Entendiendo la sabiduría y la necedad
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Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: Las doctrinas de la gracia
Dios coronó Su obra de la creación con la formación del hombre.
Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó (Gn 1:27).
Lee el versículo nuevamente. El Creador nos hizo semejantes a Él. Las alturas de nuestra dignidad creada asombran la mente. Aunque Dios es Espíritu (Catecismo Menor de Westminster, pregunta 4), el ser hechos a Su imagen (imago Dei) significa que lo reflejamos en cada aspecto de nuestro ser, material e inmaterial. Desde nuestra biología hasta nuestras ideas, desde nuestras entrañas hasta nuestras metas, desde nuestras vidas hasta nuestros amores, como individuos y en nuestras relaciones, reflejamos a nuestro Creador.
Creados varón y hembra, no poseemos la imagen de Dios como algo que podemos desechar cuando queramos. Somos portadores de Su imagen y, por lo tanto, llevamos Su imagen ineludiblemente. En cada microsegundo de nuestra existencia, vivimos ante y en relación con el Dios que nos hizo a Su imagen. Aquí estamos. No podemos hacer otra cosa.
Sin embargo, la belleza y la imponente grandeza de nuestra imagen tuvieron una vida corta. Poco después de la creación original, y que «era buen[a] en gran manera» (Gn 1:31), nuestro representante pactual, Adán, junto con su esposa, Eva, despreciaron a su Rey Creador. Al desobedecer Su Palabra, se arrojaron a sí mismos y a su descendencia al abismo del pecado, a su culpa y a su perversión. Este acto deformador de la imagen generó corrupción y nos desterró a todos con consecuencias humanamente irreparables.
Adán y Eva se convirtieron en contorsionistas morales, retorcidos en sí mismos. Diseñados para una rica comunión con el Dios santo y ahora como narcisistas que se glorifican a sí mismos, nuestros culpables primeros padres y sus descendientes enfrentan la alienación de Él, mientras obstinadamente perseguimos nuestros propios caminos de destrucción: yo, yo y yo.
Los distorsionados, engañados y desesperados portadores de la imagen ponen de cabeza el mundo de Dios. Creadas para pensar de acuerdo con los pensamientos de Dios, nuestras mentes distorsionadas creen y hablan palabras engañosas. Formados para glorificar a Dios, nuestros corazones distorsionados transforman el afecto divino en amor propio. Diseñadas para obedecer la Palabra de Dios, nuestras voluntades obstinadas insisten en que la anarquía es libertad. Destinados a la vida en Él, sin rescate divino, morimos distanciados de Él. En todas las cosas, despreciamos la Palabra de Dios y nos alejamos del Dios de la Palabra.
No es de extrañar que la Biblia pinte nuestro pecado de manera tan espantosa. El pecado en todas sus formas es idolatría. En nuestro pecado, exigimos la sujeción del Rey del universo. Luego, lo cambiamos por supuestos dioses martillados hasta darles la forma de nuestra perversión en el yunque de nuestros propios corazones de acero. Una vez magníficos, ahora somos portadores de imágenes mutiladas que fabrican dioses a nuestro agrado, dioses que nos reflejan.
Esta distorsión pecaminosa es lo que llamamos depravación.
Basada en la raíz pravus (torcido), la palabra latina depravare significa «distorsionar o desfigurar». El término depravación captura gráficamente la enseñanza de la Biblia sobre los efectos dañinos y condenatorios del pecado. Lo que por la creación original era recto ahora está torcido por la caída; lo que era puro ahora está corrompido. Con corazones endurecidos y mentes torcidas, estamos encerrados en nosotros mismos, sin deseo, sin voluntad e incapaces de estar correctamente ante Dios. Formados a imagen de Dios, ahora estamos deformados. La depravación profana la dignidad.
