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Transcripción
Era una tarde de otoño en mi último año en el seminario teológico de Pittsburgh, y recuerdo con claridad que estaba estudiando por mi cuenta en la biblioteca. No sabía lo que estaba pasando hasta que una señora o alguien allí dijo en voz alta, que fue muy directa: «Alguien le ha disparado al presidente».
¿Se imaginan un anuncio como este y lo que podía causar en las rutinas diarias y normales de las personas? Corrí hacia afuera y, como el resto de los estadounidenses, me pegué a la radio para escuchar los boletines de última hora mientras el presidente Kennedy estaba luchando por su vida. Y luego, por supuesto, se hizo el anuncio de que había muerto.
Al día siguiente, las próximas semanas, los meses siguientes, el pueblo de los Estados Unidos estuvo preocupado con este momento trágico de nuestra historia: la muerte súbita de un presidente muy popular. Pero sea el momento que sea, señoras y señores, en que el líder del poder ejecutivo, el rey o el primer ministro de una nación fallece, es un momento solemne y muy serio para la nación. Pues eso fue cierto en Israel, así como en los Estados Unidos. Ya que en el siglo VIII, un rey llegó al trono de Jerusalén y empezó a reinar a los 16 años, reinando en Jerusalén por más de 50 años. Imagínense, más de la mitad de un siglo. Él no fue el rey más famoso en la historia judía o el rey más importante de la historia judía, pero sin duda estaría entre los cinco primeros. Su nombre era Uzías, y lo que Uzías logró en su reinado fue establecer la última reforma espiritual significativa para su pueblo.
Y cuando murió —y falleció, a propósito, en desgracia porque fue una especie de héroe trágico, salido de Shakespeare, que violó sus propios principios de ética y espiritualidad en el último año de su vida—, pero cuando murio, su muerte como que marcó un momento crucial, un antes y un después de la historia judía. Porque desde ese día la vida espiritual y la vitalidad de la nación judía entró en un profundo declive del que nunca pudo recuperarse.
Creo que es significativo en la providencia de Dios que, cuatro años después de que Uzías muriera, la ciudad de Roma fue fundada y hubo un cambio cultural que le dio forma a todo el futuro destino de la historia. Pero en medio de las luchas de esta nación, Dios llamó a un hombre a la sagrada vocación de profeta. Y algunos lo llamarían el mayor profeta de la historia del Antiguo Testamento: un hombre que no sólo era religioso, sino que también era un estadista por derecho propio, que dialogó con varios reyes durante todo su ministerio.
Él fue un profeta que dijo que algún día en el futuro una virgen concebiría y daría a luz un hijo, y que el nombre que se le daría sería Emmanuel. Fue el profeta que dijo que en el futuro el siervo del Señor vendría y llevaría los pecados de su pueblo. Su nombre, por supuesto, era Isaías, y el registro de su llamado como profeta se encuentra en el sexto capítulo del libro que lleva su nombre.
Quisiera leerles ahora la primera parte de ese registro: «En el año de la muerte del rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y la orla de su manto llenaba el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces diciendo: «Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos; llena está toda la Tierra de su gloria». Y se estremecieron los cimientos de los umbrales a la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo».
Quiero que se fijen en este breve pasaje que he leído, en donde Isaías presenta esta experiencia que tuvo en el año que muere el rey Uzías. Lo que ocurrió fue que Dios abrió la cortina, él removió el velo desde el mismo cielo, y, como Juan, quien siglos después en la isla de Patmos echaría un vistazo al interior del cielo, Isaías el profeta vio al Señor en su trono en el mismo cielo.
Y como Juan, quien siglos después en la isla de Patmos echaría un vistazo al interior del cielo, Isaías el profeta vio al Señor en su trono en el mismo cielo. Ahora, si usted ve en su Biblia, verá que dice: «En el año de la muerte del rey Uzías, vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y la orla de su manto llenaba el templo».
Si se fija en su Biblia, verá la palabra «Señor» y estoy seguro de que está escrito con «S» mayúscula. Así está en sus Biblias, en la versión de las Américas. En el canto de los serafines, donde dice: «Santo, santo, es el Señor de los ejércitos», allí podrá notar que hay esa misma palabra «Señor» pero todo en mayúsculas. ¿Cuántos de ustedes notan eso en el texto?
