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Algunas veces pienso que nos parece que nada cambia. Sentimos cómo que estamos estancados en nuestra cotidianidad y que nuestras vidas solo repiten lo mismo una y otra vez. Pero esa no es la realidad. La realidad es que cambiamos, y que cambiamos cada día de nuestras vidas, pero muchos de esos cambios que ocurren son superficiales – ganamos algo de peso; lo perdemos y cosas como esas. Los cambios en nuestra personalidad, en la dirección de nuestras vidas son, en su mayor parte, graduales y casi imperceptibles.
Pero creo que todos nosotros hemos experimentado momentos de crisis en la vida que han alterado radicalmente la dirección de nuestras personalidades o nuestras carreras. Si piensas en el pasado de tu vida, serás capaz de identificar, estoy seguro, un puñado de experiencias críticas, momentos críticos que han cambiado para siempre el curso de tu vida.
Cuando pienso en mi propia vida, siempre regreso al momento en el año 1958 que tuvo lugar al final del invierno durante mis años en la universidad. Estaba recostado en mi cama una noche cerca de la medianoche, mi cuerpo estaba cansado, tuve un día largo, pero no podía quedarme dormido. Recuerdo estar volteando mi cabeza de un lado al otro de la almohada, tratando de encontrar la manera en que podría ser capaz de caer en un sueño pacífico, pero no podía conseguirlo. Mi mente estaba acelerada. Y yo tenía esa abrumadora urgencia de salir de la cama y dejar el edificio donde me estaba alojando.
Así que saqué mis piernas de la cama, me cambié de ropa y salí en medio de la noche, y era una noche bastante fría. Lo recuerdo vívidamente. Había nevado el día entero hasta la noche, pero ahora, cerca de la medianoche, los cielos se habían aclarado. Había luna llena. Las estrellas se veían brillar en los cielos, y fue uno de esos momentos increíbles en un ambiente rural campestre después de una nevazón fresca, donde la noche está callada y hay ese hermoso manto de nieve sobre los campos y sobre las copas de los árboles.
Empecé a caminar por las calles de ese pequeño campus universitario en New Wilmington, Pensilvania. No había nadie más afuera. Había ese silencio penetrante. Y yo estaba solo con mis pensamientos. Podía oír el hielo quebrándose con mis pisadas mientras caminaba por la calle. Me estaba dirigiendo a la capilla de la Universidad.
Ahora, si lo puedes visualizar, la capilla de la universidad estaba al lado del edificio administrativo de la Universidad. Se le llamaba Old Main. Este edificio tenía una inmensa torre y allí había un reloj como el Big Ben de Londres. Y cada quince minutos las campanas del reloj resonaban claramente a lo largo de toda la plaza central del campus.
Y mientras estaba caminando hacia la capilla estaba todo muy silencioso, y era casi la medianoche cuando pude oír los engranajes del mecanismo de cambio del reloj y los oí rechinar antes que las campanas suenen a la medianoche. Y luego de las campanadas vino el sonido de la hora. Y tenía siempre la costumbre… Yo podía oír esas horas siendo anunciadas por las campanas aun desde muy lejos mientras estaba… reposando en mi cama y llegaba a escuchar las campanas y contarlas cada hora para asegurar que tenía la hora precisa.
Pero esa noche eso pasó exactamente a la medianoche mientras me acercaba a la puerta de la capilla. Y conté los golpes de las campanas hasta el número 12.
Luego abrí la puerta principal de la capilla que tenía un inmenso arco de roble que daba a una mini catedral gótica, o algo así. Y mientras caminaba por esa puerta oyendo cada sonido que la puerta hace al abrirse, una puerta que rechinaba, me entró un temor. Porque normalmente cuando uno camina a la capilla, uno va entrando con varios miles de estudiantes al mismo tiempo todos apretados, y todos esos sonidos son amortiguados por el ruido de pisadas, ropas y gente conversando. Pero esa noche, cada sonido individual era acentuado por el silencio. Y caminé hacia adentro y la puerta se cerró tras mí, y fui arrojado a una oscuridad total.
Tuve que detenerme en el vestíbulo de la capilla hasta que mis ojos se ajustaron a la oscuridad, porque la única luz era la luz de la luna que se filtraba a través de los vitrales de las ventanas. Esperé unos momentos y entonces empecé a caminar hacia el centro de la capilla; ¿Alguna vez has estado de noche en una iglesia que está adornada con ventanas de vitrales?
Durante el día, cada una de esas ventanas actúa de forma similar a un prisma. Y la iluminación y refulgencia de la luz que viene de afuera… las ventanas de vitrales producen un espectáculo de belleza sin igual, pero de noche, cuando la luz casi no existe, lo que resalta al estar parado, sin tener luz, son los marcos de metal que separan los paneles en la ventana. Eso es lo que recuerdo cuando entré caminando allí. Era atemorizante.
