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Transcripción
Ahora piensa en Isaías. No he hecho ninguna encuesta moral del siglo VIII en Israel, pero no puedo imaginar que hubiese algún ser humano paseándose en la nación judía en aquel entonces que, humanamente hablando, fuera más justo que Isaías. Isaías era de los seres humanos más justos que se podían encontrar en aquellos días, y tiene esta visión de la santidad de Dios, y lo primero que hace cuando ve la santidad de Dios es gritar de terror. La versión de la Reina Valera registra sus palabras de esta manera: «¡Ay de mí, que soy muerto!».
Sé que las traducciones más recientes han tratado de cambiar el vocabulario de Isaías aquí porque nadie habla así más. Nadie dice: «¡Ay de mí!». Esa expresión es algo anticuada. Es un arcaísmo. Es como si alguien dijera: «De cierto» o «¡Ah, ah!». Nadie habla de esa manera, a menos que tengas algún amigo judío. A veces, cuando las cosas van mal, ellos dicen: «Oivei es mir», que es la forma judía de la misma expresión aquí: «¡Ay de mí!». Pero mayormente no escuchamos a la gente hablar de este modo en nuestra cultura, y por eso los traductores, tratando de comunicar la Palabra de Dios en el lenguaje moderno, quitan algunas de estas expresiones arcaicas. Pero, al hacerlo, por desgracia, caemos en el peligro de perder otra de esas joyas semiocultas de la literatura bíblica.
Hay una razón por la que Isaías utiliza la palabra «¡ay!». En el Antiguo Testamento, un profeta era un ser humano ungido por Dios para ser su portavoz. La definición simple que distinguía al profeta del sacerdote en Israel era esta: era la tarea del sacerdote hablar con Dios en nombre del pueblo, pero la tarea del profeta era hablar con el pueblo en nombre de Dios. De modo que, cuando el profeta pronunciaba su mensaje, no introducía su declaración diciendo: «En mi humilde opinión», o «Considero que», o «Creo que quizás este puede ser el caso». Esa no era la forma en la que se dirigían a la gente. ¿Sabes lo que hacían cuando daban su mensaje? Introducían sus palabras diciendo: «Así dice el Señor», porque entendían que eran vasos de anuncio divino.
Ahora, de nuevo, la forma literaria común a los profetas de Israel era la forma que conocemos como oráculo. Estoy seguro de que has escuchado acerca de un oráculo griego, como el oráculo de Delfos, que solía dar estos anuncios sobre el futuro. Pues entre los judíos, el recurso literario oracular, el oráculo, era de dos tipos. Había oráculos de bienestar y oráculos de aflicción. Esto significa simplemente que había anuncios que procedían de Dios que eran buenas noticias, y había anuncios que venían de Dios que eran malas noticias. Un oráculo de bienestar o un oráculo de prosperidad usaba una palabra importante para introducir buenas noticias, y era la palabra «bienaventurado».
Jesús obviamente usa la forma del oráculo, consciente de su rol como profeta, cuando predica el sermón del monte. Las personas de su tiempo habrían reconocido la importancia de su comienzo, dando esta lista de palabras diciendo: «Bienaventurados los pobres en espíritu. Bienaventurados los que lloran. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Bienaventurados los limpios de corazón», y así sucesivamente. «Bienaventurados los pacificadores». Él estaba pronunciando el oráculo de bendición de Dios sobre el pueblo, la bendición divina, para los que hicieran ciertas cosas.
Pero la otra cara del oráculo de bienestar era el oráculo de aflicción, que era un anuncio sombrío y aterrador del juicio de Dios. Escucha al profeta Amós, cuando anuncia el juicio de Dios sobre las naciones y sobre las ciudades: «Por tres transgresiones y por cuatro de Damasco, ¡ay de vosotros!». Jesús, cuando dio su denuncia mordaz contra los fariseos, introdujo sus palabras de juicio usando el oráculo profético del Antiguo Testamento diciendo: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque recorréis el mar y la tierra para hacer un prosélito, y cuando llega a serlo, lo hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros».
