Enfrentando la vergüenza
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Nota del editor: Este es el quinto y último capítulo en la serie «La vergüenza», publicada por la Tabletalk Magazine.
Dado que la vergüenza siempre está escondida, a menudo nos toma por sorpresa. Un incrédulo ha estado asistiendo a mi iglesia por varios meses. Siempre vestido de manera muy profesional y bien hablado, con frecuencia me agradece por mis sermones, pero nada en nuestras interacciones pasadas me prepararon para su visita a mi oficina.
En el sermón del domingo anterior, consideré la huída humillante de David de Jerusalén en 2 Samuel 15. Observé que David no solo estaba aprendiendo a confiar en Dios en medio de su humillación, pero también estaba apuntando a Cristo Jesús. Al igual que David, Jesús salió de Jerusalén humillado. Fue despojado de cada pedazo de dignidad, no al huir, sino al morir en la cruz, desnudo y avergonzado. Pero a diferencia de David, la humillación de Jesús no era el resultado de Su pecado sino del nuestro. La increíble verdad del evangelio es que Jesús no solo cargó nuestra culpa, sino que también soportó nuestra vergüenza (Heb. 12:2).
Nuestras iglesias deben ser lugares donde la vergüenza es redimida en lugar de negada.
Esto resonó en el corazón del visitante. Por décadas, él había cargado un sentido ineludible de vergüenza. Siendo un inmigrante, había sido educado en las escuelas que le enseñaban que debía avergonzarse por quien era. A pesar de que había crecido y se había convertido en un defensor de los suyos, no podía escapar a la vergüenza que sentía. Mientras hablábamos, su vergüenza se anexaba a las cosas que había hecho al igual que a su etnicidad, y sin importar cuánto intentara, no podía escapar de ella. Él sabía que los maestros en la escuela se habían equivocado en cuanto a su cultura. También sabía que tenía razón para sentirse avergonzado.
Nuestras iglesias están llenas de personas como este hombre. Personas llenas de vergüenza por lo que les ha sucedido y lo que han hecho. Se esconden, esperando que los demás no los vean. Puede que se escondan detrás de su personalidad solitaria, pero también pueden esconderse en el perfeccionismo, éxito, activismo e incluso en su audacia. Pero como Adán y Eva, quienes después de la caída intentaron esconder su vergüenza con hojas de higuera (Gn. 3:7), nuestras estrategias no funcionan porque la vergüenza permanece. No importa que tan bien la cubramos, sabemos que sigue ahí.
Así que, ¿cómo puede la iglesia local ayudar a consolar y sanar a los que se esconden, cubiertos en su vergüenza?
Primero, necesitamos ser comunidades donde el evangelio es predicado. No solo desde el púlpito, sino también en nuestros grupos pequeños y relaciones de mentoría, a la hora de compartir una comida y al reunirnos para tomar un café. Y ese evangelio debe abordar nuestra vergüenza. Jesús no solo nos justifica; Él también nos hace limpios y nos viste con Su justicia. Se alude a esto cuando Dios viste a Adán y a Eva (Gn. 3:21), pero se cumple en Cristo, en quien hemos sido vestidos «de ropas de salvación» (Is. 61:10). El mensaje del evangelio no es menos que perdón; es más. Cristo nos quita nuestra vergüenza y nos da Su justicia.
Segundo, necesitamos modelar el aceptarnos unos a otros en Cristo. Sanar la vergüenza no requiere que la hagamos pública en un domingo en la mañana, pero sí involucra revelar nuestra vergüenza a personas que llevarán nuestra pena con nosotros en amor. «Y si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él» (1 Co. 12:26). Cuando salimos de nuestro escondite y descubrimos que los demás no nos rechazan, comenzamos a creer que Dios en Cristo no nos rechaza tampoco.
Tercero, a diferencia de la respuesta del mundo, nuestra respuesta a la vergüenza no es el convertirnos en descarados. Los avergonzados necesitan arrepentirse. Pero para hacerlo, necesitan ayuda para poder distinguir las causas de su vergüenza. La vergüenza es compleja y distorsionadora. Nos culpamos a nosotros mismos por lo que otros nos hicieron y nos excusamos por cómo respondimos. Esta es «la tristeza del mundo [que] produce muerte» (2 Co. 7:10-11). La esperanza para el avergonzado se encuentra al colocar la responsabilidad en el lugar que le corresponde, y eso requerirá, por lo general, la perspectiva clara de los demás. A medida que ayudamos a las personas a ver la diferencia entre su propio pecado y el pecado de otros hacia ellos, la tristeza piadosa y el arrepentimiento pueden comenzar su obra de gracia en nosotros.
Finalmente, nuestras iglesias deben ser lugares donde la vergüenza es redimida en lugar de negada. En 1 Corintios 6:9-10, Pablo da una lista de pecados vergonzosos que los creyentes no deben tolerar entre ellos. Pero luego pasa a declarar en el v. 11: «Y esto erais alguno de vosotros». Los avergonzados ven a su alrededor en la iglesia y no encuentran a alguien como ellos. Pero por medio de los testimonios públicos, relaciones transparentes, cuidado de los grupos pequeños, e inclusive sabias ilustraciones en los sermones, los avergonzados descubren que están en la compañía de pecadores redimidos. Cuando eso sucede, se transmite la esperanza de que la siguiente declaración de Pablo también podría ser cierta para ellos: «Pero fuisteis lavados, pero fuisteis santificados, pero fuisteis justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios».
El único tipo de iglesia local que puede traer consuelo a los avergonzados es la iglesia que no se avergüenza del evangelio. Y eso significa reconocer la humillación que Jesús soportó por nosotros. Esto es lo que el hombre que vino a mi oficina se le hacía tan difícil de aceptar. Estaba esperando por un cristianismo que le quitara su falsa vergüenza, sin confrontarlo con su verdadera vergüenza. Pero esto un paquete completo. Él sigue escuchando, sigue batallando. Y nosotros seguimos caminando con él, porque no nos sorprende la vergüenza. Más bien, como cristianos, sabemos tanto lo que es estar avergonzados como el que nuestra vergüenza haya sido removida.