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C.S. Lewis escribió una vez que los libros antiguos traen la fresca brisa del pasado, que pasa por nuestras mentes para recordarnos verdades olvidadas desde hace mucho tiempo. Leer libros antiguos, por lo tanto, ayuda a la Iglesia a recuperar el enfoque reformado clásico para la defensa de la fe, es decir, la apologética. Los teólogos reformados clásicos dicen cosas diferentes a las que dicen muchos de nuestros contemporáneos en la actualidad. Karl Barth, por ejemplo, dijo que no hay punto de contacto entre el creyente y el incrédulo; por tanto, la apologética es innecesaria. El apologista reformado conservador Cornelius Van Til escribió en una carta a Francis Schaeffer que ninguna forma de teología natural habla de Dios con precisión. Sin embargo, la teología reformada histórica revela algo diferente. Esta diferencia de opinión entre la teología reformada contemporánea y la clásica merece una breve investigación para comprender por qué debemos leer libros teológicos reformados antiguos para defender la fe.
Las obras reformadas de los siglos XVI y XVII hablan regularmente de dos ideas que pocos teólogos reformados contemporáneos mencionan: nociones comunes y el orden de la naturaleza. Primero, ¿qué son las nociones comunes? Las nociones comunes son aquellas ideas que todos los seres humanos poseen de forma innata en virtud de haber sido creados a imagen de Dios. Históricamente, los teólogos reformados han recurrido a las nociones comunes en sus interpretaciones de varios pasajes de Romanos.
Porque cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por instinto los dictados de la ley, ellos, no teniendo la ley, son una ley para sí mismos, ya que muestran la obra de la ley escrita en sus corazones, su conciencia dando testimonio, y sus pensamientos acusándolos unas veces y otras defendiéndolos (Rom 2:14-15).
El apóstol Pablo escribe sobre aquellos gentiles incrédulos que no recibieron la ley de Dios que fue particularmente revelada en el Sinaí. Aun así, estos incrédulos tienen las obras de la ley escritas en sus corazones. Los incrédulos conocen el bien y el mal, como vemos en la declaración de Pablo de que sus «sus propios pensamientos algunas veces los acusan y otras veces los excusan» (Rom 2:15 NVI).
Ya que Dios ha escrito dos libros, la Escritura y la naturaleza, ¿no deberíamos usar ambos cuando defendemos la fe? ¿Por qué dejaríamos la mitad del arsenal revelador de Dios esperando en el estante?
Hay varios pasajes más a los que apelan las obras teológicas reformadas clásicas, como cuando el pagano Abimelec mostró más moralidad que Abraham. Abimelec amonestó a Abraham por mentir sobre su relación con Sara (Gn 20:9-11). Los teólogos reformados clásicos también apelaron a la interacción de Jonás con los marineros paganos, quienes al principio se negaron a arrojarlo por la borda durante la tormenta porque sabían que eso estaba mal (Jon 1). También se cita 1 Corintios 5:1, donde Pablo reprende a los corintios por aprobar un tipo de inmoralidad sexual que ni siquiera se tolera entre los paganos. En otras palabras, los no creyentes en algunos casos tenían estándares morales más altos que los cristianos corintios.
En segundo lugar, los teólogos reformados clásicos creían que las nociones comunes eran una parte de un todo mayor, es decir, del orden de la naturaleza. El orden de la naturaleza es la forma en que la creación refleja quién es Dios. Dios diseñó a los seres humanos para que encajen de manera integral dentro de Su creación más amplia. El conocimiento de las obras de la ley, que es innato de todos los seres humanos, está conectado a la creación en general. Un pasaje típico al que apelan los teólogos es Romanos 1:19-20:
Porque lo que se conoce acerca de Dios es evidente dentro de ellos, pues Dios se lo hizo evidente. Porque desde la creación del mundo, sus atributos invisibles, su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado, de manera que no tienen excusa.
Otro es el Salmo 19:
Los cielos proclaman la gloria de Dios, y la expansión anuncia la obra de Sus manos. Un día transmite el mensaje al otro día, y una noche a la otra noche revela sabiduría. No hay mensaje, no hay palabras; no se oye su voz (vv. 1-3).
La gente puede observar la creación y ver los trazos de pincel y la firma del Artista Maestro. Ya sea que uno mire a la creación en general y discierna el poder eterno de Dios y Su naturaleza divina o sea que estudie cosas particulares del mundo como los insectos y vea reflejos de la sabiduría de Dios (Pr 6:6), todo el orden creado y los seres humanos reflejan al Dios que los hizo a ambos.