Mencioné en nuestra primera sesión lo raro que es, en toda la Escritura, elevar algo al nivel repetitivo del superlativo, y dije que el único atributo de Dios que se repite al tercer grado es el atributo de la santidad: santo, santo, santo. Pero no es lo único que se repite hasta el tercer grado. El profeta Jeremías, cuando fue y pronunció el juicio de Dios ante el Templo de los judíos, les dijo: «Vosotros venís y decís: “Este es el templo del Señor, el Templo del Señor, el Templo del Señor”». Jeremías estaba diciendo, en efecto: «Vuestra hipocresía es a la enésima potencia. Confiáis en palabras mentirosas, palabras que no producen nada».
Y la hora más oscura de este planeta se nos predice en el Apocalipsis del Nuevo Testamento, donde se nos dice que, en la última hora, la copa de la ira divina se derramará sobre este planeta. Se nos dice de esta figura celestial que vuela por el cielo oscurecido, anunciando el juicio final de Dios con la repetición de una palabra. ¿Y qué dice? «¡Ay, ay, ay!». No queremos estar cerca cuando ese pájaro empiece a cantar.
Pero, ¿ves lo que sucede aquí en el sexto capítulo de Isaías? El que es llamado por Dios y apartado, cuyas palabras, las mismas palabras de Dios mismo en su boca, el primer oráculo que pronuncia es un oráculo de condenación sobre sí mismo: «¡Ay de mí!». Tan pronto como Isaías ve la santidad descubierta de Dios, por primera vez en su vida, entiende quién es Dios. Y, en el segundo en que Isaías entendió quién era Dios, por primera vez en su vida, entendió quién era Isaías. Y lo que salió de su boca fue algo parecido a un grito primordial, en el que se maldice a sí mismo: «¡Ay de mí, que soy deshecho!».
Conozco que las traducciones más modernas utilizan «que soy muerto», pero me gusta esta más antigua, «deshecho», por esta razón: si nos fijamos en lo que está pasando aquí a través de los lentes del psicoanálisis moderno, podríamos describir esta experiencia que narra Isaías como una experiencia de desintegración psicológica, es decir, des-integración. Utilizamos palabras para describir a una persona que está sana. Decimos que esa persona está «entera». Todo funciona bien. Y cuando vemos a alguien que está perdiendo la cabeza, ¿qué decimos? Que se está «cayendo a pedazos». ¿No es interesante que un sinónimo que usamos para la «virtud» en nuestro idioma sea la palabra «integridad»? Es decir, tener todo lo relacionado con nuestra vida bien unido, de forma coherente y consistente.
Ahora, señoras y señores, aquí tenemos al hombre más íntegro de entre el pueblo judío, que llega y logra dar un vistazo a la santidad de Dios, e inmediatamente sufre una desintegración. Se hace pedazos. Eso es lo que pasa con las personas que dan un vistazo al carácter de Dios, porque, ¿te das cuenta de que pasamos toda nuestra vida cubriéndonos del verdadero carácter de Dios? Debido a que nuestra doblez natural, nuestra inclinación natural, amados, es escondernos de Él porque sabemos instintivamente que, tan pronto como el Santo aparece, se expone y revela cualquier cosa y cualquier persona que no sea santa, en virtud de ese estándar. Tenemos una justificación para cada pecado que cometemos. Somos maestros del autoengaño. Calvino afirma lo siguiente: «Mientras nuestra mirada esté fija en el suelo, estamos a salvo. Nos adulamos a nosotros mismos. Nos dirigimos a nosotros mismos como semidioses, ligeramente inferiores a deidades eternas. Hacemos lo que el apóstol Pablo nos advirtió no hacer cuando dijo: “Los que se miden a sí mismos por sí mismos y se comparan consigo mismos, no son juiciosos”».
Déjeme decirle algo acerca de la naturaleza humana. Podríamos salir a las calles de cualquier ciudad y hacer esta pregunta a todo el mundo en la calle, y no puedo creer cuánta gente la contestaría de la misma manera. Si le dijera a la gente: «¿Es usted perfecto?», estaría dispuesto a apostar que noventa y nueve de cada cien personas interrogadas, sin importar cuál sea su trasfondo, dirían: «No, yo no soy perfecto». El axioma por el que todo el mundo votaría es que nadie es perfecto. Humanum est errare —errar es humano. Nadie es perfecto, pero eso no parece molestarnos en absoluto. No hay una sola persona de cada mil que negaría el no ser perfecta. (Eso es un doble negativo. Permítanme decirlo de otra manera). No hay una sola persona en mil que afirmaría ser perfecta. Y, amados, no hay una sola persona en mil que entienda la gravedad de no ser perfectos porque el estándar por el cual serán juzgados en última instancia no es una curva, sino el estándar de la perfección de Dios.
