
En medio de ustedes
11 marzo, 2022
Entrenando a nuestros hijos para la adoración
14 marzo, 2022El Gran Cisma del 1054

Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XI
Tenías que verlo para creerlo. Durante la visita del papa en septiembre del 2010 al Reino Unido, la pancarta de un manifestante sobresalía muy por encima de las demás. En grandes letras rotuladas en el dorso de una caja de pizza, el manifestante teológicamente versado declaraba: «¡Desiste del filioque!».
FILIOQUE: ¿POR QUÉ TODO EL ESCÁNDALO?
Asumiendo que el manifestante simplemente quería llamar la atención, la pancarta funcionó: le dio cobertura televisiva y unas cuantas entrevistas. ¿Pero por qué se oponía a esa palabra? ¿Qué significaba después de todo?
La palabra exacta en latín en la pancarta significa «y el hijo». Y esta particular palabra latina tiene el discutible honor de ser uno de los factores principales causantes de la división de Iglesia más grande hasta la fecha: el Gran Cisma en el 1054 entre la Iglesia católica romana en el Occidente, con su asiento de poder en Roma, y la Iglesia ortodoxa en el Oriente, con su asiento de poder en Constantinopla. Esta es demasiada carga para una sola palabra.
Los teólogos en Occidente fueron atraídos a filioque porque reflejaba su entendimiento de la Trinidad. Creían que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. En el 598 d. C., en el Concilio de Toledo, la Iglesia occidental adoptó oficialmente la frase y en consecuencia enmendó el Credo Niceno (de 325/381). Desde el 598, las iglesias en Occidente incluían la palabra latina adicional cuando recitaban el credo. La enseñanza de Cristo en Juan 16:7 ofrece garantía bíblica para la frase. Sin embargo, las iglesias orientales nunca apreciaron ese argumento.
Las iglesias orientales, aunque afirman la Trinidad como tres personas en una sustancia, tienden a enfatizar lo trinitario de la Trinidad, las personas individuales. El Occidente, aunque por igual afirma la definición ortodoxa de la Trinidad, tiende a enfatizar la unidad de la divinidad.
Si avanzamos rápidamente desde el final de los años 500 hasta mediados de los años 1000, encontraremos que esta frase siempre contenciosa estuvo intensamente en el centro de la atención. Y aquí es donde las cosas se complican, a medida que la política (tanto en el Imperio como en la Iglesia), la teología y las personalidades se juntaron todas en una mezcolanza. Las iglesias de Occidente y de Oriente iban camino a un enfrentamiento.
ENFRENTAMIENTO EN LA HAGIA SOPHIA
Uno puede casi preguntarse cómo se las ingenió la Iglesia para mantenerse unida hasta el 1054. Tan atrás como en los años 300, las iglesias de Oriente y Occidente habían tenido culturas e idiomas distintos (griego versus latín), liturgia o prácticas y énfasis de adoración distintos, métodos teológicos distintos, asientos de poder y autonomía distintos (Constantinopla versus Roma), emperadores distintos y líderes eclesiásticos distintos (el patriarca versus el papa).
Estas diferencias eran muy pronunciadas y fácilmente estallarían. Así sucedió en el 1054. De hecho, lo que pasó en el 1054 bien pudiera ser visto como el hacer explícito lo que ya por mucho tiempo era implícito.
Miguel I Cerulario, patriarca de Constantinopla, había condenado a las iglesias occidentales por la práctica de usar pan leudado para la eucaristía. León IX, el pontífice romano desde el 1049 hasta el 1054, envió emisarios para limar las diferencias. Estos esfuerzos de diplomacia fallaron miserablemente. Mientras más platicaban los dos lados, más estaban en desacuerdo. Ningún lado cedió, lo que causó que los nuncios de León IX entraran en Hagia Sophia (la iglesia de Santa Sofía o la Santa Sabiduría, la más importante en Constantinopla y asiento del patriarca oriental) y depositaran una bula papal de excomunión sobre el altar mayor.
Cerulario contrarrestó convocando un concilio de obispos que condenaron al papa León IX y a su Iglesia. Entre las razones, estaba la cláusula filioque. La Iglesia occidental, argumentaba él, había sobrepasado sus límites cuando enmendó el Credo Niceno. La Iglesia oriental había permanecido pura y verdadera. La añadidura del filioque pasó a ser un gancho conveniente sobre el cual colgar todas las contenciones y desacuerdos entre las iglesias.
Así que el 16 de julio del 1054, «una Iglesia santa, católica y apostólica», como dice el Credo Niceno, se dividió. Y entonces ya eran dos.
DESPUÉS DEL 1054
Se hicieron intentos de sanar la brecha, pero ninguno tuvo éxito. Cuando la Iglesia occidental lanzó las cruzadas, todas las esperanzas de una reunificación se esfumaron. Durante la cuarta cruzada, en los primeros años del siglo XIII, los ejércitos europeos saquearon Constantinopla, aparentemente apartados de su misión de asegurar la Tierra Santa. Un historiador de las cruzadas describe cómo sitiaron la ciudad por tres días dejando a su paso «espantosas escenas de saqueo y derramamiento de sangre». La antigua y gran ciudad de Constantinopla fue reducida a escombros y dejada en caos.
