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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: El Espíritu Santo
Las traducciones modernas de la Biblia al inglés son noticia en estos días, y a veces por razones controvertidas. Pero algo bueno de todas estas es que ya ninguna hace referencia al Espíritu Santo como una cosa u objeto. Esto no sucede en las traducciones al español. Sin embargo, curiosamente sucede en la querida versión inglesa del Rey Jacobo (King James), que en Romanos 8:26 hace una referencia al Espíritu como a una cosa (itself).
La palabra griega para ‘espíritu’ o ‘viento’, pneuma, es un sustantivo de género neutro y, por tanto, le corresponde un pronombre neutro. Sin embargo, en Juan 14:26 y 15:26, se hace referencia al Espíritu con el pronombre masculino «Él» (gr. ekeinos), lo cual no dejaba ninguna duda a los lectores antiguos de la Biblia sobre Su naturaleza personal. Los seres humanos somos creados a la imagen de Dios, y ser personal está arraigado en el ser mismo de nuestro Creador. Dios es un ser personal de forma unificada, increada, eterna y tripersonal; nosotros, de forma creada y unipersonal. Nosotros somos el diminuto reflejo; Él es el grandioso y glorioso original. Pero ¿qué quiere decir la Escritura cuando habla de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo?
La palabra del Antiguo Testamento para ‘espíritu’, ruach, es onomatopéyica; es decir, su significado se refleja en su sonido: viento en movimiento, a veces viento de tormenta.
Es evidente en toda la Biblia que el Espíritu Santo es divino y personal, como indica Hechos 5:3-4. Es posible mentirle al Espíritu (una característica personal); y hacerlo implica mentirle a Dios mismo (Él es verdaderamente divino).
Sin embargo, hay algo sobre este nombre (Espíritu) que sugiere algo misterioso y evasivo. El propio Jesús dijo que el pneuma sopla por donde quiere, pero que no podemos saber de dónde viene ni adónde va, y que lo mismo ocurre con el pneuma de Dios (Jn 3:8). Entonces, ¿no pisamos terreno peligroso si indagamos más sobre la identidad del Espíritu, en especial cuando nuestro Señor enfatizó que el Espíritu no se glorifica a Sí mismo (Jn 16:13-14)?
No podemos adorar verdaderamente a Uno que no conocemos, ni podemos experimentar «la comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13:14) si Él permanece anónimo. Pero ¿cómo podemos conocerlo cuando incluso Su nombre carece de ese aire personal del «Padre» o del «Hijo»?
Meditar sobre dos aspectos de la enseñanza bíblica nos ayuda en este punto. En primer lugar, la Escritura utiliza una serie de descripciones para identificar al Espíritu. Él es el Espíritu de santidad, de adopción, de gloria, de verdad… y mucho más (Ro 1:4; 8:15; 1 P 4:14; 1 Jn 4:6).
Debemos fijarnos especialmente en cómo nuestro Señor Jesús presenta al Espíritu en Su discurso de despedida, en Juan 13-17. En esencia, Jesús les dice a Sus discípulos que el Espíritu será para ellos todo lo que Él mismo ha sido a lo largo de Su ministerio. Porque, aunque el Hijo y el Espíritu son personalmente distintos, están entrelazados en términos de la economía redentora. Jesús es maestro, guía y consejero; Jesús va a preparar un hogar para Sus discípulos (Jn 14:2). El Espíritu es otro como Jesús (v. 16); Él enseña, guía, aconseja y lleva a los huérfanos al hogar y al corazón de Dios. Además, como Él es Espíritu, puede hacerlo al habitar personalmente en el creyente.
Esto forma parte de lo que los teólogos llaman el ministerio económico del Espíritu, en el que Él lleva a cabo nuestra salvación. Detrás de eso está la comunión ontológica y eterna del Espíritu con el Padre y con el Hijo. ¿Es este un secreto oscuro que nunca se conocerá? No. Porque la revelación de Dios es en verdad una exégesis de Sí mismo (Jn 1:18). Él no es diferente de quién Él mismo reveló ser.
