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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El orgullo y la humildad
La humildad es una cualidad, una actitud o un sentimiento de ausencia de importancia personal, que no hace que uno sea mejor que otro. Conlleva la idea de modestia, mansedumbre e incluso dulzura. La palabra tiene un pedigrí en francés antiguo y en latín. En el latín eclesiástico, encontramos algunas raíces de «tierra» o «terrenal». Sin embargo, debemos tener claro que la humildad no debe identificarse con alguien que camina con una apariencia abatida, que se estremece en cada encuentro. No es andar vestido con cilicio y ceniza.
Vivir la humildad bíblica comienza con el reconocimiento de la propia deuda con Dios como autor y consumador de nuestra fe. Para los pastores y ancianos, significa vivir con una conciencia aguda de que todo lo que tienen es un regalo de Dios y que todo lo que hacen depende de la gracia de Dios.
Vivir esta humildad implica imitar los buenos ejemplos. En la Biblia tenemos varios. Después de todos los logros de José en los altos niveles políticos, concluyó que los puntos bajos, así como los más destacados de su vida, eran singularmente atribuibles a Dios y a Su plan soberano y a la disposición de todas las cosas (Gn 50:19-21). Algún tiempo después de que David fuera ungido como sucesor de Saúl como rey, escuchamos la autodescripción de David mientras Saúl lo persigue: «¿Tras quién ha salido el rey de Israel? ¿A quién persigues? ¿A un perro muerto? ¿A una pulga?» (1 Sam 24:14). El rey David también se describió a sí mismo en toda su gloria real como un gusano (Sal 22).
Jesús llamó a Juan el Bautista el más grande de los profetas, y sin embargo Juan resumió su propia postura de esta manera: «Es necesario que Él crezca, y que yo disminuya» (Jn 3:30). ¿Y el apóstol Pablo? Un hebreo de hebreos. Con respecto a la ley, intachable. Sin embargo, no reclamó ninguna fama, sino que se subordinó a la fama de Cristo Jesús (Flp 3). Con todo, Pablo nos recuerda que nuestro Salvador es el modelo a seguir y que, por tanto, cada uno de nosotros debe «[considerar] al otro como más importante que a sí mismo» (2:3). Eso es humildad.
Todo esto nos dice cómo debe afectarnos la vida bajo el plan soberano de Dios. No tenemos ninguna razón para ser orgullosos. La arrogancia nunca debe aferrarse a nosotros, sino la dulzura de nuestro Salvador. Después de todo, Pedro dijo que «todo cuanto concierne a la vida y a la piedad» ha venido de Él (2 Pe 1:3). La nuestra debe ser la humildad del gran Rey Jesús, que se sometió a la humillación de este mundo lleno de pecado, incluso a una muerte injusta y cruel en la cruz. Vivir bajo la bandera del plan soberano de Dios para nuestras vidas produce la misma vida humilde.
¿Qué pasa cuando el orgullo surge en nosotros? Después de todo, todos luchamos con él. La respuesta, por supuesto, es el arrepentimiento. Así como Martín Lutero llegó a ver, el arrepentimiento no es un acto único u ocasional, sino una vida continua de contrición: el reconocimiento, el dolor y el abandono del pecado. Para los ministros y ancianos, esto seguramente incluirá la confesión a uno mismo, a los demás y a Dios de nuestros pecados de palabra, pensamiento y obra. Los ministros y ancianos se encontrarán pidiendo perdón a Dios y a aquellos a los que sirven cuando su pecado sea expuesto ante ellos. De hecho, debemos predicar con el ejemplo (1 Pe 5:3). Dios llama a nuestros feligreses a imitar nuestra fe (Heb 13:7). ¿Nos atreveremos a dejar que imiten nuestra arrogancia, orgullo y rudeza, en una palabra, nuestra pecaminosidad? Más bien, ¿qué tal si ponemos ante ellos el dulce aroma de nuestro Salvador? Cuando pecamos y el aroma se sustituye por un hedor, debemos arrepentirnos rápidamente; la humildad bíblica lo exige.
Hace muchos años, Albert N. Martin escribió un folleto de una profunda convicción titulado Las implicaciones prácticas del calvinismo. Estaba repleto de puntos de sabiduría bíblica, pero uno que ha permanecido conmigo a lo largo de los años es este: no se puede creer en la soberanía de Dios y ser un cristiano orgulloso. Un cristiano es alguien que se ha encontrado cara a cara con el Dios vivo y tres veces santo. ¿La respuesta de Isaías en ese caso? Cayó sobre su rostro en humilde dolor por su pecado y solo después se levantó con la voluntad de servir a Dios. La arrogancia no tiene cabida en la vida cristiana. Mucho menos, entonces, el orgullo y la arrogancia no tienen buen lugar entre los ministros y ancianos cuando viven y dirigen. Apoyémonos todos en el Espíritu del Dios vivo mientras perseguimos la mansedumbre que conduce a una herencia inestimable de nuestro Señor y Salvador.