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Imagina un círculo que representa el carácter de la humanidad. Ahora imagina que, si alguien peca, un punto —una especie de mancha moral— aparece en el círculo estropeando el carácter del hombre. Si se producen otros pecados, aparecen más manchas en el círculo. Así, si los pecados continúan multiplicándose, con el tiempo todo el círculo se llenará de puntos y manchas. ¿Pero han llegado a ese punto las cosas? Claramente, el carácter humano está contaminado por el pecado, pero el debate es más sobre el alcance de esa mancha. La Iglesia católica romana mantiene la posición de que el carácter del hombre no está completamente contaminado, sino que conserva una pequeña isla de rectitud moral. Sin embargo, los reformadores protestantes del siglo XVI afirmaron que la contaminación del pecado y la corrupción del hombre caído es completa, haciéndonos así totalmente corruptos.
Hay muchos malentendidos sobre lo que los reformadores quisieron decir con esa afirmación. El término que a menudo se utiliza en la teología reformada clásica para la condición humana es depravación total. La gente tiende a respingar cada vez que utilizamos ese término porque hay una confusión muy extendida entre el concepto de depravación total y el concepto de depravación absoluta. Depravación absoluta significa que el hombre es tan malo y corrupto como podría ser. Yo no creo que haya un ser humano en este mundo que sea absolutamente corrupto, pero eso es solo por la gracia de Dios y el poder restrictivo de Su gracia común. A pesar de los muchos pecados que hemos cometido individualmente, podríamos haberlo hecho peor. Podríamos haber pecado más a menudo. Podríamos haber cometido pecados más atroces. O podríamos haber cometido un mayor número de pecados. La depravación total, entonces, no significa que los hombres son tan malos como podrían llegar a ser.


Cuando los reformadores protestantes hablaban de la depravación total, querían decir que el pecado —su poder, su influencia, su inclinación— afecta a toda la persona. Nuestros cuerpos son caídos, nuestros corazones son caídos y nuestras mentes son caídas. No hay parte de nosotros que escape a los estragos de la naturaleza humana pecaminosa. El pecado afecta nuestro comportamiento, nuestros pensamientos e incluso nuestras conversaciones. La persona está caída en su totalidad. Esa es la verdadera medida de nuestra pecaminosidad cuando se juzga por el estándar y la norma de la perfección y la santidad de Dios.
Ahondando más en el tema, cuando el apóstol Pablo explica detalladamente esta condición humana caída, dice: «No hay justo, ni aun uno… no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Rom 3:10b-12). Esa es una declaración radical. Pablo dice que el hombre caído nunca, nunca, hace ni una sola buena acción, pero eso contradice nuestra experiencia. Cuando miramos a nuestro alrededor, podemos ver a muchas personas que no son cristianas pero que hacen cosas que aplaudiríamos por su virtud. Por ejemplo, vemos actos de heroísmo sacrificial entre aquellos que no son cristianos, como los policías y los bomberos. Muchas personas viven tranquilamente como ciudadanos respetuosos de la ley, nunca desafiando al Estado. Escuchamos regularmente sobre actos de honestidad e integridad, como cuando una persona devuelve una billetera perdida en vez de quedarse con ella. Juan Calvino llamó a estos actos justicia civil. Pero ¿cómo pueden existir buenas obras como estas cuando la Biblia dice que no hay quien haga lo bueno?
La razón de este problema es que cuando la Biblia describe la bondad o la maldad, la mira desde dos perspectivas distintas. Primero, está la vara de medida de la ley, que evalúa el desempeño externo de los seres humanos. Por ejemplo, si Dios dice que no es permitido robar y tú vives toda tu vida sin robar, desde una evaluación externa podríamos decir que tienes un buen historial. Has guardado la ley externamente.
Pero además de la vara de medida externa, también está la consideración del corazón, la motivación interna de nuestro actuar. Se nos dice que el hombre juzga por las apariencias externas, pero Dios mira el corazón. Desde una perspectiva bíblica, hacer una buena acción, en el sentido más completo, requiere no solo que el hecho se ajuste exteriormente a los estándares de la ley de Dios, sino que proceda de un corazón que lo ama y desea honrarlo. Recuerdas el gran mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente» (Mt 22:37). ¿Hay alguien leyendo esto que haya amado a Dios con todo su corazón durante los últimos cinco minutos? No. Nadie ama a Dios con todo su corazón, ni digamos con toda su alma y toda su mente.
Una de las cosas por las que voy a dar cuenta en el día del juicio es la forma en que he desperdiciado mi mente en la búsqueda del conocimiento de Dios. ¿Cuántas veces he sido demasiado perezoso y no me he dedicado con esfuerzo a conocer a Dios? No he amado a Dios con toda mi mente. Si amo a Dios con toda mi mente, nunca tendría un pensamiento impuro. Pero mi cabeza no trabaja así.
Si consideramos el desempeño humano desde esta perspectiva, podemos ver por qué el apóstol llegó a esta conclusión aparentemente radical de que no hay quien haga lo bueno, que en el amplio sentido de la palabra no hay bondad entre la humanidad. Incluso nuestras mejores obras tienen mezclado un tinte de pecado. Nunca he hecho un acto de caridad, sacrificio o heroísmo que provenga de un corazón, un alma y una mente que ame a Dios completamente. Externamente ocurren muchos actos virtuosos, tanto entre creyentes como entre incrédulos, pero Dios considera tanto la obediencia externa como la motivación. Bajo esa estricta norma de juicio, estamos en problemas.
Publicado originalmente en el Blog de Ligonier Ministries.