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Hace mucho tiempo, Agustín de Hipona señaló que el deseo de todo corazón humano es experimentar un amor que sea trascendente. Sin embargo, lamentablemente para nosotros hoy, no creo que haya ninguna palabra en la lengua española que haya sido más despojada de la profundidad de su significado que la palabra amor. Debido al romanticismo superficial de la cultura secular, tendemos a ver el amor de Dios de la misma manera que la música popular, el arte y la literatura ven el amor. Sin embargo, la Biblia dice que el amor de Dios es muy diferente, y grandioso.
En 1 Juan 4:7-11 se nos ofrece esta declaración clásica con respecto al amor de Dios:
Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor […] En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a Su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios así nos amó, también nosotros debemos amarnos unos a otros.

Aquí el apóstol fundamenta su exhortación a los cristianos de amarse unos a otros en el mismo carácter de Dios. «El amor es de Dios», nos dice. Lo que quiere decir es que el amor cristiano viene de Dios mismo. Este amor no es natural para la humanidad caída. Se origina en Dios y es un don divino para Su pueblo. Cuando somos transformados por el poder del Espíritu Santo, se nos da una capacidad para este amor sobrenatural que tiene a Dios como fuente y fundamento. Cuando Juan dice que «el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios», no está enseñando que todo ser humano que ama a otro ha nacido de Dios. El tipo de amor del que habla solo procede de la regeneración. Sin la transformación del corazón humano por el Espíritu Santo, nadie tiene esa capacidad de amar. Ninguna persona no regenerada tiene este tipo de amor, y ninguna persona regenerada carece de él. Por lo tanto, una persona que no tiene la capacidad de amar de la manera que Juan describe no ha nacido de nuevo. «El que no ama [de esta manera] no conoce a Dios».
Juan no se detiene ahí. No solo el amor proviene de Dios, sino que Dios es amor. Nota que Juan no utiliza la palabra es como un signo de igualdad. No podemos invertir el sujeto y el predicado en Dios es amor y decir que el amor es Dios. Juan no está haciendo una identificación burda entre el amor y Dios para que cualquiera que tenga un sentimiento romántico en su corazón o cualquier afecto por otra persona haya encontrado así a Dios. Cuando dice que Dios es amor, está usando un poco de hipérbole. En otras palabras, el amor es un aspecto o atributo tan íntimo del carácter de Dios, que se puede, por así decirlo, decir que Él es amor. Cualquier visión de Él que no incluya en ella este profundo sentido del amor divino es una distorsión de quién es Dios.
Por supuesto, el problema normal al que nos enfrentamos no es que la gente ignore el amor de Dios; más bien, la gente separa Su amor de Sus otros atributos. No sé cuántas veces he enseñado sobre la soberanía, la santidad o la justicia de Dios, solo para escuchar la objeción: «Pero mi Dios es amor», como si el amor de Dios fuera incompatible con la justicia, la soberanía o la santidad.
Nuestra tendencia habitual, como criaturas humanas caídas, es cambiar la verdad que Dios revela sobre Sí mismo por una mentira, para servir y adorar a la criatura en lugar de al Creador (Ro 1:18-32). Cometemos idolatría cada vez que sustituimos Su gloria por un concepto menor, ya sea que esa sustitución adopte la forma burda de dioses de piedra o la forma más sofisticada de redefinir el carácter de Dios para adaptarlo a nuestros gustos. Un dios desprovisto de justicia, de santidad, de soberanía y de todo lo demás es tan ídolo como una estatua de madera o de piedra. Debemos tener cuidado de no sustituir al Dios bíblico por un dios que se agota en su carácter por el único atributo del amor, especialmente tal como lo define la cultura popular.
Como cristianos, creemos en un Dios que es simple y no está hecho de partes. Dios no es una parte soberana, una parte justa, una parte inmutable, una parte omnisciente, una parte eterna y una parte amorosa. Más bien, Él es todos Sus atributos en todo momento. Para entender cualquier atributo individual, debemos entenderlo en relación con todos Sus otros atributos. El amor de Dios es eterno y soberano. El amor de Dios es inmutable y santo. Tratamos todos Sus otros atributos de la misma manera. La justicia de Dios es amorosa y eterna. Su santidad es amorosa y omnisciente. Nuestro concepto del amor de Dios solo se mantendrá en la medida en que entendamos Su amor en relación con Sus otros atributos.
Sea lo que sea el amor de Dios, es santo. Por tanto, Su amor se caracteriza por las cualidades que definen la santidad: la trascendencia y la pureza. En primer lugar, el amor de Dios es trascendente. Es distinto y diferente de todo lo que experimentamos en la creación. En segundo lugar, el amor de Dios es puro. Su amor es absolutamente impecable, no tiene egoísmo, maldad o pecado mezclado con él. El amor de Dios no es ordinario ni profano. Es un amor majestuoso y sagrado que va mucho más allá de lo que pueden manifestar las criaturas. Ninguna sombra de maldad cubre el brillo de la gloria pura del amor de Dios.
El amor de Dios es una categoría única. Trasciende nuestra experiencia. Sin embargo, es un amor que Él comparte en parte con nosotros y espera que lo manifestemos unos a otros. Él concede a Su pueblo —en la medida en que es posible, dada la distinción entre Creador y criatura— Su amor santo (Ro 5:5).