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Transcripción
Continuamos con nuestro estudio de los Diez Mandamientos. Hemos visto el primer mandamiento: «No tendrás otros dioses delante de mí» y el segundo mandamiento: «No te harás ningún ídolo» y vimos cómo estos dos mandamientos hablan duramente en contra de cualquier forma de idolatría que reste valor a la verdadera adoración y a la verdadera entrega de gloria y honor únicamente a Dios.
El tercer mandamiento es quizás del que se abusa con la misma frecuencia que cualquier otro de los Diez Mandamientos. Dice lo siguiente, según Éxodo 20, versículo 7: «No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano, porque el Señor no tendrá por inocente al que tome Su nombre en vano». Esta es una advertencia seria donde Dios le recuerda a su pueblo, después de que el mandamiento es dado, que aquellos que violen este mandamiento Él los hará responsables y no considerará inocente a alguien que viole esta ley. Subrayo esto por esta razón: la violación del tercer mandamiento es uno de los pecados más comunes en nuestra cultura y no solo en la cultura secular, sino también en la cultura religiosa.
Hay muchas maneras en que este mandamiento puede ser quebrantado. ¿Qué significa no tomar el nombre del Señor en vano? Sabemos que el término «vanidad» puede usarse como sinónimo de orgullo, pero lo que generalmente se está considerando en el Antiguo Testamento, cuando se habla de orgullo o vanidad, es un sinónimo de futilidad. Es decir, no debemos usar el nombre de Dios de manera fútil o de manera trivial. De lo que se trata esto es que el nombre de Dios es sagrado y no debe ser usado de una manera trivial o ligera, sino de una manera muy cuidadosa y cautelosa.
Así que hoy te invito a pensar detenidamente en la importancia de este mandamiento. Cuando estudiamos el tema de la santidad de Dios, les recordé el «Padre nuestro» en el Nuevo Testamento. Si alguien piensa que el tercer mandamiento del Antiguo Testamento no tiene importancia para el Nuevo Testamento, les recordé que en el Padre nuestro, la primera petición que Cristo instruyó a Su pueblo a orar era que el nombre de Dios fuera considerado santo, «Santificado sea Tu nombre» y vimos en ese momento que la razón para esto no era algún significado místico o mágico vinculado a un nombre.
La razón por la que debemos considerar el nombre de Dios como santo es porque es Su nombre y debemos considerarlo a Él como santo. La idea aquí es que si tratamos su nombre de manera ligera, eso revela, más de lo que cualquiera de nuestros credos revelará jamás, las actitudes más profundas de nuestros corazones hacia el Dios que posee ese nombre. De modo que si somos negligentes en el uso de Su nombre, es como si lleváramos un cartel en el pecho que diga que tenemos poca consideración por Dios. Dios entiende esa dinámica y desde el principio en el Decálogo Él da este mandamiento, «No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano».
De nuevo, ¿cómo vemos las transgresiones de este mandamiento? La transgresión más obvia, por supuesto, sería hacer un uso blasfemo del nombre de Dios y sabemos lo serio que es para Dios la blasfemia. En el Israel del Antiguo Testamento, amados, el uso blasfemo del nombre de Dios era considerado una ofensa capital.
Hay una historia que ocurrió en el estado de Maryland hace varios años, cuando un camionero fue arrestado por conducta escandalosa. Cuando fue arrestado por el oficial en el lugar, el conductor del camión fue ofensivo con su lenguaje y enfureció a los policías, de modo que cuando llevaron al conductor ante el juez, éste se dio cuenta de que la multa más severa que se le podía imponer al hombre por su conducta escandalosa era una multa de cien dólares y una pena de treinta días adicionales en la cárcel. Pero el juez decidió, literalmente, que recibiera todo el peso de la ley, porque vio que en los estatutos de Maryland había una prohibición contra la blasfemia pública y en el lenguaje ofensivo que había utilizado el camionero, había blasfemado contra el nombre de Dios.
Así que el juez añadió otra multa de cien dólares y otros treinta días de cárcel por el uso ofensivo del nombre de Dios, lo que provocó una protesta, una enorme protesta en la prensa, especialmente en la revista «Time», que hablaba de lo bárbaro que era multar a alguien con cien dólares simplemente por blasfemar el nombre de Dios. La idea era que, ¿por qué el estado tenía que penalizar a la gente por cómo usan el nombre de Dios? Bueno, vivimos en una época en la que el Estado ya no nos considera culpables si blasfemamos el nombre de Dios.
