Teología reformada clásica y la defensa de la fe
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En este mundo poscristiano, nuestra teología se exhibe en todo lo que hacemos y decimos. Tomemos, por ejemplo, la puerta del ático que colgaba de una bisagra rota en la casa de los Butterfield el miércoles 9 de noviembre de 2016, y a Phil, el manitas del vecindario que vino a repararla. Cuando Phil aceptó el trabajo y vino a casa, le di la bienvenida, le mostré la puerta del ático, me aseguré de que supiera que el café en la cafetera era para él, y luego seguí con las lecciones de mis hijos, a quienes educo en casa.
Pero en un rato lo escuché. Alguien estaba llorando.
Phil estaba en lágrimas. Había terminado el trabajo y estaba sentado en mi cocina, con la cara entre sus manos callosas, sollozando. Pregunté por qué, y me dijo sin rodeos que los cristianos son personas peligrosas, y que las elecciones pasadas en los Estados Unidos lo habían demostrado. Se preguntaba cómo podíamos seguir siendo amigos si no estábamos de acuerdo en cuanto a los valores básicos, y cómo yo podía creer las cosas que creía.
Phil y yo hemos sido vecinos por años. Vamos a las mismas barbacoas, a los mismos funerales y a las mismas fiestas vecinales. Nos hemos prestado jaulas para perros, devuelto las bicicletas de nuestros niños y compartido bulbos de iris. Pero al día siguiente de ir a las urnas, las líneas fueron trazadas. La pregunta de Phil era clave: ¿Podemos confiar en personas que tienen una cosmovisión diferente a la nuestra? ¿Hacia dónde nos dirigimos a partir de ahora? Si ni siquiera podemos conversar con otros, ¿cómo vamos a compartirles el evangelio?
Acerqué un taburete a la mesa de la cocina y lloramos juntos. A veces no hay otra cosa que hacer ante un mundo tan dividido.
Estos tiempos se caracterizan por la intolerancia en la sociedad, y esto hace que seamos tentados a suavizar las verdades difíciles de la fe, a temer que nuestra opinión pública nos dé una mala reputación, a volver a trazar las líneas dadas por Dios para no tener que amar ni hablar con la audacia del evangelio. Somos tentados a tratar de «equilibrar» la gracia y la verdad.
Para vivir con audacia y claridad de modo que seamos luz para el mundo, tenemos que amar a nuestro prójimo sacrificialmente y vivir nuestras vidas con una transparencia evangélica.
Muchos critican a las iglesias confesionales fieles y a sus pastores y ancianos, desconcertados porque estos no se postran ante los ídolos gemelos de la cultura actual: la orientación sexual (la creencia de que tu deseo sexual te define ontológicamente) y la interseccionalidad (la creencia de que tu identidad en realidad se mide en función de cuántos estatus de víctima puedes reclamar, con una dignidad humana que solo se acumula a través de la intolerancia al desacuerdo de cualquier índole). ¿Qué hacemos entonces?
Podemos aprender de la Iglesia primitiva, que en el segundo siglo enfrentó oposición en dos frentes: persecución desde afuera y falsa doctrina desde adentro.
La persecución llegó a la Iglesia del segundo siglo cuando los cristianos se negaron a confesar a César como Señor. Es útil saber que a los cristianos del segundo siglo que vivían en Roma no se les pedía que negaran a Jesús directamente. Jesús podía simplemente ser uno más entre los muchos dioses. Pero Roma veía la profesión de la exclusividad de Cristo como una traición, y eso era una ofensa capital. Cristianos jóvenes y ancianos fueron ejecutados por profesar la exclusividad del señorío de Cristo. Y en medio de la persecución, la Iglesia creció en gracia y en tamaño, y el evangelio se extendió hasta los confines de la tierra.
La falsa doctrina siempre viene de dos formas: una es antagónica, estableciéndose como una clara oposición a la verdad del evangelio; la otra es canibalística, queriendo comerse vivo al poder del evangelio al afirmar falsamente que este último resalta lo que la cultura ya sabe que es verdad. Nuestra propia cultura, al igual que la del segundo siglo, presenta una falsa doctrina canibalística, una que quiere promover la gracia del evangelio sin la sangre de Cristo o sin Su poder de resurrección. Un ejemplo de la falsa doctrina canibalística de nuestros días sería el eslogan del movimiento LGBTQ: “El amor gana”. La misma palabra; diferente cosmovisión.
¿Qué podemos aprender de los cristianos del segundo siglo? Primero, ellos sabían que si la verdad del evangelio no estaba acompañada de una gracia diaria, sacrificial y hospitalaria, sería ineficaz. Es importante que estemos dispuestos a compartir la verdad bíblica que creemos, y también a sufrir por ella. Segundo, ellos sabían que la falsa doctrina es mucho más peligrosa que la persecución. Nosotros, los cristianos occidentales del siglo XXI, con frecuencia creemos todo lo contrario. Y debido a que le tememos más a la persecución que a la falsa doctrina, muchas veces somos ineficaces al ofrecer la enseñanza bíblica que mejor comunica la verdad y la gracia del evangelio.
Para vivir con audacia y claridad de modo que seamos luz para el mundo, tenemos que amar a nuestro prójimo sacrificialmente y vivir nuestras vidas con una transparencia evangélica. Debemos arriesgarnos y amar a nuestros prójimos lo suficiente como para que sepan qué dice Dios acerca de nuestro pecado y nuestro sufrimiento. Nuestro prójimo necesita saber quiénes somos realmente y a quién servimos. No para que podamos estar de acuerdo en que estamos en desacuerdo, sino para que podamos estar en desacuerdo y aun así cenar juntos, y al final de la cena abrir la Palabra de Dios y discutir lo que allí se encuentra. Necesitamos ser transparentes al compartir las Escrituras, algo que Dios ha ordenado a Su pueblo. Es en estos lugares incómodos y honestos, estos lugares donde vemos la imagen de Dios en los demás a pesar de los abismos que nos separan, que el evangelio puede comunicarse con integridad. Pero esto solo sucederá si nos atrevemos a arriesgarnos. Porque para reflejar la imagen de Dios en conocimiento, justicia y santidad, necesitamos hacer más que simplemente asentir y sonreír. En nuestro mundo poscristiano, nuestras palabras no pueden ser más fuertes que nuestras relaciones. Esto significa que debemos prepararnos para la ardua labor de construir relaciones sólidas y para enfrentar los peligros de hablar la verdad del evangelio. Debemos aprovechar los conflictos y no ser demasiado sensibles a lo que las personas nos digan o a lo que digan de nosotros. Debemos proclamar a Cristo crucificado, y aprovechar cada oportunidad para hacerlo. Esto es lo que significa ofrecer a nuestro mundo poscristiano una verdad cristiana que es auténtica y audaz.
No estamos llamados a equilibrar la gracia y la verdad, algo que resulta en una miserable ecuación donde solo queda el 50 por ciento de cada una. Estamos llamados a practicar el 100 por ciento de la gracia y el 100 por ciento de la verdad. El amor a Dios y el amor al prójimo no exigen menos. Y es que en nuestro mundo poscristiano, necesitamos hacer más que simplemente asentir y sonreír. A veces tenemos que comenzar llorando juntos, sabiendo que en la batalla espiritual hay que derribar antes de reconstruir.