Historiadores y líderes de la Iglesia ofrecen diversos análisis sobre la vida después de la división. Algunos dicen que la ruptura dejó a la Iglesia ortodoxa aparentemente «congelada en el tiempo», aislada de los movimientos culturales y eventos tales como la Reforma y el Renacimiento que tanto impactaron a la Iglesia en Occidente. La Iglesia oriental se aferró regiamente a sus tradiciones, mientras que la Iglesia occidental se mantuvo reinventándose. Para aclarar, la tradición corre bien profunda en la Iglesia católica romana, pero corre aún más profunda en la Iglesia ortodoxa. Otros observadores lamentan la división, la amplia y fea ruptura. Estos sujetos se preguntan si la oración de Cristo por la unidad de la Iglesia, en Juan 17, llegará a cumplirse en algún momento dada nuestra afición por dividir.
Sin importar cómo se interprete el Gran Cisma, tomó siglos para que las heridas sanaran. También se requirió de los nuevos vientos del espíritu ecuménico del siglo XX. Casi inmediatamente después del Vaticano II, un concilio de la Iglesia católica romana celebrado desde 1962 a 1965, las dos iglesias revocaron sus excomuniones mutuas y celebraron la misa juntas, presumiblemente con pan sin levadura. Después de 911 años, las dos iglesias se reunificaron.
Pero la reunión fue más espectáculo que sustancia, resultando en poco más que papas y patriarcas celebrando misas de vez en cuando en los altares de cada uno. Algunas veces las viejas heridas nunca se sanan. Una fuente católica romana relativamente reciente sobre el cisma habla de la prominencia de Constantinopla como «infundada» y «no canónica», definiendo el levantamiento de la ciudad como un accidente de la historia. Estas dos iglesias han estado separadas desde el siglo IV y lo continúan estando hasta el presente, si no de hecho, al menos en la práctica.
LECCIONES APRENDIDAS
Una de las lecciones aprendidas del cisma concierne al poder, la política y el control, y cómo ninguno de estos son buenos para la Iglesia. Uno de los nuncios papales que se reunía con Cerulario informó al patriarca que «Pedro y sus sucesores [los papas de Roma] tienen una jurisdicción sin trabas sobre toda la Iglesia », añadiendo que «Nadie debe interferir con su posición, porque el Sumo Vidente no es juzgado por nadie». El dicho de que «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente», ciertamente aplica aquí.
La Iglesia en Roma en el siglo XI estaba motivada por el poder y seducida por toda la parafernalia que viene con él. Desde León IX a mediados de los años 1000, el papado continuó su declive, alcanzando un punto particularmente bajo con León X, el papa que fue testigo de otro cisma cuando Martín Lutero lideró la Reforma protestante. Lutero habló la verdad con valentía, prefiriendo la Palabra de Dios a la autoridad papal.
Una segunda lección concierne a lo que puede ser llamado el fenómeno iceberg. Cuando se trata de icebergs, la punta no es el problema. En cambio, es lo que yace debajo lo que debe preocupar. Para usar una frase de consejería, el «problema presentado» tiende a no ser el problema real.
Tal es el caso con la palabra en la caja de pizza del manifestante. Filioque era el problema presentado, la punta del iceberg. Lo que yacía debajo de la superficie, la masa escondida de la vista, era el problema real.
Los que se han visto involucrados en la división de una iglesia local o denominación, probablemente pueden dar testimonio del hecho de que «el fenómeno iceberg» no es exclusivo del Gran Cisma del 1054. Los involucrados en tales situaciones trágicas, y que desean llegar a alguna resolución o sanidad, deberían poner atención a lo que yace debajo, no meramente a lo que aparece en la superficie.
Otra lección concierne a lo que se puede aprender de la Iglesia en el Oriente. Aunque los protestantes, como los católicos romanos, tengamos muchos puntos de desacuerdo con la Iglesia ortodoxa, no significa que no podamos aprender nada de ella. Una de esas cosas bien pudiera concernir a su metodología teológica.
La teología ortodoxa enfatiza el misterio y la belleza, dos cosas en las cuales nosotros los occidentales no siempre sobresalimos. Nos gusta tener las cosas descifradas, resueltas. No siempre estamos contentos con dejar algo sin resolver, en misterio. Aun así, cuando tratamos con la teología, en cuyo centro está Dios mismo, ciertamente nos topamos con el misterio. Además, nosotros en Occidente, especialmente los norteamericanos, tendemos a gravitar hacia la utilidad y lo práctico por encima de la belleza y la estética. Pero no necesitamos tener íconos en nuestras iglesias (de hecho, se puede argumentar que no deberíamos tenerlos) para apreciar la belleza en la adoración.
La lección final del Gran Cisma del 1054 concierne al espacio entre lo ideal y lo real. Jesús oró por la Iglesia en la tierra para que fuese una (Jn 17), y los que recitan el Credo Niceno afirman un compromiso con «la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica». Tal unidad, sin embargo, a menudo parece que se nos escapa en la práctica. Las iglesias y denominaciones se dividen. Así como un divorcio deja trastornada a una familia, del mismo modo una división de iglesia deja trastornados a los afectados. Y tal como fue el caso con la división en el 1054, las heridas profundas sanan lentamente.
Sin embargo, aun en la agonía de las divisiones, debemos recordar que hay una unidad en la única Iglesia verdadera, y que la unidad viene solo como resultado del evangelio. La unidad no viene por afirmaciones de «jurisdicción sin trabas» de parte de papas o patriarcas. La unidad viene solo por la común unión —la sanctorum communio— que los santos tienen los unos con los otros por, a través de, y por causa de la jurisdicción sin trabas de Jesucristo sobre Su Iglesia. Somos un cuerpo porque Él es nuestro único Señor (Ef 4:1-6).