Inmutabilidad
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Casi todos los veranos, mis padres nos montaban en el automóvil de la familia a mis hermanos y a mí, y nos embarcábamos en ese ritual vacacional conocido como «viaje por carretera». Años más tarde, como padre de mis propios hijos, puedo entender mejor lo que mis padres experimentaban en esos viajes. Ahora escucho con frecuencia desde el asiento trasero la pregunta que debió sonar en los oídos de mi padre mientras manejaba por la carretera: «¿Ya llegamos?». Por supuesto, la respuesta casi siempre está implícita en la pregunta. Sin embargo, mi esposa o yo respondemos pacientemente desde el asiento delantero: «No, todavía no hemos llegado, les avisaremos cuando lo hagamos».
A diferencia de la pregunta recurrente que hacen los niños en esos viajes por carretera, la misma pregunta es la que todo hijo de Dios debería hacerse con respecto a su vida cristiana, una vida que la Biblia describe como un progreso hacia una meta definida. Por ejemplo, la Escritura compara la vida cristiana con una carrera que debemos terminar (1 Co 9:24; cf. 2 Ti 4:7) y con un peregrinaje que debemos hacer hacia «la [ciudad] que está por venir» (He 13:14). Los cristianos son llamados a tomar su cruz y «seguir» a Cristo (Mt 16:24; Mr 8:34), a «andar» en comunión con Él (Ef 2:10), y a «[proseguir] hacia la meta para obtener el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil 3:14).
A la luz de esa orientación bíblica, la pregunta de si los cristianos que viven hoy día «ya llegaron» parece fácil de responder. Todavía estamos corriendo, caminando, perseverando, y al hacerlo, nos enfrentamos a todo tipo de pruebas e inclinaciones pecaminosas. Vemos, y hasta cierto punto experimentamos, decadencia —tanto física como moral— en este mundo caído. A medida que pasan los años, la energía en nuestros cuerpos disminuye. Uno se imagina que si estas crudas realidades pudieran hablar, gritarían a nuestros corazones inquietos: «No, todavía no hemos llegado, lo sabrás cuando lo hayas hecho». Sin embargo, la Biblia nos dice que la historia no termina allí.
La Escritura declara de forma alucinante y misteriosa, incluso cuando describe la vida cristiana como una que está en movimiento, que el poder sobrenatural de nuestra meta celestial ha irrumpido en este mundo caído por medio de la persona y la obra de Jesucristo. En Su primer sermón, Él proclamó que «el reino de los cielos se ha acercado» (Mt 4:17) y comprobó la llegada de ese reino sanando enfermos y expulsando demonios (Mt 12:28; Lc 9:11). Los santos de una generación antigua que «esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2:38) comprendieron, como declaró Jesús, que Su llegada cumplía siglos de expectativas del Antiguo Testamento (cf. Lc 4:21; 24:25-27). Las sanaciones y las manifestaciones de Su poder sobre los secuaces de Satanás culminaron con Su triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte mediante Su propia muerte y resurrección (Jn 12:31-33; He 2:14-15). Incluso ahora, la predicación del evangelio testifica que el reino de Dios está aquí ahora y que cualquier ser humano, sin excepción, puede recibirlo por medio de la fe (Lc 16:16; cf. 18:17). Es por esto que el autor de Hebreos describe que quienes profesan la fe en Cristo «gustaron… los poderes del siglo venidero» (He 6:5). En cuanto a su salvación, desde esa perspectiva los cristianos ya han llegado a su destino.
Al mismo tiempo, las Escrituras enseñan que el reino de los cielos todavía no ha llegado de forma plena y definitiva. El cumplimiento final de los propósitos salvíficos de Dios sigue siendo futuro. Dios sigue llamando a Su iglesia a «esperar de los cielos a Su Hijo, al cual resucitó de entre los muertos, es decir, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera» (1 Ts 1:10). Por esta razón, aunque los creyentes sigan enfrentando obstáculos inesperados, esquinas ciegas y fuerzas opositoras en su peregrinaje por este mundo, deben buscar primero el reino (Mt 6:33) y continuar orando por su plena llegada a la tierra (v. 10). En resumen, el reino prometido de Dios ya inició en Jesucristo, pero los creyentes deben esperar su revelación final en la tierra cuando Cristo regrese.
Estas realidades bíblicas dan una respuesta más matizada a la pregunta «¿Ya llegamos?» que la que damos a nuestros hijos en los viajes. Cuando los pecadores creen en Cristo, la respuesta en un sentido real es: «¡Sí!». Son unidos inmediatamente con Cristo y, en Él, disfrutan del acceso a su destino futuro. El autor de Hebreos anuncia que por medio de la fe en Cristo, los creyentes han llegado «a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles» (He 12:22). De la misma manera, Pablo dice que los cristianos están tan unidos a Cristo que, en Él, ya están sentados con Él en los lugares celestiales (Ef 2:6). Sin embargo, la respuesta a la pregunta de si hemos llegado también es: «¡No!». Todavía estamos esperando, todavía estamos buscando, todavía estamos caminando por fe y no por vista (cf. 2 Co 5:7). Por lo tanto, la respuesta más completa a nuestra pregunta sobre la llegada de los cristianos es: «¡Sí y no!». Dicho esto, esta respuesta paradójica alberga una verdad unificada y gloriosa: Los cristianos pueden y deben correr hacia el futuro con un celo sin límites porque ya han venido a Cristo por medio de la fe. Pueden esperar firmemente el regreso de su Salvador a la tierra porque ya son ciudadanos del cielo (Fil 3:20).
Así que, querido creyente en Cristo, sea lo que sea que tengas por delante, pon tus ojos en Jesús y corre con paciencia la carrera que tienes frente a ti (He 12:1). Pero hazlo sabiendo que te encuentras entre aquellos «para quienes ha llegado el fin de los siglos» (1 Co 10:11), pues Cristo ha traído «el fin de los siglos» hasta ti y pronto vendrá de nuevo por todos los que ansiosamente lo esperan (He 9:28).