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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Sal y luz
La vida cristiana no fue concebida para vivirse en solitario. Aunque Dios nos regenera individualmente, el camino de crecimiento y madurez que Él ha diseñado requiere seguir a Cristo junto con otros creyentes en una iglesia. El crecimiento y la madurez cristianos se producen en el contexto de relaciones comprometidas que surgen en las congregaciones locales. Es decir, se necesita una iglesia para formar a un cristiano.
Ningún creyente, por muy experimentado o bien enseñado que esté, puede superar los desafíos de la vida cristiana por su cuenta. El camino es demasiado largo, la oposición demasiado grande y nuestras debilidades demasiado perniciosas como para que un creyente pueda mantenerse en la senda de la fidelidad sin la ayuda, capacitada por el Espíritu, de hermanos y hermanas que viajan con nosotros hacia la Ciudad Celestial.

Jesús les dice a Sus seguidores que son la «sal de la tierra» y la «luz del mundo» (Mt 5:13-16). Estas metáforas ilustran el modo en que los cristianos deben relacionarse con el mundo incrédulo. Tanto la sal como la luz influyen en su entorno, retrasando la descomposición y disipando las tinieblas, respectivamente. El apóstol Pablo enfatiza este aspecto del llamado de los cristianos cuando describe a los creyentes como viviendo en una «generación torcida y perversa, en medio de la cual ustedes resplandecen como luminares en el mundo» (Fil 2:15).
En el centro de esta responsabilidad se encuentra nuestro deber de vivir como hijos fieles de Dios que alaban con precisión Su gracia salvadora en Cristo y reflejan Su carácter al mundo. «Como Aquel que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir. Porque escrito está: “SEAN SANTOS, PORQUE YO SOY SANTO”» (1 P 1:15-16). Este es el llamado de cada cristiano y es el llamado de cada iglesia.
De hecho, todas las Escrituras citadas anteriormente están en plural. El llamado a la santidad pertenece no solo a los creyentes individuales, sino también a las congregaciones locales. Cuando una iglesia no cumple con este llamado, atenta contra las buenas nuevas de salvación que ella proclama y deshonra el nombre de Jesucristo.
La iglesia en Corinto aprendió esto del modo más duro cuando permitió que un pecado escandaloso quedara sin corregir entre sus miembros. Su apatía espiritual sobre la reputación del Señor provocó una reprimenda apostólica:
Se oye que entre ustedes hay inmoralidad, y una inmoralidad tal como no existe ni siquiera entre los gentiles, al extremo de que alguien tiene la mujer de su padre. ¡Y ustedes se han vuelto arrogantes en lugar de haberse entristecido, para que el que de entre ustedes ha cometido esta acción fuera expulsado de en medio de ustedes! (1 Co 5:1-2).
Los creyentes de Corinto sin duda pensaron que estaban siendo amorosos y sin prejuicio en presencia de este pecado escandaloso entre sus miembros. Estaban orgullosos de su tolerancia cuando debían haberse sentido afligidos por el estallido de tal pecado entre ellos. En el resto del capítulo, Pablo corrige sus ideas erróneas sobre el pecado, la tolerancia y la santidad.
Cuando una iglesia tolera el pecado sin arrepentimiento entre sus miembros, demuestra una falta de amor hacia quien está pecando, hacia los inconversos y hacia Dios.
La iglesia es el contexto en el que se enseña, fortalece y anima a los cristianos a crecer en la gracia y en el conocimiento de Cristo. Los hermanos y hermanas que nos conocen y nos aman nos ayudan a superar las idiosincrasias inevitables que acompañan a todo creyente, así como a resistir las tentaciones habituales que a todos nos acosan. Nos ayudan a vivir en fe y arrepentimiento.
Cuando este tipo de cuidado y estímulo mutuos son habituales en una iglesia, el poder del evangelio se pone de manifiesto ante los no creyentes. El carácter de nuestras vidas otorga credibilidad a la verdad de nuestro mensaje, y proporciona así una poderosa apologética a favor del evangelio.
Finalmente, y lo más importante, cuando los miembros de la iglesia se aman unos a otros lo suficiente como para responsabilizarse mutuamente de vivir vidas santas, demuestran que aman a Dios y Su gloria más de lo que aman su propia comodidad, su reputación o a otras personas. Tal amor supremo a Dios impulsará a una iglesia a obedecer el mandato apostólico de entregar a Satanás a los miembros impenitentes (1 Co 5:5).
Al amar a Dios de forma suprema y a las personas con sinceridad, una iglesia mantendrá su carácter distintivo frente al mundo. Entonces estará en condiciones de llevar a cabo la misión que el Señor nos ha encomendado. Como pueblo santo, podemos llamar humildemente a los pecadores a unirse a nosotros para reconciliarse con el Dios santo por medio de Su Hijo, Jesucristo.
Solo separándose del mundo puede una iglesia vivir eficazmente en el mundo, para el mundo.