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¿Cuándo fue la última vez que fuiste a un club social privado? Si piensas que ese tipo de cosas es solo para los miembros de la élite de nuestra sociedad, te equivocas. Las páginas amarillas están llenas de listas de clubes sociales en los que cualquier persona del vecindario puede hacerse miembro. Se reúnen principalmente los domingos por la mañana, pero no seas tan ingenuo como para esperar una invitación.
Desafortunadamente, al igual que la mayoría de los clubes, este club está diseñado para mantener a ciertas personas dentro y otras fuera. Allí encontrarás una fe completamente internalizada e individualizada, con su propio conjunto de reglas hechas por hombres. Allí encontrarás a un grupo de personas que actúan como si estuvieran disfrutando la vida al máximo, sin importar dónde se encuentren ni qué estén haciendo. ¿Y qué hacen? Hacen exactamente lo que desean hacer. En este club dominical, entonces, no es sorpresa que Dios sea «Aquel que existe para mí».
Pero la realidad es que este club social privado fue llamado a salir del mundo de los clubes, no para formar un club que fuera un poco más decente (y mucho menos divertido), sino para ser el anticlub, el lugar donde se invierte el mantra anterior: «Yo soy el que existe para Dios». Fuera de esto, no tendríamos ningún propósito, quedando sin ancla en un mar tempestuoso, incapaces de conocer nuestro valor como criaturas entre otras criaturas hechas y redimidas por un Dios trascendente.
Recuperar un sentido de asombro por la gracia de Dios y por nuestro valor extrínseco (nuestro valor dado por Dios en Cristo) como pueblo de Dios producirá, mínimamente, lo que ha producido en cada generación: la adoración del único Dios verdadero. Y la adoración es, primariamente, algo colectivo; es decir, es algo que hacemos como grupo. Sin duda alguna, también lo hacemos como individuos (aunque «en secreto», Mt 6:4, 6, 18). Sin embargo, cuando se trata de adorar, el enfoque principal de las Escrituras está claramente en el aspecto corporativo.
Un tiempo y un lugar sagrado
En nuestros tiempos, con todo este hiperindividualismo y la tentación constante de vivir como si Dios no existiera, necesitamos más que nunca rescatar el significado bíblico de tener un tiempo y un lugar sagrado. Con esto no me refiero tanto al edificio, sino a aquello que apunta a un Dios personal: la congregación de Su pueblo. Jesús dijo: «Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18:20). No uno, sino dos o tres; y luego Cristo viene. Nuestro Padre, Su Hijo el Mesías y el Espíritu Santo habitan en un nuevo templo: el pueblo del pacto (ver Jn 14:16-23). Es en nuestra relación como individuos con este nuevo templo, y en él, que el Dios trino ha prometido derramar Su amor. En otras palabras, la adoración es el camino a través del cual el amor de Dios se hace accesible a Su pueblo. «La adoración es un medio inmediato y presente del amor de Dios, haciéndonos nuevas criaturas y dándonos esa vida cada vez más abundante ahora» (C. FitzSimons Allison, Fear, Love & Worship [El temor, el amor y la adoración], p. 19).
Esto supone que nuestro crecimiento como personas (es decir, nuestro crecimiento en semejanza a la imagen de Dios) solo ocurre en relación con los demás; primero con Dios en Cristo a través de Su Espíritu, y segundo con el templo del Altísimo, Su pueblo. Agrega a esto los medios de Su gracia —la Palabra predicada y la Palabra hecha visible en los sacramentos del bautismo y la Cena del Señor— y ya tenemos lista una resistencia «contra principados, contra potestades, contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales» (Ef 6:12).
La sociedad de amigos
Este estilo de vida, o de «presencia fiel» (para usar la frase de James Davison Hunter en su libro To change the world [Para cambiar el mundo]), significa mostrar «la shalom de Dios en las circunstancias donde Dios [nos] ha colocado y buscarla activamente para los demás» (p. 278). Si bien no voy a atreverme a decirle a nadie cómo luce esto con respecto a la política, los negocios o incluso el entrenamiento de un equipo de fútbol de ligas menores, sí puedo decir que la mentalidad del club cristiano no prosperaría bajo tales condiciones, ya que el mismo aire que se respira (un aire narcisista de superioridad) sería sustituido por la encarnación desinteresada de la paz de Dios (la práctica del amor sacrificial) sin importar dónde nos encontremos durante la semana, pero especialmente cuando nos reunimos para adorar.
En Efesios 4, una de las palabras usadas, entre otras, resume su tema central: la amistad. Esto probablemente suene trivial a oídos modernos, pero eso podría tener más que ver con lo triviales que son nuestras amistades en esta era de superficialidad y aislamiento. El apóstol Pablo exhorta varias veces a la iglesia en Éfeso a simplemente actuar como una sociedad de amigos. El capítulo 4 de la carta está lleno de tales exhortaciones: sopórtense unos a otros en amor y preserven la unidad (vv. 2-3); usen sus dones para unificar el cuerpo y fortalecerlo (vv. 12, 16); háblense unos a otros con la verdad (v. 25); no dejen que su enojo los lleve a pecar contra un amigo (vv. 26, 29, 31); y dedíquense a un trabajo honesto para poder compartir con los necesitados (vv. 28, 32).
En resumen, practiquemos la amistad. Pues una iglesia sin amistad, al igual que una mujer hermosa que se olvida de su dignidad, es «como anillo de oro en el hocico de un cerdo» (Pr 11:22).