
Fe salvífica
19 marzo, 2022
Santificación
19 marzo, 2022Adopción y unión con Cristo

Esta es la lección 13 de la serie de enseñanza del Dr. R.C. Sproul «Fundamentos III: El Espíritu Santo y la salvación».
Ser parte de la familia de Dios es un don. No es algo que los creyentes ganan, ni es algo que obtienen por la mera virtud de ser humanos. En esta lección, el Dr. Sproul explica el privilegio especial de ser hijo de Dios mediante la adopción y la unión con Cristo.
Transcripción
Cuando Juan escribió sus epístolas, él hizo una declaración de lo que yo llamo asombro apostólico. En la primera epístola que él escribió, en el capítulo 3, hace esta observación: «Mirad cuán gran amor nos ha otorgado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; y eso somos. Por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él. Amados, ahora somos hijos de Dios». Ahora, notamos aquí, en el tono de las palabras de Juan una sensación de asombro que parecería pasar por encima de nuestras cabezas en la cultura en la que vivimos hoy. Porque si hay algo que tendemos a dar por sentado y que nunca fue dado por sentado por la iglesia apostólica, es que somos los hijos de Dios. Ahora, hay razones para eso.
Hemos crecido en una cultura que ha sido fuertemente influenciada por la teología liberal del siglo XIX, y en el siglo XIX aumentó el interés por el estudio de las religiones del mundo, ya que las exploraciones habían recorrido el globo en aquella época. La gente empezó a conocer mejor las otras religiones, las cuales hasta ese entonces no habían tenido acceso por la fuerza pura de la distancia, y así vimos un frenesí de interés en el siglo XIX, particularmente en Alemania, por el estudio de la religión comparada. De hecho, la religión comparada se convirtió en una nueva disciplina académica. Y lo que sucedió durante ese período fue que los antropólogos, los sociólogos y los teólogos, en la medida que examinaban las religiones del mundo, trataron de llegar al núcleo de cada una de estas religiones para destilar la esencia y descubrir las similitudes entre hindúes, musulmanes, judíos, cristianos, budistas y otros.
Y Adolf von Harnack, por ejemplo, escribió un libro titulado en alemán, ‘La esencia del cristianismo’ y fue traducido también bajo el título, ‘¿Qué es el cristianismo?’, en el cual trató de reducir el cristianismo a su mínimo común denominador que compartía con otras religiones. Y dijo que la esencia de la fe cristiana se encuentra en dos premisas: una, la paternidad universal de Dios y la hermandad universal del hombre. Ambos conceptos, en mi opinión, no se enseñan en la Biblia. Hay una vaga referencia a la paternidad universal en el sentido de que Pablo, cuando se encontró con los filósofos en Atenas, citó a uno de los poetas seculares diciendo: Todos somos “linaje de Dios» en el sentido de que Dios es el creador de todas las personas. Pero la idea de la paternidad de Dios es algo que, en el Nuevo Testamento, es un concepto radical y no simplemente algo que tácitamente se asume que todo el mundo disfruta.
Pero debido a la influencia del liberalismo del siglo XIX y la religión comparada, como digo, hemos crecido en una cultura donde nos han dicho una y otra vez que todo el mundo es un hijo de Dios. Todos somos hijos de Dios. Y Dios es el padre de todos nosotros. Esa es una noción popular secular, pero no es la idea que vemos en la Sagrada Escritura. De nuevo, lo que Juan expresa aquí es una actitud de asombro. «Mirad cuán gran amor nos ha otorgado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» Está abrumado con esa comprensión. Y él dijo, por supuesto, «Amados, somos los hijos de Dios.» Ahora, como sugerí hace un momento, esa idea no era común en los tiempos bíblicos. De hecho, fue una idea radical: una innovación radical. He mencionado en otros cursos los estudios que hizo un estudioso europeo de nombre Joachim Jeremias. Y Jeremias hizo un estudio del concepto, bíblicamente, de la paternidad de Dios.
Y se dio cuenta, por ejemplo, de que en el Antiguo Testamento y entre el pueblo judío en la antigüedad, se instruía a los niños en títulos y frases apropiados con los que una persona podía dirigirse a Dios en oración. Y podía ser llamado el Soberano, el Gobernante o el Creador entre otros. Y lo que estaba notablemente ausente de esa larga lista de títulos aprobados por los cuales uno se dirigía directamente a Dios en oración fue el título de ‘Padre’. Sin embargo, en cambio, cuando llegamos al Nuevo Testamento y examinamos las oraciones de Jesús, en cada oración registrada de Jesús en el Nuevo Testamento – salvo una – Jesús se dirige directamente a Dios como su Padre. Eso no fue pasado por alto por sus contemporáneos. A propósito, Jeremias continuó diciendo que, además de la comunidad cristiana, la primera referencia impresa que podía encontrar de cualquier persona judía que se dirigiera directamente a Dios como Padre en oración fue en el siglo X d.C., en Italia.