Ahora escucho esto: «Claro, todo el mundo tiene derecho a cometer un error». ¿Quién lo dice? ¿Cuándo dijo Dios: “Todos podéis cometer un error, un pecado gratis, un acto gratuito de traición contra mi autoridad, un insulto gratuito a mi integridad”? Nunca lo dijo, ¿o sí? Pero, incluso si lo hubiese dicho, ¿cuánto tiempo hace que usaste el tuyo? «Todo el mundo tiene derecho a un error». Espero que tengamos derecho a más de uno. Mejor dicho, uno por segundo. Pero ya ves, estamos cómodos con nuestra imperfección. Nos juzgamos los unos a los otros. No importa qué tan avergonzado esté de las debilidades en mi vida —y, a veces, cuando miro dentro de mí, me doy asco. ¿No te sientes así? ¿Alguna vez te has dado asco a ti mismo? ¡No puedo creerlo! No puedo creer que sea tan egoísta, o no puedo creer que sea tan codicioso o lujurioso, o lo que sea. Pero somos rápidos para excusarnos porque miramos alrededor y siempre podemos encontrar a alguien que es más depravado que nosotros, al menos en la superficie. Así que podemos ser como el publicano, o el fariseo, que Jesús dijo que subió al templo a orar y dijo: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como ese miserable de ahí». Y así encontramos la manera de excusarnos a nosotros mismos y halagarnos hasta que vemos el estándar, y cuando eso sucede, quedamos deshechos como Isaías. Cuando vio la santidad pura, comprendió lo que él no era. No pudo soportarlo y cayó sobre su rostro, y gritó de dolor diciendo: «¡Ay de mí, que soy deshecho! Porque soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros, y mis ojos han visto al Rey, Jehová de los ejércitos». Me pregunto por qué dijo lo que dijo. Cuando él clama ahora en su terror, dijo: «Estoy deshecho porque tengo una boca sucia». Me pregunto por qué. ¿Por qué su boca?
Si lees la enseñanza de Jesús, una de las cosas que se ven en su enseñanza, una y otra vez, es una lección que casi nadie cree. Jesús —si Jesús de Nazaret enseñó algo— enseñó en varias ocasiones que algún día todos los seres humanos serían llamados ante el tribunal de Dios, que cada uno de nosotros tendrá que dar cuentas ante el Santo Creador del cielo y de la tierra. Y Jesús dice que, en ese día, toda palabra ociosa que hemos hablado será puesta en juicio, todo lo que jamás hemos hecho, todo lo que jamás hemos dicho, cada promesa que hemos hecho y roto, cada declaración blasfema que ha salido de nuestra boca, toda palabra calumniosa que hemos dicho contra el prójimo será puesta sobre la mesa. Jesús dijo: «No es lo que entra en la boca de un hombre lo que lo contamina, es lo que sale». Dios nos ha dado nuestra boca como vehículo para alabarle, para expresar su verdad, y, en su lugar, la hemos usado para mentir, hacer daño a otros, blasfemar contra Dios. Tenemos bocas sucias. Cuando Isaías vio la santidad de Dios, su mano se dirigió instintivamente a su boca, mientras gritaba esta maldición sobre sí mismo.
Ahora, señoras y señores, ¿qué hizo Dios? ¿Dios miró desde el trono y vio a su siervo retorciéndose en el polvo, en todo su remordimiento y arrepentimiento, como un monje medieval en un monasterio autoflagelándose, y le dijo: «Ya, ya, ya… Isaías. Te estás tomando demasiado en serio. No te preocupes de forma tan morbosa por tu propia culpa. Les vas a dar material de estudio para toda una vida a gente como Sigmund Freud, si sigues así. No seas tan neurótico. Estás impedido por la culpa. Seguro has estado leyendo a Jonathan Edwards o a Andrew anticipando a la reina Victoria»? Eso no fue lo que hizo.
¿O acaso Dios vio a su siervo retorciéndose en el suelo y le dijo: «Sufre, gusano miserable. Mereces ser deshecho y estar arruinado. Adelante. Deja que la maldición caiga sobre ti. Estoy harto de personas como tú, Isaías. Nos vemos»? Tampoco fue eso lo que hizo.