En la teología reformada clásica, se pueden encontrar referencias a las nociones comunes y al orden de la naturaleza en los escritos de Heinrich Bullinger, Martin Bucer, Juan Calvino, Francis Turretin, Girolamo Zanchi, Richard Baxter, John Owen, Franciscus Junius y otros. Pero el lugar más destacado donde aparecen estos conceptos es en la tradición confesional reformada histórica. La Confesión francesa (1559), escrita principalmente por Calvino, declara: «Dios se revela a los hombres… en Sus obras, en Su creación, así como en Su preservación y control» (artículo 2). Mucha gente sabe que la Confesión de Fe de Westminster (1647) comienza con un capítulo sobre la Escritura. Pero debemos notar que la línea de apertura de ese capítulo se refiere a algo diferente: «Aunque la luz de la naturaleza, las obras de la creación y la providencia manifiestan la bondad, la sabiduría y el poder de Dios…» (1.1). La luz de la naturaleza es una rúbrica general para las nociones comunes y la revelación general de Dios en la creación. De hecho, la Confesión de Westminster hace cuatro referencias más a la luz de la naturaleza como algo por lo cual la Iglesia ordena ciertos aspectos de la adoración (4.6), como aquello que permite a los no creyentes enmarcar sus vidas moralmente (10.4), y como testigo, junto a la Escritura, que revela si cierta conducta es moral o inmoral (20.4). La quinta referencia a la luz de la naturaleza en el capítulo de la confesión sobre la adoración es una de sus declaraciones más completas sobre el conocimiento natural de Dios:
La luz de la naturaleza demuestra que hay un Dios, que tiene señorío y soberanía sobre todo, que es bueno y que hace bien a todos, y por lo tanto, debe ser temido, amado, alabado, invocado, creído, servido y en quien se debe confiar, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas (21.1).
Uno de los símiles más memorables de la luz de la naturaleza proviene de la Confesión belga (1561):
Lo conocemos… por la creación, preservación y gobierno del universo; que está ante nuestros ojos como el libro más elegante, en el que todas las criaturas, grandes y pequeñas, son como muchas letras que nos llevan a contemplar las cosas invisibles de Dios (Artículo 2).
Estos datos bíblicos y confesionales conducen a dos puntos clave: (1) la importancia del libro de la naturaleza, y (2) la necesidad de usar en conjunto los libros de la naturaleza y la Escritura para defender la fe. En el siglo XX, los teólogos reformados hicieron un uso vigoroso del libro de la Escritura, y eso es encomiable. Pero al mismo tiempo, el buen libro de la naturaleza de Dios se ha quedado en el estante y ha acumulado una buena capa de polvo. Ya que Dios ha escrito dos libros, la Escritura y la naturaleza, ¿no deberíamos usar ambos cuando defendemos la fe? ¿Por qué dejaríamos la mitad del arsenal revelador de Dios esperando en el estante? Los teólogos contemporáneos han defendido su renuencia a usar el libro de la naturaleza con un conjunto de justificaciones: Dios está por encima de la prueba; apelar a la teología natural somete la verdad al juicio de la razón pecaminosa; ninguna cantidad de evidencia ni de argumentación puede convertir al incrédulo. Aquí es donde entra en juego el segundo punto; a saber, debemos siempre usar en concierto la revelación general y la Escritura. El salmista ensalza la belleza y el poder revelador de la creación y luego pasa a la ley especialmente revelada de Dios (Sal 19:7). Cuando Pablo enfrentó a los filósofos incrédulos en el Areópago, se conectó con su audiencia a través de su conocimiento natural, aunque distorsionado, de Dios y corrigió su comprensión con el evangelio especialmente revelado de Cristo y Su resurrección (Hch 17:23, 28, 30). La Escritura y la teología reformada histórica transmiten la idea de que el Dios sobre el que leemos en las páginas de la Sagrada Escritura es el mismo Dios que ha creado el mundo que nos rodea.
Al usar los dos libros de Dios, debemos reconocer sus distintas funciones. Solo la revelación especial de la Escritura habla de la persona y obra de Cristo y la salvación que viene a través del evangelio. Además, solo el poder regenerador soberano del Espíritu Santo puede convertir a los pecadores y trasladarlos del reino de las tinieblas al reino de la luz; solo a través del don de fe dado por el Espíritu, las personas pueden aferrarse al evangelio de Cristo. Como escribe Pablo: «El hombre natural no acepta las cosas del Espíritu de Dios, porque para él son necedad; y no las puede entender, porque se disciernen espiritualmente» (1 Co 2:14). Esto no significa que el libro de la naturaleza sea superfluo. Más bien, desde el fundamento de la autoridad de la Escritura, podemos apelar al libro de la naturaleza como un testigo corroborante creado por un autor divino. Podemos interactuar con los no creyentes y saber que podemos comunicar la verdad escritural porque Dios ha creado a todas las personas a Su imagen y ha escrito Su ley en sus corazones.
Busca libros antiguos reformados de los siglos XVI y XVII y deja que la brisa fresca del pasado te recuerde verdades olvidadas desde hace ya mucho tiempo. Usa los libros de la naturaleza y la Escritura de Dios para defender la fe que fue una vez entregada a los santos.