En otras palabras, esto fue una desviación radical de la costumbre cuando Jesús se atrevió a dirigirse a Dios como Padre. Una vez más, sus contemporáneos no lo pasaron por alto porque esta es una de las cosas que indignó a los fariseos cuando escucharon a Jesús referirse a Dios como su Padre. Lo tomaron como una afirmación tácita a la deidad. Se está haciendo igual a Dios. ¿Por qué llegarían a esa conclusión? No concluiríamos eso hoy si escuchamos a alguien dirigirse a Dios como Padre. No pensaríamos que eso indicaría algún tipo de arrogancia o de pretensión especial de deidad. Pero los contemporáneos de Jesús lo hicieron porque entendían el carácter radical de eso. Ahora, una de las cosas que es aún más sorprendente, es que Jesús no sólo se dirigió a Dios como su Padre, sino que cuando sus discípulos vinieron a Él y le pidieron que les enseñara a orar, Él les dijo en primera instancia: «Vosotros, pues, orad de esta manera: «Padre nuestro que estás en los cielos…»” Y la primera palabra de la Oración del Señor es radical sin medida. Eso mismo – que Jesús dijo no solo voy a dirigirme a Dios como Padre, sino que ahora los invito a hacer exactamente lo mismo para que cuando oren le digan a Dios: «Padre nuestro». Y Él extiende el privilegio de dirigirse a Dios como Padre a sus discípulos.
Ahora, ha habido algunos movimientos distorsionados que abundan en la comunidad cristiana de luz y lugares donde se ha visto un tremendo impacto en la iglesia por parte del Movimiento de la Nueva Era. Pienso, por ejemplo, en Paul Crouch de un canal cristiano, quien a pesar de las súplicas de teólogos serios para que no lo haga, repetidas veces ha declarado a su audiencia este comentario. Y he visto hacer eco de esto a otros líderes en nuestros días. El comentario de Crouch es el siguiente: que cualquier cristiano que es habitado por el Espíritu Santo es tanto la encarnación de Dios, así como Jesús lo fue. Quiero decir, me asombra que cualquiera que lleve el nombre de Cristo haga una declaración tan extravagante que negaría la singularidad de Cristo en su encarnación. Pero creo que lo que ocurre aquí es que los cristianos se están dando cuenta de algo de la importancia de poder ser llamados hijos de Dios, pero se están dejando llevar por eso hasta tal punto que oscurecen la singularidad de la filiación de Cristo.
Ahora, esa idea de la filiación de Cristo también es fundamental para el Nuevo Testamento. No sólo fue radical que Jesús se dirigiera a Dios como Padre, sino que hay tres referencias en el Nuevo Testamento en las que se escucha a Dios hablar audiblemente desde el cielo. Y en las tres ocasiones, lo que Dios está declarando desde los cielos, audiblemente, es la filiación de Jesús. «Este es mi Amado Hijo en quien me he complacido». «Este es mi Hijo… a Él oíd». Entonces, debemos ser muy cuidadosos para proteger la singularidad de la filiación que Cristo tiene con el Padre. En efecto, se le llama el monogenés o el único engendrado del Padre. Y, por supuesto, Jesús explica que por naturaleza no somos hijos de Dios; por naturaleza somos hijos de ira; por naturaleza somos hijos de Satanás. El único que puede pretender ser un hijo de Dios inherentemente, o naturalmente, es Jesús mismo. Así que la pretensión de ser hijos de Dios no es una afirmación que simplemente podamos asumir en virtud de nuestra humanidad. Y, sin embargo, Juan dice, somos hijos de Dios. ¿Cómo puede ser esto?
Bueno, volvamos atrás, a los escritos de Juan, el primer capítulo de su Evangelio, donde en el prólogo del Evangelio de Juan leemos en el versículo 10: «En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por medio de Él, y el mundo no lo conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre, que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios.» Ahora, otras traducciones dicen: «Mas a todos los que le recibieron… les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. O «el privilegio de llegar a ser hijos de Dios». En este caso era «el derecho de llegar a ser hijos de Dios».
La palabra que está en el griego, hay una palabra poderosa para autoridad; es la misma palabra usada para Jesús, por sus contemporáneos, cuando se admiraban de Él y decían, ya sabes: Él habla no como los escribas y los fariseos, sino “como quien tiene autoridad.» Es la misma palabra aquí: que esa autoridad extraordinaria nos es dada por el Espíritu Santo, que se nos da el derecho de ser llamados hijos de Dios. Así que una vez más, lo primero que aprendimos aquí es que ser hijos de Dios es algo que es un don, no se gana, no es algo que sea recibido inherentemente por nacimiento natural.
Entonces, ¿cómo lo recibimos? Bueno, vemos luego en la carta de Pablo a los romanos, en el capítulo 8, en el que hace este comentario en el versículo 12: «Así que, hermanos somos deudores, no a la carne, para vivir conforme a la carne, porque si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si en verdad padecemos con Él a fin de que también seamos glorificados con Él». Así que tienen la idea aquí. ¿Cómo somos hijos de Dios? Por adopción.
