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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo IX
Existe una tensión entre el pueblo de Dios que refleja un delicado equilibrio al que la Biblia nos llama. Como recordarás, Pablo expresó que, en su pasión por el evangelio, deseaba ser todo para todos, para que, por todos los medios, algunos pudieran ser salvos (1 Co 9:22). Por otro lado, Jesús les dijo a los discípulos que cuando llevaran las buenas nuevas y estas no fueran recibidas, ellos debían limpiar el polvo de sus pies al salir de esa ciudad (Lc 9:5). Ambas son perspectivas legítimas sobre los perdidos. La pregunta es: ¿dónde termina el contender por los perdidos y comienza el ser complacientes con ellos?
Esta misma tensión impulsa las «guerras de adoración» de nuestros días. No hay nada nuevo bajo el sol. ¿Nos reunimos cada día del Señor para adorarle con el lenguaje más simple? ¿Debería nuestra música aspirar a ser accesible más que todo? ¿Queremos bajar el nivel intelectual de todo para que todos puedan entenderlo? ¿Así es como ganamos a los perdidos? O, ¿deberían nuestras reuniones semanales ser tiempos de exposiciones eruditas y sublimes armonías auditivas? Con lo primero, a través de nuestros medios de comunicación cotidianos, ¿comunicamos a un Dios que es confiable? Con lo segundo, con nuestras presunciones intelectuales, ¿comunicamos a un Dios que es inaccesible?
En el siglo IX, cuando se empezó a imponer la misa en latín, estoy seguro de que se dieron las mismas discusiones. Algunos, como era de esperar, argumentaron que la misa en latín llevaba consigo una solemnidad que comunicaba la gloria de Dios, un cierto sentido de misterio y atemporalidad. Otros, estoy bastante seguro, señalaron que las personas por las que murió Jesús no podían entender lo que se decía. ¿Cómo podemos decir que este cuerpo fue partido por ti si no entiendes lo que estamos diciendo?
La Biblia es un libro que no solo está lleno de sabiduría sino que a la vez nos llama a la sabiduría. La sabiduría, la mayoría de las veces, significa equilibrio. La sabiduría reconoce que existe una diferencia real entre la accesibilidad cautelosa y el mínimo común denominador. La sabiduría puede distinguir la diferencia entre un lenguaje extraño y un lenguaje estimulante. Es capaz de distinguir entre los gustos egoístas e intelectuales y tratar los asuntos de importancia con la debida dignidad. Reconoce, por ejemplo, que hay una gran brecha entre un pastor que predica en un lenguaje arcaico y un pastor que predica con un traje de payaso.
A menudo sucede que la sabiduría se encuentra cuando apartamos la mirada del asunto que nos ocupa, cuando nos alejamos del debate acalorado y miramos hacia aquello en lo que estamos de acuerdo. Cuando nos reunimos para adorar, nos reunimos, según la Biblia, como un cuerpo. También nos estamos reuniendo como una novia. Venimos a encontrarnos con nuestro Señor, que viene a renovar Su pacto con nosotros y para festejar con nosotros en Su mesa. Ahora consideremos cómo nos dirigimos a una boda.
Cuando nos reunimos para una boda, nadie sugeriría que, por el bien de la dignidad del evento, deberíamos realizar el servicio en latín. Nadie diría que la homilía del pastor debería estar salpicada de un lenguaje profundo adecuado solo para el aula de un seminario. Sin embargo, ninguna novia sueña con un día en que un hombre vistiendo un overol todo manchado, con olor a establo, la mire y le diga como sus votos: «Bueno, ¿lo vas a hacer o no?». En cambio, cuando nos casamos nos ponemos nuestra mejor ropa. Decoramos el escenario para adecuarlo a una ocasión de solemnidad y alegría. Tocamos nuestra mejor música. Hablamos con más gracia y con nuestra gramática más pulida. Somos nuestro mejor «nosotros». Creo que nadie alegaría que esto excluye a las personas. Nadie diría que esto es de alguna manera fingido. Ninguna novia, si su novio apareciera en chanclas y camiseta, lo justificaría diciendo que ella solo mira el corazón y que lo de afuera no tiene importancia. Es decir, la ceremonia de bodas no tiene que distinguirse por lo mejor y más alto del mundo, pero sí por lo mejor y más alto de nosotros. Eso es nuestro mejor «nosotros».
Nuestra adoración debe unirnos en lugar de separarnos. Después de todo, juntos hemos sido llamados por nuestro Señor a adorar. Es por eso que usamos al mismo tiempo un lenguaje común de una manera poco común. Hablamos de manera que la seriedad del mensaje pueda ser escuchada. No estamos complaciendo a nadie y nos regocijamos en una audiencia de Uno. Tocamos música que pueda llegar al corazón de la congregación de una manera mucho más poderosa que las tontas canciones de amor, buscando reflejar el coro celestial.
Cuando venimos a adorar, venimos todavía impuros en nosotros mismos. Nosotros, como novia, estamos demasiado sucios y manchados como para mostrar arrogancia. Estamos demasiado conscientes de nuestro propio pecado como para mirar a otros con desprecio. Pero venimos buscando ser hechos hermosos, confiados de que nuestro Novio puede hacer que esto suceda. Hemos renunciado al mundo, con toda su indolencia arrogante. Hemos despreciado la indiferencia estudiada del mundo hacia la belleza. De hecho, hablamos español, pero no el español del bufón de la corte. Es el español del Rey.