Con sumo cuidado fui hasta el centro del pasillo y mis pisadas sonaban como las botas militares de los soldados alemanes marchando en calles de piedras. Podía oír como resonaban en toda la capilla. Cuando finalmente alcancé el frente de la capilla, había una alfombra en la escalera antes del altar. Me arrodillé en ese lugar y la primera sensación que tuve fue la de una tremenda soledad. Sentí que estaba completamente solo. Y entonces, en un instante, fui sobrecogido por el sentimiento de otra presencia. Casi la podía tocar. Era como si pudiera alcanzar y tocar esa inmensa presencia de Dios. Y no dije nada más. Yo no oré, ni en voz alta ni en silencio.
Solo estaba arrodillado allí, más o menos disfrutando esa sensación de estar en la presencia de Dios. Y luego tuve un conflicto interno con dos emociones que parecían colisionar en mi corazón. Por un lado estaba un miedo terrible. Tuve la sensación, ese escalofrío que empieza en la base de mi columna y que va corriendo hasta mis dedos; se me puso la piel de gallina. Estaba claramente atemorizado por ese sentimiento de la presencia de Dios; pero, al mismo tiempo, me sentía atraído a deleitarme, a disfrutar el momento, mientras sentía un irresistible bálsamo de paz en mi alma. Y esta fue una de esas experiencias que deseaba que continuaran para siempre. No quería ni moverme. Solo quería permanecer allí, en quietud y en éxtasis pacífico.
Ahora, la razón por la que fui allí, la razón por la que caminé en esa noche helada con la nieve a lo largo de las calles, viendo los témpanos que se formaron en los bordes de los edificios mientras caminaba por la calle, casi como gárgolas de la naturaleza que me añadían algo más de terror. La razón por la que hice esa mini peregrinación era por lo que había pasado esa tarde en el salón de clases. Yo había sido cristiano por un poco más de un año, y mi conversión a Cristo era hasta esa noche, obviamente, el punto más dramático de mi vida. Me había enamorado de Jesús, y mi vida dio un vuelco por completo. Mis amigos pensaban que había perdido la razón. Ellos no podían superar esa transformación y la preocupación por aquello que marcó mi personalidad.
Yo estaba obsesionado con aprender la Biblia en ese primer año. De hecho, en mi primer semestre como alumno nuevo, saqué una A en gimnasia y una A en Biblia. Todo lo demás puras Ds porque no me interesaba aprender más que las Escrituras. Yo pasaba todo el tiempo devorando la Biblia.
Y estaba tomando materias que eran requeridas en el primer año, Introducción al Antiguo Testamento en el primer semestre e Introducción al Nuevo Testamento en el segundo semestre. Y me había propuesto que el profesor no fuera capaz de preguntar algo en el examen que yo no pudiera responder. Y él daba esos largos exámenes de desarrollo– Con quién se casó ese tío y de quién era abuela y cosas como esas… y era casi un juego para mí. Yo quería dominar cada uno de los detalles de la Escritura porque era lo único que me importaba. Hice mi especialidad en Biblia.
Ahora, para el segundo año yo todavía estaba finalizando materias requeridas que necesitaba para graduarme. Y una de esas fue Introducción a la Filosofía. Y la odiaba. Pensaba que era la pérdida de tiempo más grande del mundo que había experimentado hasta ese entonces en mi entrenamiento académico. Y lo que solía hacer en la clase de filosofía era sentarme en la última fila donde al profesor le cueste darse cuenta que estoy allí, y levantaría mi libro de texto al frente mío y ocultaría con el libro grande una versión de letra chica de los últimos sermones de Billy Graham, porque todo lo que quería era leer acerca de religión y oír todo lo que se pueda del cristianismo. Me importaba muy poco Kant, Hume y Locke. Todos esos filósofos sonaban aburridos a mis oídos.
Pero ese día, el profesor estaba hablando de San Agustín. Estaba enseñando acerca del entendimiento de Agustín de la creación del universo. Leyó porciones de las obras de San Agustín. Y casi en contra de mi voluntad, aunque trataba de no escuchar, no pude evitar el oír lo que ese hombre decía; Y así, lenta y de mala gana, dejé el sermón de Billy Graham a un lado y empecé a prestar atención a las enseñanzas de San Agustín. Y Agustín estaba hablando acerca del poder trascendente de Dios por el cual Él podía traer un completo universo a existencia, solo por la pura fuerza de su mandato.
Él estaba describiendo lo que Agustín había llamado el Imperativo Divino, o el Decreto Divino, el poderoso mandamiento por el cual Dios podía decir simplemente, “Sea la Luz” y fue la luz. Y mientras yo escuchaba eso, tuve una repentina epifanía de la grandeza de la distinción de la majestad de Dios, que no me había dado cuenta aun durante mi primer año de absorción de mi interés en estudiar las Escrituras. Y lo que pasó fue casi como una segunda experiencia de conversión para mí.
Había pasado por esa conversión a Cristo. Me había enamorado de Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, pero en esta ocasión, escuchando esta exposición del Génesis de uno de las mentes más grandes de la historia de la iglesia, San Agustín, de repente tuve un completo y nuevo entendimiento del carácter de Dios, el padre. Y cuando digo un nuevo entendimiento, quiero decir un entendimiento diferente. Nunca más pude mirar a Dios como un tipo de Santa Claus celestial, un ujier cósmico que está de turno para responder cada una de mis peticiones y mandamientos. Nunca más pude pensar en la fe como algo que empieza y termina en mi experiencia.