Bien, es algo muy común encontrar esto en las traducciones de la Biblia, y no se trata de un error tipográfico, sino que los traductores están tratando de señalarnos que algo inusual está pasando aquí. Aunque la misma palabra «Señor» se repite en el texto, el hecho de que se impriman de forma diferente indica que hay dos palabras hebreas muy diferentes detrás del texto. Cada vez que ves «Señor» en mayúsculas en las Américas o la NBI es porque se trata del término hebreo que se traduce en la RV60 como «Jehová», el nombre que Dios le reveló a Moisés en el desierto cuando dijo: «Yo soy el que soy». Ese es el sagrado nombre de Dios, el santo nombre de Dios: Jehová.
En el verso uno, esta es la palabra «Señor» solo con «S» mayúscula, y se traduce una palabra diferente, que es el término hebreo «Adonai». Ese es el título más exaltado que el Antiguo Testamento usa para Dios. Se le han dado muchos títulos en el Antiguo Testamento, pero este es su título supremo. En las Américas, en el Salmo 8 leemos: «Oh Señor, Señor nuestro, cuán glorioso es tu nombre en toda la Tierra». ¿Qué hay allí? «Oh Jehová, nuestro Adonai, cuán glorioso es tu nombre en toda la Tierra».
La RV 60, en el Salmo 110, dice: «Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra». Una declaración fantástica que se encuentra en el Antiguo Testamento, donde David escribe: ahora Jehová está hablando con otra persona y atribuyéndole a esa tercera persona el título «Adonai», el título reservado para Dios mismo.
No es casualidad, señoras y señores, que el versículo más citado y aludido del Antiguo Testamento en el Nuevo Testamento sea el Salmo 110, donde Pablo dice que a Jesús se le dio un nombre que es sobre todo nombre: el título «Señor», Adonai, el nombre que originalmente le pertenece a Dios y solo a Dios. Ahora, el significado del término «Adonai» simplemente es «el soberano».
Y ve lo que acaba de pasar: el rey está muerto. Es un tiempo de incertidumbre y duelo en la Tierra y en el pueblo judío. Isaías viene en nombre de su pueblo y mira y contempla con atención al interior del mismo cielo, y no ve a Uzías, ni tampoco a Ezequías, ni al mismo David. Él ve a Adonai, el soberano supremo coronado en el cielo. Estoy personalmente convencido de que lo que está teniendo es una visión preencarnada de la coronación de Cristo mismo en su completa majestad.
Él dijo: «Vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y la orla de su manto llenaba el templo». Me encanta esa frase: «la orla de su manto llenaba el templo».
Deben saber que en la antigüedad, el ropaje de los monarcas era una medida de su prestigio. El protocolo internacional reconocería los distintos niveles de magnificencia en sus ropajes. Si un rey vestía armiño, ya era increíble. Si usaba piel de Marta, era aún mejor. La piel de visón era como de segunda o tercera categoría, y quienes vestían túnicas de tela simple tenían que sentarse atrás durante las reuniones de los reyes.
Pero, ¿has oído lo que Isaías está diciendo aquí? Cuando vio esta visión del Rey celestial, vio a un Rey cuyos resplandecientes vestidos se extendían y ondulaban a los lados del trono, continuaban a lo largo de todo el templo, se desperdigaban hasta la parte de la entrada trasera y se desparramaban por todo el edificio. Lo que está viendo es una experiencia visual de la majestad divina, que está enfocada en la magnificencia del ropaje.
Luego dice que por encima del trono de Jehová y Adonai, el Señor, había serafines. Cada uno tenía seis alas. Esta es la única referencia en la Biblia a estas criaturas a las que se les llamó serafines. Algunos han tratado de identificarlos con los querubines, pero creo que, ya que la Biblia los distingue, necesitamos también distinguirlos. Sabemos muy poco de ellos, excepto que son parte de las huestes celestiales, esos seres que fueron creados especialmente por Dios para servirle día y noche en su presencia inmediata.
Y si leemos la descripción que Isaías da de ellos, pareciera como si tuvieran una apariencia extraña, pues se nos dice que tenían seis alas. Déjenme detenerme aquí por un segundo y hacer un comentario. Cuando Dios crea criaturas, Él lo hace con una cierta economía creativa. Él nunca desperdicia material. Tiene una increíble y extraordinaria habilidad para crear, lo hace de una manera tal que sea adaptable y adecuada para su entorno.