Les voy a decir algo más que no hizo, señoras y señores. Dios no le habló a Isaías acerca de la gracia barata. Dios no dijo: «Mira, Isaías, todo lo que quiero que hagas es firmar tu nombre en una tarjeta de membresía o levantar tu mano, y podrás entrar en mi reino». No. Dios vio a su siervo en dolor e hizo una señal a uno de los serafines, y el serafín se acercó al altar, donde los carbones al rojo vivo ardían en el lugar santo. Y las brasas estaban tan calientes que incluso la piel del ángel no podía tocarlas. Tuvo que usar pinzas, y, con estas pinzas, tomó uno de estos carbones al rojo vivo y voló hacia Isaías; y leemos en el texto que colocó este carbón caliente en sus labios.
¿Saben lo sensibles que son los labios humanos? Es con nuestros labios que expresamos una de las formas más íntimas de la comunicación táctil: el beso. Las terminales nerviosas de los labios son hipersensibles, y, sin embargo, este hombre tuvo la experiencia de tener un carbón caliente colocado justo sobre sus labios. Sabes que lo que pasó fue que, tan pronto el carbón tocó sus labios, apareció una enorme ampolla sobre ellos. Se puede oír su carne chisporroteando. ¿Por qué? ¿Porque Dios estaba siendo cruel e inusual en su castigo de Isaías? No. El carbón se aplicó para cauterizar sus labios, para purificarlos, para curarlos, a fin de prepararlos para el mensaje que iba a dar. Escucha lo que dice:
«Uno de los serafines voló hacia mí con un carbón encendido en su mano, que él había tomado con pinzas desde el altar, y con él tocó mi boca. Y dijo: “Mira, esto ha tocado tus labios. Tu maldad ha sido borrada, y tu pecado, perdonado”».
Soy protestante por convicción, pero una de las cosas que echo de menos de la tradición católica romana es el confesionario. Sí, el confesionario está en el corazón de la controversia protestante, pero sólo uno de los elementos, y tenemos una tendencia a botar al bebé junto con el agua de baño. Qué ganas de poder ir a algún lugar, a alguien que puedo ver, oír y experimentar su verdadera presencia, y decir: «Padre, he pecado. Esto es lo que he hecho», y enumerar mis rebeliones, sacarlas de mi pecho, y luego ser capaz de ponerme de rodillas y escuchar a alguien decir, en el nombre de Jesucristo: «Te absuelvo. Tus pecados te son perdonados».
¿Cómo me gustaría que Cristo entrara en esta habitación ahora mismo y caminara hasta ti, de forma privada, y te dijera: «Conozco cada uno de tus pecados, pero ahora quiero decirte que todo pecado que alguna vez has cometido en tu vida es perdonado. Tu maldad ha sido borrada. Nunca más tendrás que preocuparte por los pecados que has cometido contra Dios. Yo te perdono y te limpio en este momento y para siempre»? ¿Qué darías por escuchar a Jesús decir eso en este momento? Eso es lo que Dios le dijo a Isaías: «Se ha ido, Isaías. Toda tu culpa. No tienes que hablar más de la maldición. La he quitado. Tus pecados te son perdonados. Han sido expiados».
Y ahora, mientras Isaías trata de lidiar con eso, Dios habla una vez más, y dice: «¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?» ¿Y qué es lo primero que dice Isaías después de maldecirse? «Heme aquí, envíame a mí». Note que él no dijo: «Aquí estoy», que sería decirle a Dios su ubicación geográfica. No, él dijo: «Dios, heme aquí». Difícilmente podía decirlo a través de esos labios. Señoras y señores, el precio del arrepentimiento es muy, muy doloroso. El verdadero arrepentimiento es sincero delante de Dios, y entrar en la presencia del Dios santo es algo doloroso, pero cuando venimos humildemente, como lo hizo Isaías, cuando llegamos sobre nuestro rostro, Dios está dispuesto a perdonar, a limpiar y a enviar. La única justificación para la misión de cualquier misionero, para cualquier predicación de cualquier predicador, es que esa persona ha experimentado el perdón de Dios.
Oremos. Padre, también tenemos bocas sucias, y no podríamos sobrevivir en tu presencia de no ser por la expiación que has hecho por nosotros en Cristo. Oramos para que podamos conocer tu perdón ahora y para siempre, para que podamos decirte: «Heme aquí, envíame a mí». Amén.