Ahora mi atención no estaba en aquel que fue salvado; llámese, mí mismo, sino en Aquel que descendió del Cielo para encontrarme, para redimirme, para perdonarme, y reclamar mi vida para Él. Y empecé a tener este nuevo entendimiento del Dios con el que debía tratar. Y recuerdo que cuando terminó la clase yo estaba petrificado.
No le dije nada al profesor; no le dije nada a mis amigos en la clase. Salí del aula, no con un espíritu de entusiasmo, sino con sobriedad, casi de reserva. Acababa de rendir algo en mi alma. Y bajé por las escaleras luego que salí del salón. Fui a la oficina del Secretario Académico, fui allá, y cambié mi especialidad de Biblia a Filosofía.
Ahora, cuando hice eso, algunos de mis amigos pensaron que había tenido una crisis de fe y que la había perdido. Ellos decían, “¿estás queriendo decir que ya no vas a estudiar la Biblia?” Les dije, “Oh no, yo voy tomar cada materia que pueda de Biblia. No he cambiado mi posición con respecto a las Escrituras en lo absoluto”. Ellos dijeron, “Pero, ¿por qué te quieres involucrar en el estudio de la filosofía?” Les dije que era porque quería leer los escritos de hombres como Agustín y otros que, en lo humanamente posible, han penetrado en la profundidad del entendimiento acerca del carácter y la naturaleza de Dios.
Ese Dios de quién yo he recibido un atisbo hoy, a quien he conocido con mayor profundidad. Tengo que conocer más de Aquel que confiere, que revela y que manifiesta tal grandeza y excelencia magnífica. Y por esa razón cambié mi especialidad, no porque estuviera interesado en filosofía especulativa, sino porque quería tener las herramientas con el fin de ir lo más profundo posible que pudiera en la búsqueda de mi alma por Dios.
Puedes ver que lo que experimenté esa tarde no me dejó dormir. No era suficiente con solo pensar en eso. No era suficiente con solo estudiarlo. No quería simplemente un entendimiento abstracto de ideas. Lo que ahora quería más que nada era encontrarme a solas con Dios. Y cuando fui a la cama esa noche, antes de acostarme, me arrodillé y lo busqué allí al lado de mi cama, pero eso no era suficiente.
Ahora sé que Dios no está confinado a las cuatro paredes de una iglesia, pero hay algo en un santuario que lo hace tierra santa. Hay algo en la puerta principal de una iglesia que marca el umbral de lo profano a lo sagrado, de lo secular a lo santo. Aun en Israel, en el Tabernáculo y el Templo, hubo un lugar entre el santuario que era llamado el Lugar Santo, y aun el Lugar Santo estaba separado por ese velo gigante que daba al lugar más santo que era llamado Sanctus Sanctorum—el Lugar Santísimo, donde solo el Sumo Sacerdote podía entrar, y solo después de realizar rituales elaborados, de limpieza ceremonial y solo una vez al año. Yo estaba buscando un lugar como ese. Y esa es la razón por la cual me levanté de la cama. Y esa es la razón por la que tuve que caminar con frío y por la nieve para llegar a la capilla.
Una vez más, no era porque creía que era el único lugar en donde Dios estaba presente, sino que, de algún modo, allí podía encontrar refugio, amparo, un santuario donde pudiera estar quieto y conocer que Él es Dios. Y no fui decepcionado. Esa experiencia privada y personal que tuve en esa capilla fue una experiencia transformadora en mi vida.
Y fue el inicio de una búsqueda de toda la vida por la santidad de Dios. Y lo que vamos a hacer en este programa en los días que siguen, Dios mediante, es explorar ese tema que no solo es vital para mi vida, sino que es central en la revelación bíblica del carácter de Dios, y que es absolutamente crucial que cada cristiano lo investigue para su crecimiento personal, reflexionando, buscando un entendimiento de lo que las Escrituras quieren decir cuando declaran que Dios es Santo.
CORAM DEO
Es mi deseo que en cada uno de estos programas tengas un breve tiempo para reflexionar al final y buscar las posibles aplicaciones personales y prácticas del material que hemos cubierto. Voy a llamar a esas viñetas de comentarios de cierre, nuestros segmentos “Coram Deo” tomado del eslogan que fue central para la Reforma del siglo XVI donde hombres como Martín Lutero y Juan Calvino entendieron que la búsqueda de la vida cristiana era vivir Coram Deo, que significa simplemente vivir ‘delante del rostro de Dios’. Para entender que toda nuestra vida debe vivirse con la conciencia de que estamos viviendo en Su Presencia y que estamos viviendo bajo Su autoridad, y que estamos para vivirla para su gloria.
En los días siguientes estaremos buscando algunos recordatorios de las formas en que podemos aplicar lo que hemos aprendido en nuestra búsqueda de vivir nuestras vidas Coram Deo, delante del rostro de Dios.