Sabemos que todavía existe un mínimo de censura en la televisión pública que es diferente de la industria cinematográfica de Hollywood. Donde casi cualquier palabra concebible puede ser utilizada en una película clasificada «R» que sale de Hollywood. Todavía existen limitaciones y restricciones sobre cierto lenguaje que puede ser utilizado en la televisión, pero esas restricciones no aplican al nombre de Dios. Puedes ver la televisión y escuchar el nombre de Dios blasfemado treinta veces en media hora sin que haya culpa al respecto.
Pues bien, como lo he dicho, un juez civil en nuestros días puede considerar inocente a la persona que blasfeme el nombre de Dios, pero te recuerdo con toda seriedad que Dios no te considerará inocente si blasfemas Su nombre y esto se toma tan a la ligera y sin pensarlo, que me aterra. Recuerdo una conversación que tuve con un amigo y en mi presencia, utilizó la exclamación: «Ay, Señor Santo». Me miró y sabiendo que yo era ministro, se sintió avergonzado por lo que había dicho, y dijo: «Oh, lo siento, reverendo». «Quise decir, ay Santo».
Le dije: «No trates de arreglarlo así, ¿sabes?, el problema no fue sólo el usar al Señor en tu exclamación, sino también el usar el atributo de su santidad de manera superficial en ella». Pero él no era consciente de eso. Eso es lo que me asusta, lo que eso revela sobre nosotros: que no somos conscientes de lo que estamos haciendo cuando usamos el nombre de Dios de forma tan casual, blasfema o trivial. Más allá de esas obvias transgresiones del tercer mandamiento, hay otros aspectos que están claramente a la vista aquí en el Israel del Antiguo Testamento que podemos pasar por alto y que el judío no pasaría por alto al escuchar este mandamiento.
Otra forma importante en que el nombre de Dios se usaría en vano sería en la toma de votos y juramentos, porque la costumbre era en Israel, debido a la propensión de los seres humanos a romper las promesas y porque violamos la confianza de los demás, que el hacer promesas y recibir promesas se elevara a un grado más alto de seriedad y sinceridad, cuando la promesa era santificada por un juramento o por un voto. De modo que ahora la promesa no era solo una declaración casual de intención de lo que haríamos o diríamos, sino que se convertía en una promesa solemne.
Les recuerdo que muchas de nuestras relaciones en este mundo se definen en términos de promesas, de acuerdos, de pactos. La relación que tenemos con nuestro empleador en el trabajo es un contrato laboral. La relación que entablamos en los contratos de compraventa con los comerciantes, cuando prometemos pagar en un plazo determinado, son pactos. Las relaciones por las que se establecen los matrimonios se basan en promesas que se certifican con votos y juramentos sagrados. Lo que sucedía en Israel era que cuando se hacían estas promesas, era costumbre del pueblo hacer un voto o juramento sagrado apelando a Dios como testigo entre las partes de ese acuerdo que se había celebrado.
En otras palabras, como decimos hoy en los tribunales de justicia: «¿Juras decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?, que Dios te ayude». ¿Qué estamos haciendo cuando hacemos esta expresión, «que Dios te ayude»? Lo que estoy haciendo es que estoy apelando a Dios para que sea el juez final de mi verdad. Estoy diciendo que pondré mi alma a rendir cuentas ante la crítica inquisitiva del Dios Poderoso, que conoce la verdad de forma absoluta, que sabe lo que he hecho y que sabe incluso lo que hay en mi mente; que Dios, en última instancia, es el árbitro de toda verdad y estoy invocando Su presencia como testigo de mi testimonio, diciendo que juro en el mismo nombre de Dios que lo que voy a decir es la verdad.
Del mismo modo, cuando hacemos votos por los que decimos: «Me comprometo a hacer esto y aquello y cumpliré estos deberes, que Dios me ayude», estoy apelando, de nuevo, a que Dios sea el árbitro final de este acuerdo. Jesús le dio mucha importancia al tema de los votos y juramentos y le dijo a Su pueblo: «No juren por el trono de Dios, ni juren por la tierra, que es el estrado de Sus pies» y sigue dando todo tipo de instrucciones sobre cómo no hacer votos y juramentos. Es decir, hablaba de votos y juramentos ilícitos.