A menudo se afirma que depravación total no significa que somos tan malos como podríamos ser, sino que se refiere al alcance penetrante del pecado. En una importante medida esto es cierto. Dios bondadosamente refrena a la humanidad de las profundidades del mal que nuestros corazones desearían y perseguirían. Si bien esta distinción de amplitud/profundidad aclara algo, debemos tener cuidado. Tomar la depravación total a la ligera manifiesta depravación; trivializarla enmascara su poder engañoso.
En particular, Pablo nos insta a tomar en serio la fuerza del pecado:
Y Él les dio vida a ustedes, que estaban muertos en sus delitos y pecados, en los cuales anduvieron en otro tiempo según la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia. Entre ellos también todos nosotros en otro tiempo vivíamos en las pasiones de nuestra carne, satisfaciendo los deseos de la carne y de la mente, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás (Ef 2:1-3).
Los pecadores, fuera de la gracia de Dios, viven bajo el dominio del «príncipe de la potestad del aire»: el mismo Satanás, a cuya autoridad nos sometemos ansiosa, fervorosa y necesariamente, mientras perseguimos las pasiones de nuestro corazón y nos rendimos ante las distorsiones de nuestra mente. Los pecadores caminan como hombres muertos, vivos para el poder y la presencia del pecado, pero muertos para la bendición de Dios.
Tal como advirtió Génesis 2:17, la desobediencia a Dios termina en la muerte. En consonancia, Santiago describe cada eslabón de la cadena inquebrantable del pecado: la fuente del pecado (nuestra naturaleza), los actos del pecado (nuestra conducta) y el resultado del pecado (nuestra muerte): «Sino que cada uno es tentado cuando es llevado y seducido por su propia pasión. Después, cuando la pasión ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, engendra la muerte» (Stg 1:14-15).
Pecamos necesariamente por lo que somos de forma natural desde la caída: totalmente depravados. Aunque las manifestaciones de la depravación difieren según la persona y varían en grado, la depravación es total y universal. Sin excepción, el pecado desfigura a todos en todas partes. Pecadores hasta la médula, los individuos y las comunidades pasan sus vidas en rebelión contra Dios. Mientras que una vez reinamos como servidores de la gloria, ahora tambaleamos como esclavos del pecado. Sí, así somos. Y debido a nuestra depravación total, nada podemos hacer.
No soy fanático de las películas de zombis, aunque este género retrata dramáticamente lo que sucede con los muertos: actúan según sus mentes y corazones depravados.
Están llenos de toda injusticia, maldad, avaricia y malicia, llenos de envidia, homicidios, pleitos, engaños, y malignidad. Son chismosos, detractores, aborrecedores de Dios, insolentes, soberbios, jactanciosos, inventores de lo malo, desobedientes a los padres, sin entendimiento, indignos de confianza, sin amor, despiadados. Ellos, aunque conocen el decreto de Dios que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no solo las hacen, sino que también dan su aprobación a los que las practican (Ro 1:29-32).
Aunque cautivados por el interés propio, los pecadores no son felices estando solos. Mareados en sus campañas de muerte y condenación, los depravados reclutan. Los pecadores buscan compañeros de equipo. Y cuando aseguran a sus reclutas, como zombis, los canibalizan. Insatisfechos con la rebelión en aislamiento, se alegran de que aquellos a quienes reclutan compartan el desafío máximo y la condenación segura.
Al leer estas palabras, es posible que te digas a tí mismo: «Pero a pesar de todo, soy una persona bastante buena. No me veo de esa manera. ¿Mi depravación es total?».
Las afirmaciones de inocencia delatan el autoengaño. Bajo la inspección divina, el corazón de todo pecador da positivo en la prueba de perversión.
Más engañoso que todo es el corazón,
Y sin remedio;
¿Quién lo comprenderá?
Yo, el SEÑOR, escudriño el corazón,
Pruebo los pensamientos,
Para dar a cada uno según sus caminos,
Según el fruto de sus obras (Jr 17:9-10).
