
Nuestro mundo desvergonzado
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Consolad a mi pueblo
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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie «La vergüenza», publicada por la Tabletalk Magazine.
Avasalladora y desmoralizante, la vergüenza nos distancia tanto de Dios como del hombre. Pero ¿dónde comenzamos como creyentes a desenmarañar nuestra vergüenza? Debe haber una respuesta cristiana para esto, porque Dios no abandonaría a Sus amados en medio de su más profunda decadencia emocional.
El problema de la vergüenza
Como hijos de nuestro primer padre Adán y nuestra primera madre Eva, cada uno de nosotros siente vergüenza por causa del primer pecado. Todos caímos en la rebelión de Adán en el huerto: su pecado fue nuestro pecado, ya que él fue nuestra raíz y cabeza (Ro. 5:12-18; I Co. 15:21-22). Culpables bajo la ira de Dios, desde ese momento hemos necesitado un Salvador. Escondiéndonos entre los arbustos, avergonzados de nuestra corrupción por naturaleza, sentimos diariamente la imago Dei (imagen de Dios) en nosotros desfigurada y conocemos la desolación del pecado y el dominio de Satanás (Tit. 3:3; Heb. 2:14-15).
Como si el fruto del pecado de Adán fuera poco, nuestra vergüenza solo empeora. Nuestras propias transgresiones se van amontonando, haciendo que nuestra deshonra crezca día tras día (Ro. 3:23). Algunos de nuestros pecados nos son conocidos: vemos y sentimos su fuerza en nuestras almas. Otros pecados parece que escapan de nuestra vista por causa de nuestras mentes finitas y caídas (Ro. 1:21-25). Nuestras obras tenebrosas algunas veces son simples, actos francos de desobediencia. Otros pecados son más complejos y difíciles de rastrear, que reflejan las vidas enredadas que tan a menudo llevamos, aun como creyentes, de este lado de la Gloria (Col. 3:5). Con frecuencia sorprendente, aún nos engañamos a nosotros mismos con giros mentales y de corazón que invitan a la falsa vergüenza, donde en realidad no hay ninguna (I Re. 19:1-10). En todo momento, la sombra de vergüenza cae cada vez más oscura sobre nuestro rostro.
El pecado de otros es una tercera y poderosa fuente de vergüenza en nuestras vidas. Un ejemplo es los vecinos que deberían ayudarnos, nos hieren, nos hacen daño o nos abandonan (Lc. 10:21-37). Tanto de manera individual como colectiva, otros en este mundo caído amontonan falsa vergüenza sobre falsa vergüenza, como se observa en los interlocutores de Job (Jb. 4-37). Aun nuestros compañeros cristianos pueden cargarnos falsamente de vergüenza por lo que dicen y lo que hacen (I Cor. 1:10-13; Gál. 2:12-13). El problema de la vergüenza es universal entre los hombres.
El secreto para la vergüenza
Entonces, ¿cómo desenmarañamos nuestra vergüenza? La esperanza en uno mismo solo saca de quicio, tal y como nos consta por nuestros repetidos fracasos y frustraciones. El secreto para la vergüenza debe yacer fuera de nosotros mismos, en la única esperanza que siempre hemos tenido: Jesucristo nuestro Señor. Por medio de Su cruz, Jesús alivia nuestra culpa, así como a su prima, la vergüenza.
Al ser redimidos y reconciliados con nuestro Padre celestial por medio de Su Hijo amado, la base de nuestra verdadera vergüenza es tratada y nuestro distanciamiento es eliminado.
La encarnación de nuestro Señor fue parte del remedio para nuestra culpa. Así que, “por cuanto los hijos participan de carne y sangre, Él igualmente participó también de lo mismo” (Heb. 2:14). El Hijo de Dios,en perfecta armonía con Dios el Padre y Dios el Espíritu Santo,se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn. 1:14). Viviendo una vida perfecta, el Salvador encarnado fue el Cordero inmaculado de Dios, quien agradó a Su Padre celestial en toda manera posible (Mt. 3:17).
Pero Su vida no solo fue para vivir: Jesús nació para morir. Se requería Su expiación para aliviar nuestra culpa. “Por tanto, tenía que ser hecho semejante a Sus hermanos en todo, a fin de que llegara a ser un misericordioso y fiel sumo sacerdote en las cosas que a Dios atañen, para hacer propiciación por los pecados del pueblo” (Heb. 2:17). Los creyentes son justificados por medio de la fe en este Salvador, el sacrificio sustitutorio que expió sus pecados y culpa (Ro. 3:23-26). El perdón del pecado y la libertad de la culpa son nuestros solo por la unión con Cristo, el encarnado y crucificado.
Estas no son las únicas bendiciones de la encarnación y expiación de Cristo. Así como sucede con nuestra culpa, Jesús también remedia nuestra vergüenza a través de Su persona y obra.
En Su encarnación, el eterno Hijo de Dios, la segunda persona de la santa Trinidad, abrazó la culpa de la humillación: “tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Fil. 2:6-7). Como lo describió el Reformador Juan Calvino: “En resumen, desde el momento en que Él tomó forma de siervo, comenzó a pagar el precio de la liberación a fin de redimirnos” (Instituciones 2.16.5). El escándalo y la vergüenza saturaron sus días. Concebido fuera del matrimonio, declarado maníaco por Su familia y despreciado por las autoridades, Jesús estaba familiarizado con los susurros, las miradas y los gritos de la vergüenza.