Santiago nos dice que, como cristianos, somos personas cuya palabra se puede confiar, de modo que nuestro sí signifique sí y nuestro no signifique no. Que la gente pueda tomarnos la palabra, por así decirlo. Eso no excluye la legitimidad de todos los juramentos, vemos al apóstol Pablo, más de una vez, en el Nuevo Testamento, dando testimonio de ciertos aspectos y jurando decir la verdad haciendo un juramento en nombre de Dios. La pregunta es ¿por qué es repugnante para Dios escucharnos jurar por la tierra o jurar por los cielos o jurar por la tumba de nuestra madre?
Aprendimos eso de niños, hacíamos una promesa y decíamos, «Lo juro por mi vida, sino que me parta un rayo» o decíamos, «Te lo juro por la tumba de mi madre». Cuando hacemos declaraciones como esas, lo que estamos haciendo es deslizarnos hacia una forma de idolatría, pero ¿quién piensa realmente en eso? ¿Cómo puede eso ser considerado idolatría? Bueno, veámoslo. Si digo: «Te juro por la tumba de mi madre» que voy a hacer tal o cual cosa, ¿cuánto poder tiene la tumba de mi madre para obligarme a cumplir mi promesa? Ningún poder en lo absoluto. La tumba de mi madre no tiene oídos que puedan oír. No tiene ojos que puedan ver y no tiene poder para castigarme o hacerme responsable si rompo mi promesa.
Al jurar por algo que es menos que Dios, estamos atribuyéndole el mismo poder de Dios. Estamos actuando como si esa tumba pudiera hacer lo que solo Dios puede hacer, y cometiendo así un acto de idolatría. La razón por la que juramos en nombre de Dios es que el propio juramento de votos y juramentos lícitos es, en sí mismo, un acto de adoración porque estamos dando testimonio de nuestra fe en que Dios puede oír todo y que puede ver todo; que Él es omnisciente, que Él es omnipresente y que Él es omnipotente; Él tiene el poder de juzgar entre nosotros y que Él tiene la autoridad para ser el árbitro final entre las personas.
Cuando era joven, asistía a la confraternidad juvenil de nuestra iglesia y admito francamente que la única razón por la que asistía era por los programas sociales que se realizaban allí, no por ninguna instrucción religiosa. Pero al final de cada reunión de confraternidad, todos teníamos que reunirnos en círculo y tomarnos de las manos y recitar la bendición de Mizpa y recitábamos esa bendición, que dice así: «Que el Señor nos vigile a los dos cuando nos hayamos apartado el uno del otro». Esta bendición tiene sus raíces en el período patriarcal sobre las luchas que Jacob tuvo con Labán y con su hermano. Cuando se reunían y llegaban a cierto acuerdo para poner fin a las hostilidades entre ellos y entre sus soldados, por así decirlo y llegaban a ese acuerdo, terminaban su reunión diciendo: «Que el Señor vele entre tú y yo mientras estamos ausentes el uno del otro».
La idea no era: «Que el Señor te proteja», o «Que el Señor me proteja mientras estemos ausentes», sino: «Que el Señor te vigile como un halcón porque has violado muchas promesas que me hiciste en el pasado y yo he sido tan sinvergüenza como tú, así que el único que realmente puede arbitrar sobre nosotros en los términos de la historia de esta relación es Dios mismo». No entiendo cómo eso se ha convertido en una bendición cursi de despedida para la hermandad de jóvenes.
Sin embargo eso refleja cómo la iglesia de hoy día pierde el sentido de apelar a Dios al hacer un juramento o un voto. Que cuando juramos por Dios, estamos reconociendo que Dios es Dios, y por eso podemos ver que incluso en este mandamiento, la misma preocupación que está presente en el primer mandamiento y que se reitera en el segundo, se refuerza ahora en el tercer mandamiento, es decir, la prohibición de toda forma de idolatría. Porque si tenemos una fe verdadera y un verdadero sentido de honor y gloria y adoración a Dios, no solo lo trataremos como Dios directamente, sino que la forma en que usamos Su nombre, tanto en privado como en público, revelará nuestra adoración más profunda hacia Él.
