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Nota del editor: Este es el octavo y último capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Atributos de Dios mal entendidos
¿Cuántas veces, al reflexionar sobre tu pasado, has dicho: «Ojalá hubiera sabido entonces lo que sé ahora»? Una condición del ser humano es que nunca sabemos todo lo que puede saberse en un momento dado, y que si todas nuestras facultades funcionan correctamente, vamos aprendiendo más a lo largo de nuestra vida. El hecho de que a menudo queramos saber más y dediquemos tanta energía a la educación indica que el conocimiento es un bien. Es decir, es profundamente valioso y beneficioso para la vida; es un ingrediente de la sabiduría por la que vivimos. Adquirir más conocimiento probablemente mejorará las condiciones de nuestra humanidad.
Pero el hecho de que a menudo queramos saber más y podamos aprender más a lo largo de nuestra vida y de que, tristemente, podamos perder conocimientos, significa que el conocimiento humano es dinámico pero limitado. Incluso las personas más inteligentes que conocemos, que mencionan hechos interesantes con poco esfuerzo aparente y comprenden teorías complejas, tuvieron que aprender esas cosas. El conocimiento humano, incluso el más brillante, no es omnisciente, no lo abarca todo y requiere esfuerzo.
No ocurre lo mismo con Dios. Cuando partimos reflexionando sobre el conocimiento humano, esto queda manifiesto, porque nuestro conocimiento de los atributos de Dios, especialmente de Sus atributos incomunicables, suele ser adquirido al negar aspectos que sí están en nosotros. Es decir, Dios es tan grande, es tan poderoso y Su naturaleza es tan diferente a la nuestra que, para hablar de cómo es, debemos empezar diciendo cómo no es. Dios mismo habla así en la Escritura: «Porque yo, el SEÑOR, no cambio» (Mal 3:6, énfasis añadido).
A.W. Tozer definió la omnisciencia de Dios de forma sucinta: «Decir que Dios es omnisciente es decir que posee un conocimiento perfecto y, por tanto, que no tiene necesidad de aprender. Pero es más aún: es decir que Dios nunca ha aprendido y que no puede aprender».
Lo que nosotros tenemos de forma imperfecta, Dios lo tiene perfectamente. La Escritura tilda de absurdo sugerir que Dios no puede conocer algo: «El que hizo el oído, ¿acaso no oye? El que dio forma al ojo, ¿acaso no ve?» (Sal 94:9). El conocimiento de Dios es perfecto o completo. Si me preguntas sobre Toledo, Ohio, puedo decirte mucho; es el lugar donde crecí. Si me preguntas sobre el país de Luxemburgo, puedo decirte muy poco, pues nunca he estado allí. El conocimiento humano conoce algunas cosas mejor que otras. Dios conoce todas las cosas con el mismo grado de detalle. Dios no dice ¡Eureka!: Él nunca descubre, nunca se sorprende, nunca aprende. Esto es así en todas las cosas: «Su entendimiento es inescrutable» (Is 40:28). Pero la Escritura destaca especialmente Su conocimiento de los seres humanos: «No hay cosa creada oculta a Su vista, sino que todas las cosas están al descubierto y desnudas ante los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta» (He 4:13).
Sin embargo, el conocimiento de Dios no es solo una cuestión de volumen, como si Su conocimiento fuera mayor y perfecto porque sabe más cosas que nosotros. Dios sabe las cosas como Dios, que está fuera del tiempo, que no necesita nada y que no depende de nadie. Agustín dijo: «Dios no conoce a todas las criaturas… porque ellas existen; ellas existen porque Él las conoce». En otras palabras, el hecho de que Dios conozca algo no depende de que nosotros hagamos las cosas. Espero conocer a mis nietos algún día, pero eso no ocurrirá hasta que mis hijos los tengan. Mi conocimiento humano está limitado por el desarrollo del tiempo. En los últimos treinta años, una enseñanza conocida como teísmo abierto ha planteado algo parecido, pero se lo ha aplicado a Dios.
Los teístas abiertos intentan darle un lugar importante a la libertad de la voluntad humana y para ello dicen que Dios no conoce nuestras acciones futuras, sino que, como vive con nosotros, Él las descubre a medida que las hacemos. Ese es un grave error. Es hacer que el conocimiento de Dios dependa de la criatura y del curso de la historia. Más bien, como Aquel que está fuera del tiempo, Dios conoce todas las cosas a la vez: «Conoce todas las cosas instantáneamente, de forma simultánea, desde la eternidad; todas las cosas están eternamente presentes a la vista de Su mente», dice Herman Bavinck. Este conocimiento incluye todas las posibilidades, porque, en Su divina providencia, Dios ha ordenado cómo sucederán todas las cosas (Sal 139:16), hasta la caída de un pajarillo al suelo (Mt 10:29). Comprender correctamente la omnisciencia de Dios nos ayuda a identificar errores teológicos como el teísmo abierto.
De forma más positiva, la omnisciencia de Dios reconforta a Su pueblo y alimenta su adoración. Podríamos vernos tentados a pensar que el incomprensible conocimiento de Dios crea una distancia entre Él y Su pueblo. Es todo lo contrario. En el Salmo 139:1-18, el salmista considera «precioso» el conocimiento agudo e íntimo que Dios tiene de él (v. 17). ¿Por qué? Porque sabe que nuestro Dios pactual es clemente, lleno de compasión y ayuda (Sal 116:5-7). William Ames lo expresó profundamente: «La fe se apoya en Aquel que sabe lo que nos hace falta y también está dispuesto a proporcionarlo».
Más allá del conocimiento que Dios tiene de nosotros, Dios también tiene un conocimiento perfecto de Sí mismo. Nuestro propio conocimiento de Él depende de eso, pues si Dios no se conociera a Sí mismo, no tendría nada que revelarnos. Gracias sean dadas a Dios, que Él se conoce a Sí mismo —Padre, Hijo y Espíritu Santo— de manera perfecta: «Todas las cosas me han sido entregadas por Mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo» (Mt 11:27). Así como el Padre y el Hijo se conocen plenamente, el Espíritu escudriña «las profundidades de Dios» (1 Co 2:10). Dado que se conocen perfectamente en la naturaleza divina, las personas de la Trinidad comparten un amor y gozo infinitos en plenitud y riqueza. Es el mismo amor y el mismo gozo que Dios nos ofrece por gracia en el evangelio, y que, cuando lo recibimos, nos impulsa a cantar con amor «Oh, Sabio, Inmortal, Invisible eres Tú, oculto a la vista, rodeado de luz».