¿Se sostiene el centro?
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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El mundo judío en los días de Jesús
La cultura judía en la época de Cristo no existía en un vacío. Estaba situada en medio de un conjunto diverso de culturas centradas en el mar Mediterráneo, todas ellas influenciadas por los imperios griego y romano. Había elementos distintivos en cada cultura —quizás especialmente en el caso de los judíos por su monoteísmo radical y su larga herencia—, pero también había muchos aspectos culturales que estos grupos de personas compartían. Podríamos comparar esto con la unidad y la diversidad dentro de la cultura estadounidense actual: hay muchos valores subculturales distintos, pero compromisos como la libertad de expresión, la posibilidad de progreso financiero y los derechos legales constitucionales son valorados por casi todos los estadounidenses.
Podemos identificar varios valores culturales claves del antiguo mundo mediterráneo que también eran compartidos por el pueblo judío.
Honor y vergüenza
Los sociólogos y antropólogos desde hace tiempo reconocen que, a diferencia de la mayoría de las culturas occidentales modernas, muchas sociedades del mundo antiguo funcionaban sobre las categorías sociales centrales del honor y la vergüenza. El teólogo David deSilva define el honor como «el reconocimiento público del valor de una persona, concedido en función de qué tanto ese individuo encarna cualidades y comportamientos valorados por el grupo». En las sociedades de honor-vergüenza, el honor es como una moneda que da a la gente estatus y poder (de forma parecida a como lo hace el dinero en las sociedades occidentales modernas). El honor se concede en función de lo que la sociedad valora. Por el contrario, uno recibe la vergüenza por no ajustarse a las normas establecidas del bien y del mal. La vergüenza no es lo mismo que nuestro sentimiento moderno de culpa personal, sino que es un valor social reconocible que determina el éxito de una persona en la sociedad. Las culturas de honor-vergüenza utilizan ideas clave como la reputación, la gloria, el nombre, la jactancia y la «cara». Las culturas de honor-vergüenza tienden a ser más cohesivas y colectivas que individualistas. La identidad de grupo es dominante, y el honor y la vergüenza son los principales medios de control del comportamiento social.
La comprensión de esta dinámica profundiza nuestra comprensión de gran parte del lenguaje y de muchas de las ideas del Nuevo Testamento. Al operar dentro de una cultura de honor y vergüenza, Jesús regularmente cambia y redefine lo que es honorable y lo que es vergonzoso. El Nuevo Testamento desafía a menudo lo que las culturas circundantes consideraban honorable y vergonzoso: los primeros se convierten en los últimos (Mt 19:30); los perseguidos y ridiculizados son honrados (5:10-12); y los cojos, ciegos y pobres son acogidos y exaltados (Lc 14:15-24). Lo más radical es que los pecadores y los religiosos, los ricos y los pobres, los educados y los incultos, los judíos y los gentiles, todos pueden tener el mismo honor al formar parte de la comunidad de Cristo (Gal 3:28).
Relaciones patrón-cliente
El antiguo mundo judío y grecorromano estaba estructurado económicamente de forma muy diferente a las sociedades occidentales actuales. Un pequeño porcentaje de la población —determinado casi totalmente por el nacimiento— poseía casi toda la riqueza y los recursos, y por lo general estas personas ejercían de gobernantes. Casi todos los demás habitantes de estas sociedades antiguas llevaban una vida de pobreza, siempre potencialmente al borde del desastre, con poca red de seguridad excepto sus relaciones familiares. No había una gran clase media, ni economías de libre mercado, ni bienestar gubernamental, ni posibilidad de ascenso social o financiero.
En cambio, las estructuras sociales y la economía funcionaban conjuntamente en un sistema fuertemente jerarquizado de patrones y clientes o benefactores y dependientes. Todos tenían un lugar claramente definido en la sociedad. Todos dependían de los que estaban por encima de ellos, quienes tenían un poder casi ilimitado. Los patrones podían proporcionar dinero, grano, empleo, tierra o ascenso social. A cambio, el cliente estaba obligado a expresar su gratitud para dar a conocer el favor del patrón y así contribuir a su reputación. Naturalmente, dar las gracias y mostrar honor era una de las más altas virtudes, mientras que la ingratitud era un gran vicio. Así, la cultura de honor y vergüenza contribuía a la relación patrón-cliente y la perpetuaba, ya que los bienes y los recursos bajaban por la escalera y el honor subía como respuesta.
Esta realidad cultural tan arraigada se manifiesta en el Nuevo Testamento en muchas de las historias que reflejan este tipo de sistema socioeconómico, a menudo en forma de parábolas agrícolas y financieras. Hay un sentido muy real en el que Dios mismo puede ser considerado el patrón bueno y perfecto, que proporciona a Sus criaturas dependientes todo lo que necesitan, con una respuesta adecuada de honor y gratitud (Rom 1:18-25). No dar el honor apropiado es el gran pecado (2:23). Al mismo tiempo, podemos ver a través de las enseñanzas y acciones de Jesús que Él a menudo desafiaba ciertos aspectos de esta estructura patrón-cliente, enfatizando la entrega exorbitante de Dios y al mismo tiempo animando a aquellos con poder a humillarse, con Su propia muerte sacrificial como ejemplo principal (Flp 2:5-11).
Familia y parientes
Muchos aspectos de la vida familiar son universales en todas las culturas, mientras que muchos otros no lo son. Las sociedades tienen diferentes costumbres sobre el matrimonio, la paternidad, los hijos, los hermanos y las familias extensas. En lo que respecta a las relaciones familiares y de parentesco, la cultura judía y la grecorromana se solapan de forma significativa. Las enseñanzas bíblicas y los filósofos morales grecorromanos decían muchas cosas similares sobre la vida en familia.
Mucho más que en el Occidente moderno, la familia de origen y la ascendencia de una persona formaban su identidad principal. Ser «hijo de» alguien —ya sea positivamente o como una crítica vulgar— era el punto de partida del lugar que uno ocupaba en el mundo. Los individuos formaban primero parte de una familia extensa o de un grupo de parientes antes de ser individuos. La reputación y la posición de la persona en la sociedad estaban determinadas principalmente por su ascendencia, a menos que se avergonzara o se distinguiera mucho. Los hogares antiguos solían estar formados por parientes extensos, que trabajaban juntos en algún oficio o industria, compartiendo sus recursos, su reputación y buscando proteger y promover a sus propios parientes antes que a nadie. Una diferencia en las prácticas matrimoniales era que los judíos tendían a casarse dentro de su grupo de parientes extendidos para preservar las herencias y el linaje, mientras que los romanos a menudo buscaban casarse fuera de sus parientes por razones estratégicas y económicas.
En el Nuevo Testamento, vemos que la familia sirve como identidad principal, con este importante giro: para el cristiano, su identidad es ahora la familia de Dios reunida en torno a Cristo. La metáfora más frecuente para describir a los cristianos es «hermano y hermana». Este lenguaje familiar es intencional, ya que enseña a los cristianos a reorientar sus lealtades en torno a su nueva identidad como hijos de Dios.
Comprender estos valores y prácticas culturales es valioso para nuestra lectura del Nuevo Testamento, ya que muchas de las enseñanzas del cristianismo afirman y transforman simultáneamente la cultura. El cristianismo siempre comienza dentro de una cultura determinada y luego, con el tiempo, reforma esa cultura mediante prácticas, lealtades y hábitos alternativos que se alinean con el reino de Dios.