En segundo lugar, las Escrituras nos enseñan acerca de la vida interna e intratrinitaria del Espíritu. Aquí solo podemos echar un breve vistazo a algunas cosas. El Espíritu conoce exhaustivamente a Dios el Padre y a Dios el Hijo, pues Él escudriña «las profundidades de Dios» (1 Co 2:10). Entre el Espíritu y el Padre, y entre el Espíritu y el Hijo, hay una comprensión y un conocimiento mutuo totales. Nada está oculto. Es más, todo lo que hay en cada una de las personas del Padre y del Hijo es abrazado y recibido por el Espíritu, como si bebiera eterna e infinitamente del amor y la gloria de los atributos divinos expresados de forma distintivamente paternal (Padre) y filial (Hijo).
Además, todo lo concerniente a la relación mutua del Padre con el Hijo es conocido por el Espíritu. Su devoción mutua, el desbordamiento de todos Sus atributos personales el uno al otro en amor perfecto, es absorbida y disfrutada plenamente por el Espíritu. Así, el Espíritu experimenta quiénes son el Padre y el Hijo no solo individualmente, por así decirlo, sino también en términos de lo que cada uno es para el otro.
Cuando Jesús prometió que le pediría al Padre enviar al Espíritu (Jn 14:16; Hch 2:33), lo describió como Uno «que procede del Padre» (Jn 15:26). Ese «enviaré» (en tiempo futuro) del Padre se refiere a la economía, y apunta al día de Pentecostés y se cumple en él (Lc 24:49; Hch 1:8). Pero ese «procede» (en tiempo presente) es continuo, no está vinculado al pasado ni al futuro.
Muchos estudiosos del Nuevo Testamento hoy ignoran la importancia de este cambio de tiempo verbal, y consideran que ambas afirmaciones («enviaré del Padre» y «procede del Padre») son sinónimas. Pero el cambio de tiempo en los verbos expresa una diferencia real. Esa procesión es una relación continua, no solo histórica.
La implicación aquí, como reconoció Agustín, es que el Espíritu siempre «sale» del Padre, irradiando de Él toda la plenitud que hay en Él. Pero, como hemos visto, el Espíritu busca y experimenta simultáneamente las profundas riquezas que hay en la relación del Padre con Su Hijo y viceversa. De esta gloriosa comunión «procede» el Espíritu —«del Padre y del Hijo» (en latín filioque)— como ha confesado por mucho tiempo la iglesia de Occidente. Además, mientras que en el «enviaré» (respecto a la economía) el Espíritu cede dulcemente a la voluntad reveladora del Padre y del Hijo, en el «procede» (respecto a la ontología) Él despliega voluntariamente la gloria de la inefable relación de la que participa. Su revelación a nosotros de la plenitud de la comunión de la Trinidad se produce en términos de una expresión de Su posesión de la deidad plena.
Esto lleva nuestro intelecto al límite. Pero mientras nuestras mentes permanecen de puntillas, explorando los horizontes de la revelación divina, no nos preocupan nuestras limitaciones. Al contrario, contemplamos la belleza y la maravilla infinitas del ser indescriptible de Dios. El Espíritu resplandece en el rostro de Cristo; el Hijo nos conduce al Padre. Así empezamos a conocer más plenamente a Aquel que nos ha llevado a conocer a Dios. Con el apóstol Juan, decimos: «Ciertamente, Espíritu bendito, Tú nos has introducido a la comunión con el Padre y con Su Hijo, Jesucristo» (cf. 1 Jn 1:3). Y así aprendemos a cantar con los santos a lo largo de los siglos:
Enséñanos a conocer al Padre, al Hijo,
Y a Ti, que a la vez son Uno,
Para que por los siglos
este sea nuestro canto sin fin:
Alabado sea Tu eterno mérito,
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
¡Amén y amén!