El corazón del pecador es «engañoso» y «sin remedio», y sus obras nunca son del todo buenas. La aparente bondad sufre de un subterfugio subterráneo. No significa que todo lo que haces es cien por ciento malo, sino que nada de lo que haces es cien por ciento puro. Ante los ojos de Dios, la santidad incompleta es impiedad completa. Los motivos mixtos no son motivos puros. Las verdades parciales son distorsiones, violaciones de la voluntad y de la Palabra de Dios.
Dado que la santificación no es completa, ni siquiera para los cristianos, el corazón no es un lugar agradable. Piensa honestamente:
- Cuando escuchas las palabras del Sermón del monte, ¿te parece la ética del reino de Cristo contraintuitiva o irrazonable? La depravación hace que la sabiduría de Dios parezca inviable, extraña e incluso estúpida.
- ¿Ejerces mayor celo por ocultar tu pecado que por exponerlo y matarlo? La depravación nos lleva a la autoprotección.
- ¿Buscas formas de hacerte notar o de esconderte, de tener razón o de parecer superior? La depravación corona el interés propio por encima de todo lo demás.
- ¿Alguna vez cuestionas la presencia, la bondad o las promesas de Dios? La depravación arroja dudas sobre el amor y el poder de Dios.
- Cuando recibes una palabra dura, ¿buscas naturalmente responder con una palabra punzante? ¿Le añades filo a tus palabras? La depravación nos impulsa a herir con la lengua y justificar el acto en nuestro corazón.
- ¿Alguna vez te has comportado de manera desagradable con alguien o has hablado mal de alguien? Tu acto no solo expone un corazón depravado, sino que también recluta a otros para que se unan a tu maldad.
No nos equivoquemos: el pecado es feo e inaceptable. Lo corrompe todo y para nada busca arreglar las cosas.
Entonces, ¿qué necesitamos? ¿Una muleta para compensar una cojera espiritual? ¿Proteína espiritual en polvo para fortalecer nuestra condición espiritual apenas debilitada? La respuesta es un rotundo no. Los pecadores depravados necesitamos la cruz de Cristo para aplastar nuestro pecado, su culpa y su poder. Necesitamos el poder de la resurrección de Cristo para resucitarnos de la muerte a la vida.
Alabado sea Dios, pues Él nos da este Cristo. El Hijo resucitado es el único antídoto contra nuestra depravación, Aquel que nos cura de adentro hacia afuera. El Salvador de los pecadores derrama Su Espíritu de resurrección sobre nosotros y nos hace nuevos (1 Co 15:45; 2 Co 5:17). Él redime a Su pueblo desfigurado. Él endereza nuestra torcedura. Él asegura nuestra bendición.
Somos, según el plan del Padre en el evangelio y por el poder de Su Espíritu, hechos semejantes a Jesús. Por gracia, somos hechos conforme a Su imagen.
Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó, a esos también llamó. A los que llamó, a esos también justificó. A los que justificó, a esos también glorificó (Ro 8:29-30).
Lee eso una y otra vez. El santo Creador nos ha redimido. Los depravados son hechos como Jesús, son santos hijos e hijas de Dios. Las alturas de esta dignidad transformadora van más allá de nuestra concepción más descabellada:
Sino como está escrito:
«COSAS QUE OJO NO VIO, NI OÍDO OYÓ,
NI HAN ENTRADO AL CORAZÓN DEL HOMBRE,
Son LAS COSAS QUE DIOS HA PREPARADO PARA LOS QUE LO AMAN» (1 Co 2:9).
Los redimidos de Cristo, en cada microsegundo de nuestra existencia, vivimos en bendición ante y en relación con el Dios que nos renueva y perfecciona en Su Hijo. La belleza y la gloria perfeccionadas de nuestra imagen en la semejanza de Cristo perduran para siempre. Por gracia, aquí estamos. Toda alabanza sea a Su glorioso nombre; no podemos hacer otra cosa.