Huyendo del anonimato

El almirante británico Lord Nelson dijo una vez: «Todos los marineros son solteros cuando se encuentran más allá de Gibraltar». Esta era una afirmación sobre el anonimato, un concepto que era extraño y surgió hace tan solo unas pocas generaciones. Nelson sabía que, una vez que los marineros cruzaban más allá de los límites del Imperio británico, más allá de los sistemas sociales de la moralidad y la rendición de cuentas, sufrían una transformación. Todos los hombres se volvían solteros y solo buscaban su propio placer. Los que han leído biografías de John Newton habrán visto el vívido retrato de un hombre que era un caballero en casa, pero un vulgar abusador lejos de ella. Con apenas un poco de anonimato, se transformaba en un hombre completamente distinto.
En tiempos pasados, el anonimato era inusual y difícil de alcanzar. La gente tendía a vivir en comunidades estrechas donde todos los rostros eran familiares y todas las acciones eran visibles para la comunidad. Los viajes eran escasos y la mayoría de la gente vivía toda su vida en una misma pequeña área geográfica. Os Guinness señala que en el pasado «los que hacían lo correcto y los que no hacían lo incorrecto a menudo actuaban de esa forma porque sabían que eran vistos por otros. Su moralidad consistía en la rendición de cuentas a través de la visibilidad». Si bien el anonimato ciertamente no es un fenómeno nuevo, el nivel de anonimato que podemos disfrutar y a menudo disfrutamos en nuestra sociedad no tiene precedentes en la historia.
Necesitamos rendir cuentas. A merced de nuestros propios dispositivos, pronto idearemos o sucumbiremos a toda clase de maldades. Como cristianos, sabemos que necesitamos a otros creyentes para que nos ayuden a mantenernos responsables ante el estándar de la Escritura. Pasajes como Eclesiastés 4:12 nos recuerdan que «Un cordel de tres hilos no se rompe fácilmente». La Biblia nos dice que «hierro con hierro se afila» (Pr 27:17), y que debemos «estimularnos unos a otros al amor y a las buenas obras… exhortándonos unos a otros» (Heb 10:24-25). La vida es demasiado difícil y somos demasiado pecaminosos como para vivir en soledad. Necesitamos a la comunidad y necesitamos rendir cuentas. Dios se anticipó a nuestra necesidad al darnos a la iglesia local como el principal medio para esta rendición de cuentas.
Nuestra sociedad valora el anonimato. Hay muchos que sienten que el anonimato es un derecho que debe ser salvaguardado y protegido. Los amantes de la tecnología ya habrán notado el auge de herramientas diseñadas para proteger el anonimato del usuario en Internet. Las versiones más recientes de los navegadores web están equipadas con herramientas diseñadas para borrar, con un solo clic, todos los rastros de lo que una persona vio o leyó mientras navegaba en la web. Proporcionan anonimato al minimizar la rendición de cuentas. Por el contrario, los programas informáticos desarrollados por cristianos, con la finalidad de guardar los ojos y el corazón, realizan precisamente lo opuesto: hacen público lo que la persona ha hecho. Proporcionan rendición de cuentas minimizando el anonimato.
El anonimato va mucho más allá de la tecnología. Se extiende a la esfera del trabajo, en la que podemos viajar por semanas cada año viviendo la vida más allá de los ojos curiosos. Se extiende al hogar, donde vemos televisión y leemos libros y revistas a puertas cerradas. Se extiende a la comunidad, donde puede ser que ni siquiera conozcamos las caras o los nombres de los vecinos de la casa del lado. Vivimos a metros de personas que posiblemente nunca conozcamos. Se extiende a la Iglesia, donde las congregaciones se vuelven más grandes y las relaciones más débiles. Somos gente anónima e impersonal en un mundo en buena parte anónimo e impersonal. Vivimos más allá de Gibraltar. Guinness no exagera cuando escribe: «La mayoría de nosotros el día de hoy somos más anónimos en más situaciones que en cualquier otra generación en la historia de la humanidad».
En tiempos pasados, la moralidad consistía en la rendición de cuentas a través de la visibilidad. Hoy, muchos de nosotros preferimos permanecer invisibles y sin rendir cuentas. No hace mucho, yo era un usuario invisible en Internet que valoraba su anonimato y un invisible que asistía a la iglesia, al que le importaba poco tener relaciones más estrechas. Escribía con frecuencia, y mis artículos y reseñas eran leídos por mucha gente, pero al mismo tiempo estaba prudentemente distanciado de la gente para la cual y sobre la cual escribía. Comencé a ver el efecto de eso en mis escritos: se volvieron cada vez más abrasivos y evidenciaban una carencia de carácter piadoso. Sin embargo, hace un par de años, Dios en Su gracia me mostró la necesidad de evitar el anonimato completo. Él me ayudó a entender que la rendición de cuentas está estrechamente ligada a la visibilidad y que la santidad personal no viene a través del anonimato, sino por medio de relaciones profundas y personales con mis hermanos y hermanas de la iglesia local. Por lo tanto, he procurado ser más visible para poder aceptar la corrección y la reprensión cuando sea necesario. Al mismo tiempo, he renovado mi compromiso con Aquel que siempre está observando y conoce cada palabra que escribo y cada intención de mi corazón.
Enfrentamos luchas únicas en nuestro mundo que cada vez se muestra más anónimo. Debemos comprometernos a rendir cuentas por medio de la visibilidad. Debemos comprometernos con la pureza de corazón y comprometernos a escuchar, escribir, leer, ver o hacer solo lo que honra a Dios. Luego, debemos asegurarnos de que haya personas que nos conozcan, que nos cuiden y que nos exhorten y corrijan amorosamente cuando faltemos a este compromiso. En contraste con los marinos británicos que iban más allá de Gibraltar y causaban gran desprecio hacia el imperio al que representaban, nosotros anhelamos ser cristianos que sean «fragante aroma de Cristo… entre los que se salvan y entre los que se pierden» (2 Co 2:15).