A cierto nivel, es un consuelo genuino para nosotros el hecho de que Jesús sintió el destello sonrojado de la vergüenza. Tenemos un Gran Sumo Sacerdote que puede compadecerse de nuestras debilidades y que conoce nuestra vergüenza desde dentro hacia afuera (Heb. 4:14-15). Su humanidad es real y verdadera, de modo que no pudo haber sido de otra manera (2 Jn. 1:7). Él nos toca en nuestra carne, evitando que tengamos que enfrentar la horrorosa carga de nuestra vergüenza por nosotros mismos. Aun así la encarnación en sí misma no fue suficiente para corregir nuestra vergüenza. El remedio de Dios para nuestra vergüenza también tuvo que viajar a través del Calvario.
Crucificado como un traidor blasfemo, Jesús fue una deshonra ante los ojos tanto de la iglesia como del estado (Jn. 19:12-22). La burla vergonzosa que tuvo que soportar no se compadecía de Su persona divina, adorado por los querubines y serafines en los cielos. Sus oficios mediadores de profeta, sacerdote y rey pasaron a ser el mero deporte de la guardia romana (Mt. 27:27-31).
En la cruz, Su agonía de vergüenza no fue accidental. Este instrumento romano era una maquinaria de desacato y ridículo público. Allí fue despojado de Su vestidura y expuesto al desnudo a la mira de todos (Jn. 19:23-24). Sudando, sangrando y sofocándose hasta la muerte, Él encarnó la deshonra y la inmundicia (Deut. 21:23; Gál. 3:13). Tan detestable era este instrumento que ningún ciudadano romano podría jamás ser tan deshonrado.
Pero Jesús fue tan deshonrado, no por causa de Sí mismo, sino por nosotros y por nuestra salvación. Conociendo muy bien lo que Él enfrentaría, voluntariamente escogió la cruz, a pesar de su vergüenza. Su decisión no fue ligera, como lo atestiguó la agonía de Su frente en el Jardín de Getsemaní (Lc. 22:41-44). ¿Por qué abrazar la vergüenza de la cruz? Él lo hizo, según se nos dice: “por el gozo puesto delante de Él… menospreciando la vergüenza” (Heb. 12:2).
¿Qué gozo fue el Suyo que hizo que la cruz valiera la pena? Él había dado Su palabra en el gran pacto de redención, en donde Él fue de una sola mente y corazón con Dios el Padre (Jn. 1:1; 10:27-29; 17:4-6; Ef. 1:3-5). Él le había prometido a Adán, Eva y aun al diablo que vendría y aplastaría la cabeza de la serpiente, la cual nos había engañado hacia el pecado y la vergüenza (Gén. 3:15). Y Él había profesado Su amor imperecedero por Su novia, por quien dio Su vida para salvarla (Cnt. 4: Is. 53). Pero sobre todo, el celo por la gloria de Su Padre, Su voluntad y honor lo consumían (Sal. 69:7-9; Jn. 2:17; Mt. 26:39-42). Así que Jesús puso Su mirada hacia ese bien, aborreciendo el horror y la vergüenza que se interponía. En el mismo momento y por el mismo método con el que Él lidiaba con nuestra culpa, Jesús también posteriormente resolvió nuestra vergüenza.
La respuesta a la vergüenza
Identificándose con nosotros en nuestra vergonzosa condición, Jesús se hizo representante y sustituto de Su propio pueblo. En Su activa obediencia de toda la vida, Él ganó la perfecta justicia que fundamenta la paz de Su pueblo y que puede transformar su vergüenza (2 Cor. 5:21). En Su obediencia pasiva, personalmente tomó la más horrible forma de nuestra vergüenza humana para Sí mismo; como el Hijo eterno de Dios, Él abrazó la desgracia que se extendía desde las profundidades de la tierra hasta las alturas de los cielos como nadie jamás podría hacerlo. Solo en el Calvario podía ser correctamente sentida y medida la crueldad de la vergüenza humana. Allí nuestra recompensa es grandiosa (Ro. 6:23)
Nuestra vergüenza comienza a desenmarañarse a medida que vemos Su estimada persona y entendemos Su obra incomparable como nuestra. Unidos a Él por fe por medio del Espíritu Santo, nuestra posición cambia completamente (Ef. 2:4-9). Al ser redimidos y reconciliados con nuestro Padre celestial por medio de Su Hijo amado, la base de nuestra verdadera vergüenza es tratada y nuestro distanciamiento es eliminado.
Jesús tomó para Sí mismo el grito del abandono (Mr. 15:34) para que ya no seamos abandonados. Él nos da la bienvenida con brazos abiertos, invitándonos a la verdadera comunión, paz y vida eterna por Su gracia por medio de fe. Shalom con Dios, con nuestros semejantes (incluyendo, sorpresivamente, a nuestros enemigos), y aun con nosotros mismos es progresivamente nuestro: “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (Gál. 5:25). A medida que andamos con Él por fe, llegamos a vivir, pensar y sentir cada vez más como Jesús, aun respecto a nuestra propia vergüenza.
Los creyentes pueden enfrentar la vergüenza de este modo mientras viven el resto de sus vidas cristianas por Su gracia y fortaleza. Esto significa que necesitamos de los medios de gracia que Él ha establecido: la Palabra leída, predicada, cantada, orada y observada en los sacramentos. También necesitamos esos medios secundarios de comunión (Hch. 4:32) y disciplina eclesiástica (Gál. 6:1). Usando todas estas respuestas prácticas para nuestra vergüenza, podemos sentarnos, gatear, caminar y correr para la Gloria de Dios, desenmarañando y menospreciando el oprobio que tan fácilmente nos enreda.