Dios ha derramado sobre algunos individuos en específico, como es el genio para la organización y la administración. Sin embargo, sería igualmente inconcebible no presentar como vinculante para cada individuo lo que Dios requiere de todos los cristianos. Siguiendo los pasos del gran apóstol a los gentiles, Bonifacio abrazó de todo corazón, como norma de Dios, el doble plan que Cristo dejó a la Iglesia: sufrimiento y muerte en Él, y vida en Su pueblo (2 Co 4:12). Si la Iglesia celebrara a Bonifacio simplemente como un fenómeno extraordinario, perdería el punto. Solo si él logra energizar a la Iglesia, y solo si la Iglesia lo abraza a él y su vida como un ejemplo del deseo de avivamiento de parte de Dios, y solo si nos confesamos como culpables y avergonzados de todo lo que se quede corto de esto, entonces podremos esperar disfrutar de un tipo de ministerio así de indispensable, ya sea en lo que parece ser un Oriente Medio (musulmán) prácticamente muerto, en una Europa (secularizada) casi muerta o en unos Estados Unidos de América (humanistas) moribundos. Francamente, el mensaje de la historia en general y de Bonifacio en particular es muy claro. A menos que la Iglesia, siguiendo los pasos de Bonifacio, esté dispuesta a sufrir y morir, y con palabras y ejemplos urja a todos sus hijos a una edad temprana a seguir su ejemplo, en lugar de solo permitirles renuentemente que lo hagan en circunstancias extraordinarias, la Iglesia estará destinada a sufrir y enfrentar de cerca la muerte a manos del mundo.