Esto no es simplemente un tema religioso. Esto tiene que ver con toda la vida que se vive bajo el reconocimiento de la trascendente majestad y excelencia de Dios. Hay otras formas en las que el nombre de Dios se usa en vano, algunas de ellas bastante frecuentes y ambas muy graves. Yo les digo a mis estudiantes en el seminario: «Tengan cuidado cuando dirijan a la gente en una oración colectiva. Uno de los aspectos más importantes es que recuerden a quién le están hablando», porque es una verdadera tentación para el ministro conseguir cinco minutos extra de tiempo de sermón cerrando los ojos, diciendo: «Oremos» y decir: «Querido Dios» y después hablarle en realidad a la congregación durante los siguientes cinco minutos.
¿Has tenido alguna vez esa sensación? ¿Que el ministro se estaba dirigiendo a ti en lugar de a Dios? Ese es un uso ilegítimo de apelar al nombre de Dios. Cuando nombramos a Dios como a quien nos dirigimos, ¿a quién deberíamos hablarle? Deberíamos estar hablando con Dios y en cierto sentido la congregación debería estar prestando mucha atención a la intercesión que su ministro hace por ellos. Sí, deben escuchar y el ministro puede ser consciente de que la gente está escuchando, pero también deben ser conscientes de que el ministro está hablando con Dios.
Para terminar, la última manera en la que se viola esta prohibición una y otra y otra vez es atribuyendo al nombre de Dios impulsos y dirección que no vienen de Él en lo absoluto. Con qué facilidad le decimos a nuestros amigos y conocidos: «El Señor me guio a hacer esto» o «El Señor me habló y me dijo que hiciera esto». Ese es un comportamiento espiritual aceptable en la comunidad cristiana y se consideraría de mala educación si alguien levantara la mano y dijera a la persona que acaba de decir eso: «¿Cómo sabes que Dios te ha hablado? ¿Su voz es aguda, grave o como la de un tenor? ¿Qué quieres decir con que el Señor te ha hablado? ¿Estás diciendo que estabas leyendo las Escrituras y que mientras leías las Escrituras te convenciste al leer cierto texto? Muy bien.
¿O estás diciendo que mientras conducías tu coche por la calle, tuviste esta intuición y ahora tienes este plan de lo que quieres hacer y quieres afirmar que Dios te ha dicho esto?». Eso es exactamente lo que hicieron los falsos profetas de Israel en el Antiguo Testamento. Ellos predicaban sus sueños en lugar de la palabra de Dios y eso es algo muy peligroso. Antes de que alguna vez le digas a un ser humano que Dios te dijo que hicieras esto o que Dios te dijo que dijeras aquello, es mejor que tengas una buena razón para hacerlo. De lo contrario, estamos violando el tercer mandamiento.
CORAM DEO
¿Quién olvidará, si es que aún está vivo y es lo suficientemente viejo para recordarlo, el asesinato de John F. Kennedy? Ese fue uno de los días más traumáticos en la historia de la humanidad. Según todos los informes, cuando el presidente fue alcanzado por la primera bala, su cabeza voló hacia atrás, se llevó las manos a la cabeza y exclamó las últimas palabras que diría en vida. Gritó: «¡Oh, Dios mío!». Yo no estaba allí y no sé de qué manera pronunció esas palabras.
Una de las últimas palabras que Jesús pronunció antes de morir fueron las mismas: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». No hay nada de malo en una oración genuina que se expresa para decir: «¡Oh, Dios mío!», para dirigirse a Dios, particularmente en tiempos de angustia y en tiempos de crisis; pero lo que me asusta en nuestra cultura es que esa expresión o simplemente la forma abreviada: ¡Dios mío! Forma parte de los patrones normales de habla de millones de personas en nuestra cultura: «¡Oh, Dios mío! Hoy llovió». «¡Dios mío! No puedo encontrar mi chaqueta». «¡Oh, Dios mío!» Dices cualquier cosa.
¡Dios mío! Se ha convertido en una exclamación de trivialidad, que reduce la invocación seria del nombre de Dios a lo corriente, a lo vulgar y eso también es a lo que se refiere el tercer mandamiento. Por eso te pido que examines tus propios hábitos al hablar. Pregúntate: «¿Cómo uso el nombre de Dios en mi forma rutinaria y diaria de hablar?».