Dios hace los peces con agallas y aletas porque su hábitat natural es el agua. Él hace las aves con alas y plumas porque su medio ambiente será en el aire. Y así, cuando Él crea seres angelicales cuya tarea y función específica en la creación es ministrarle en su inmediata presencia, los crea de tal forma que sean aptos en ese ambiente. Por lo tanto, se nos dice que se les da dos pares adicionales de alas. Y con dos cubrían su rostro.
Piensa en que estos seres angelicales ministran a diario sin ningún velo en la presencia inmediata del Dios todopoderoso, cuya gloria es tan refulgente, tan penetrante, que incluso los ángeles deben protegerse de mirar directamente a su rostro. Recuerda la historia en el libro del Éxodo, cuando Moisés, representando al pueblo de Dios, fue convocado por Jehová al Sinaí para recibir la ley de Dios.
¿Sabes que Moisés subió al monte en medio de las nubes y fue como si fuera tragado por esa montaña? Y mientras Moisés estaba en la montaña, habló con Dios. Recuerda que esta conversación, si sincronizamos un poco, sería algo como esto: Moisés le dijo a Dios: «He visto algunas cosas magníficas en mi vida. Me has mostrado la zarza ardiente, he visto las plagas con las que tú devastaste a los egipcios. Te vi separar el mar y llevar toda una nación a través de tierra seca. He visto que tú provees de forma milagrosa y sobrenatural desde el cielo para nosotros. Pero ahora déjame verlo mejor, lo más grande, Dios, por favor, déjame ver tu rostro».
Dios dijo: «Moisés, ya deberías haber aprendido. ¿Sabes qué? He dicho que ningún ser humano me verá y vivirá. Tú no puedes ver mi rostro. Pero esto es lo que haré. Hoy labraré un pequeño hoyo en una roca y te voy a poner en la hendidura de esa roca, y entonces te cubriré. Yo voy a pasar y te permitiré ver mi espalda» (en hebreo dice «las caderas de Jehová»), «pero mi rostro no se verá».
Y así, Dios puso a su siervo en la hendidura de la roca y permitió que su gloria pasara. Y, señoras y señores, por una fracción de segundo Moisés tuvo un vistazo de la gloria indirecta de Dios. ¿Y qué pasó? Cuando bajó del monte y la gente vio esta silueta que se aproximaba en la distancia, se emocionaron por el regreso de su líder y se apresuraron en ir a encontrar y saludar a Moisés. Y, de repente, retrocedieron temerosos. Se postraron y comenzaron a suplicar a Moisés diciendo: «Moisés, Moisés, cubre tu cara». Ellos no podían soportar verle.
¿Por qué? Porque el rostro de Moisés estaba brillando con tal resplandor y tal intensidad que cegaba a la gente. Y lo que el pueblo estaba viendo, damas y caballeros —piensen en esto—, fue simplemente un reflejo en un rostro humano producto de un vistazo indirecto de la gloria de Dios.
Los ángeles mismos deben cubrir sus ojos en su presencia. Y con dos alas, se nos dice, cubren también sus pies. La Biblia no nos explica por qué es necesario que los serafines cubran sus pies. Solo puedo imaginar, y me aventuraría a hacer una conjetura con este punto, y es que los pies, tanto en los ángeles como en los humanos, son el símbolo bíblico de nuestra condición de criaturas. Se nos dice que somos de la tierra, terrenales, que nuestros pies son de barro.
Cuando Moisés se encontró con Dios en el desierto madianita, ¿qué fue lo primero que le dijo Dios? «Moisés, Moisés, no te acerques. Quita tu calzado de tus pies porque el lugar en que tú estás, tierra santa es». Él le pidió desnudar sus pies como muestra de su condición de criatura, el signo de la sumisión ante el santo. Y así, aún en el cielo, los ángeles cubren el signo de su condición de criaturas.
Pero tan fascinado como podía estar, señores y señoras, con la anatomía de los serafines, estas son realmente consideraciones mínimas del texto. Lo que es realmente importante de este texto, en lo que a mí respecta, no es la estructura de los ángeles; es el mensaje de los ángeles. Escuchen lo que la Biblia nos dice: «Y con dos volaban, el uno al otro daba voces diciendo: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos, toda la tierra está llena de su gloria»».