Mencioné en nuestra sesión anterior que este es uno de los frutos de la fe, uno de los frutos de nuestra justificación. Que cuando nos reconciliamos con Dios, Dios no sólo nos da paz, sino que Él nos lleva a su propia familia. De hecho, esta es una de las figuras importantes para la iglesia en el Nuevo Testamento, que la iglesia es la familia de Dios. Y es una familia donde hay un Padre y hay un Hijo y luego todos los demás en la familia son adoptados. Todos somos hijos adoptivos de Dios. Y es por eso que miramos a Cristo como nuestro hermano mayor, y hemos sido hechos herederos de Dios porque somos coherederos con Cristo, porque el verdadero hijo de Dios pone a disposición todo lo que Él recibe en su herencia – su legado completo – Él comparte con sus hermanos y hermanas.
Así que eso es algo que nunca debemos dar por sentado y cada vez que decimos la oración del Señor y decimos, «Padre nuestro», debemos temblar y expresar de nuevo el asombro que Juan expresó más tarde en su perplejidad de que nosotros, de entre todas las personas, seamos llamados hijos de Dios y, sin embargo, en virtud de nuestra adopción lo somos de verdad. Porque la adopción para Dios es real. No hay membresía de segunda clase en su familia. Podemos distinguir entre los hijos naturales de Dios y los hijos adoptados de Dios. Pero una vez que se lleva a cabo la adopción, no hay diferencia en el estatus de miembro de su familia. Él da a todos sus hijos la medida completa de la herencia que pertenece al Hijo legítimo.
Ahora, ¿cómo sucede esto? Otro punto que debemos ver en nuestro estudio de nuestra salvación aquí, es que en nuestra adopción también disfrutamos de lo que se llama la unión mística del creyente con Cristo. Ahora, tan pronto como describimos algo como místico, con ello estamos diciendo que va más allá de nuestra capacidad el expresarlo en categorías normales. Trasciende lo natural y, en cierto sentido, es inefable. Pero obtenemos una pista de esto mediante un estudio de las preposiciones que encontramos en el Nuevo Testamento. Hay dos preposiciones, las cuales podrían ser traducidas por la palabra en español ‘en’. Y son las palabras griegas ‘en’ y ‘eis’. Pero la distinción técnica entre estas dos palabras es importante.
La palabra ‘en’, la preposición ‘en’ significa ‘en’, »dentro de’; mientras que la preposición ‘eis’ significa ‘en, a’. Cada vez que el Nuevo Testamento llama a la gente a creer en el Señor Jesucristo, ya sabes: «¿Qué debo hacer para ser salvo?» Bueno, cree en el Señor Jesucristo y serás salvo. Es interesante que la palabra que normalmente se usa en esos llamados evangelísticos o invitaciones es la palabra ‘eis’. Y realmente lo que el Apóstol está diciendo, él dice, es creer en/a Cristo. No sólo creer algo de Él, como queremos decir cuando decimos que crees en algo. Crees en el hada de los dientes o crees en Papá Noel. Aquí no es sólo creer que hay un Jesús, sino que es un creer a Cristo. Y si dibujo un círculo aquí en el tablero y lo llamamos una habitación, y todo lo que está fuera del círculo es el patio exterior, para que yo llegue de aquí a allá tengo que pasar por una puerta o encontrar una manera de mudarme a esa esfera o a ese círculo.
Ahora, una vez que hago la transición, una vez que cruzo el umbral desde el exterior hasta el interior y entro a esta cámara, entonces estoy adentro. Estoy dentro de la habitación. Ven, entrar es el ‘eis’. Una vez que estamos allí, tenemos el ‘en’. Ahora, estas dos palabras, como digo, son tan importantes porque en el Nuevo Testamento no sólo se nos dice que creamos en Cristo, sino que las Escrituras del Nuevo Testamento nos dicen que todos aquellos que tienen fe genuina están en Cristo Jesús. Que estamos en Cristo y Cristo está en nosotros; que hay una unión espiritual entre cada creyente cristiano y Cristo mismo. Y esto tiene implicaciones radicales para la iglesia, como veremos más adelante, y como dije hace un momento, todos compartimos una adopción común para que todos seamos parte de la familia de Dios.
Pero no sólo eso, todos somos parte de la comunión mística de los santos. Si estoy en Cristo y Cristo está en mí, si hay una unión donde decimos que esto es Cristo y yo entro en Cristo – Él está en mí, yo estoy en Él – y tú entras en Cristo y estás unido con Cristo y Cristo está en ti, ¿qué dice eso acerca de mi relación contigo? Ven, esta unión mística se extiende más allá de nuestra incorporación individual a Cristo, pero se convierte en el fundamento y el vínculo para la comunión espiritual trascendente que todos los cristianos disfrutan con todos los demás cristianos. Y también tiene un impacto indirecto en nosotros cuando lo entendemos. Que si eres mi hermano o eres mi hermana y Cristo está en ti y tú estás en Cristo, entonces cualquier problema que tenga contigo, tengo que ser capaz de entender que esta unión que ambos compartimos con Cristo trasciende esas dificultades.
Entonces, esto no es sólo un concepto teórico, sino que realmente detalla las profundidades y riquezas de esa familia que es una familia más fuerte con un lazo y vínculo más fuerte que incluso el de las familias biológicas que disfrutamos en este mundo. Este es el fruto de nuestra adopción.