Eso es lo que vio Isaías: los ejércitos celestiales sobre el trono de Dios, cantando uno al otro una sola palabra en respuesta antifonal repetida una y otra vez: «Santo, santo, santo, es el Señor todopoderoso. El cielo y la tierra están llenos de su gloria».
Ahora, amigos, hay algo aquí en este texto que nosotros, como hispanohablantes, podemos leer mil veces y nunca darnos cuenta. Hay algo muy judío en este texto. En el idioma español, cuando llamamos la atención sobre algo que es muy importante y queremos darle énfasis, hay diferentes maneras en las que podemos hacerlo. Por escrito, podemos subrayar las palabras, ponerlas en cursivas, en negritas, usar comillas o corchetes alrededor de ellas, o llenarlas de signos de exclamación. Pues eso es lo que hacemos con los énfasis.
Los judíos hacen lo mismo: subrayan, ponen en negritas o cursivas. Pero además, tenían otra técnica para llamar la atención hacia algo de especial importancia, y era la sencilla técnica de repetición verbal.
A Jesús le gustaba utilizar esta repetición para enfatizar sus puntos. Recuerden: Jesús era un rabino. Eso significaba que era un teólogo. Él tenía una escuela y estudiantes llamados discípulos o aprendices, que se inscribieron en su escuela. Era un rabino itinerante, lo que quería decir que caminaba por todas partes. Y mientras andaba, los discípulos literalmente le seguían. Cuando Jesús les dijo «sígueme», literalmente les pedía: «vengan detrás de mí».
La forma en que lo harían ellos sería así: el maestro daba su lección, les enseñaba mientras caminaba, y los discípulos lo seguían por detrás y guardaban en la memoria las cosas que el rabino les enseñaba. Ahora, señoras y señores, cada enseñanza que salió de los labios de Jesucristo era importante. Pero aún nuestro Señor se tomó el tiempo para llamar la atención sobre las cosas que consideraba muy importantes. Y cada vez que llegaba a un punto del que quería asegurarse de que sus discípulos nunca olvidaran, Él comenzaba sus enseñanzas diciendo dos palabras. Él decía: «En verdad, en verdad os digo», o en la más antigua traducción: «De cierto, de cierto». En realidad, lo que decía era: «Amén, amén os digo».
Ustedes reconocen esa palabra. Llega directamente al español y decimos: «Todo el pueblo dice amén». Pero nosotros decimos «amén» después de que el maestro enseña o que el predicador predica. Significa: «Es verdad, creemos todo eso». Jesús no esperaba que sus discípulos confirmaran la veracidad de lo que estaba diciendo. Él comenzaba su sermón diciendo: «Amén, amén».
Es como cuando el capitán del barco va al intercomunicador y dice: «Escuchen esto, les habla el capitán». Cuando Jesús repetía esa palabra haciéndolo dos veces, estaba subrayando su importancia.
Señoras y señores, solo hay un atributo de Dios que se eleva al tercer nivel de repetición en las Escrituras. Solo hay una característica del Dios todopoderoso que se comunica en un nivel superlativo desde la boca de los ángeles. Allí donde la Biblia no dice solo que Dios es santo, o que aún Él es santo santo, sino que Él es «santo, santo, santo».
La Biblia no dice que es misericordioso, misericordioso, misericordioso, o amor, amor, amor, o justicia, justicia, justicia, o ira, ira, ira. Sino que Él es «santo, santo, santo». Esta es una dimensión de Dios que absorbe su misma esencia.
Y cuando se manifiesta, Isaías leemos que al sonido de las voces de los serafines, los quiciales de las puertas del mismo templo se sacudieron y empezaron a temblar. ¿Escuchas eso? Partes inanimadas, sin vida, que no entienden, piezas de la creación que, en la manifestación de la presencia de la santidad de Dios, fueron movidas.
¿Cómo podemos nosotros, hechos a su imagen, ser indiferentes o apáticos ante su majestad?
Lo que quisiera conseguir con esta serie es tratar de describir lo que eso significa y cuál es la reacción histórica de Isaías y de otras personas cuando aparece el Santo.