Los cismas y la iglesia local
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Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Lo que realmente dijo N.T. Wright
«Una vez que reubicamos la justificación, llevándola de la discusión sobre cómo la gente se convierte en cristiana a la discusión sobre cómo sabemos que alguien es cristiano, tenemos un poderoso incentivo para trabajar juntos más allá de las barreras confesionales». — N.T. Wright, New Perspectives on Paul [Nuevas perspectivas sobre Pablo], en Justification in Perspective [La justificación en perspectiva], p. 261.
Una de las grandes conexiones que N.T. Wright destaca en su obra es la existente entre la soteriología (cómo somos salvos) y la eclesiología (la iglesia: ¿quiénes son el verdadero pueblo de Dios?). Él nos recuerda correctamente (y en repetidas ocasiones) que Pablo veía estas cuestiones como inseparables. Curiosamente, también lo hacían los reformadores protestantes, como a menudo han observado los historiadores. Sin embargo, como en tantos otros puntos, Wright distorsiona las posiciones de la Reforma y casi nunca pone notas a pie de página a sus arrolladoras acusaciones. Por ejemplo, en su último libro, Justification: God’s Plan and Paul’s Vision [Justificación: El plan de Dios y la visión de Pablo] (IVP, 2009), Wright vuelve a quejarse de que los reformadores simplemente no leyeron a Pablo teniendo en cuenta sus propias preocupaciones, como el plan de Dios de «reunir todas las cosas en Cristo, tanto las que están en los cielos, como las que están en la tierra» (Ef 1:10), convirtiendo los dos pueblos (judío y gentil) en una sola familia en Cristo en cumplimiento de la promesa a Abraham (p. 43).
Una lectura rápida del comentario de Calvino sobre Efesios nos dice una historia diferente. Sin embargo, Wright afirma con seguridad «Y, como he argumentado antes y espero mostrar aquí una vez más, muchas de las lecturas supuestamente ordinarias dentro de las tradiciones protestantes occidentales simplemente no han prestado atención a lo que Pablo realmente escribió» (p. 50). La tradición de la Reforma simplemente no ve ninguna «conexión orgánica entre la justificación por la fe, por un lado, y la inclusión de los gentiles en el pueblo de Dios, por el otro» (p. 53).
En esta, como en sus obras anteriores, Wright prácticamente no ofrece ni una sola nota a pie de página para sus múltiples afirmaciones sobre la exégesis de la Reforma. Sin embargo, se apoya mucho en algo tan débil como sus muchas citas de ese amplio aunque controvertido estudio de Alister McGrath sobre la historia de la doctrina de la justificación, Iustitia Dei. Asumiendo la discontinuidad más que el refinamiento, McGrath argumenta (como aprueba Wright al citarlo, p. 80): «La “doctrina de la justificación” ha llegado a tener un significado dentro de la teología dogmática que es bastante independiente de sus orígenes paulinos» (Iustitia Dei, pp. 2-3).
Según Wright (y McGrath), la justificación «con regularidad se ha hecho para cumplir con el cuadro completo de la acción reconciliadora de Dios hacia la raza humana, abarcando todo, desde el amor y la gracia gratuitos de Dios, pasando por el envío del Hijo para morir y resucitar por los pecadores, hasta la predicación del evangelio, la obra del Espíritu, el despertar de la fe en los corazones y las mentes humanas, el desarrollo del carácter y la conducta cristianos, la seguridad de la salvación final y el paso seguro a través del juicio final hacia ese destino» (Justification: God’s Plan and Paul’s Vision [Justificación: El plan de Dios y la visión de Pablo], p. 86).
Esto simplemente no es cierto. El punto principal de la Reforma fue subrayar la distinción entre la justificación y los demás dones de la salvación. Fue la confusión de Roma entre la justificación y la santificación lo que los reformadores desafiaron.
A pesar de toda su preocupación por la eclesiología en Pablo, Wright no parece tan preocupado por las posiciones reales que han mantenido las iglesias protestantes. En esta falta de claridad, se atreve a proponer su propio punto de vista como una «tercera vía» que va más allá del impasse de Roma y la Reforma. Resulta que su alternativa renuncia a la doctrina de la justificación como imputación de la obediencia activa y pasiva de Cristo para dar paso a un concepto de justificación como anticipación a una justificación final basada en «toda una vida vivida», es decir, en nuestra vida.
En el centro de las críticas históricas al punto de vista de la Reforma ha estado la acusación de que no hay lugar para la actividad humana. Los pioneros de la Nueva Perspectiva, E.P. Sanders y James D.G. Dunn, abordan a Pablo desde una perspectiva arminiana (Dunn fue calvinista por un tiempo). N.T. Wright pretende evitar estos debates (al igual que Sanders y Dunn), pero cada uno interpreta la Escritura desde una perspectiva teológica particular. Wright también tiene una agenda clara para que los cristianos transformen el mundo «viviendo el evangelio» (con una receta política muy específica). Él escribe sobre la justificación: «Si los cristianos pudieran entender esto bien», dice Wright, «descubrirían que no solo estarían creyendo en el evangelio, sino que lo estarían practicando; y esa es la mejor base para proclamarlo» (What St. Paul Really Said [El verdadero pensamiento de Pablo], p. 159). La fe y la santidad van juntas, insiste Wright con razón, pero la única forma de mantenerlas unidas, parece sugerir, es convertirlas en la misma cosa. «De hecho, muy a menudo la propia palabra “fe” puede traducirse adecuadamente como “fidelidad”, lo que también aclara el punto» (p. 160).
Lejos de desconfiar, deberíamos dar la bienvenida a cualquier consenso ecuménico que surja del claro testimonio bíblico de la justificación de Dios a los impíos mediante la imputación de sus pecados a Cristo y la justicia de Cristo a ellos por medio de la fe sola. Sin embargo, el consenso que parece estar surgiendo en nuestros días, como en otras épocas, parece encontrar su núcleo de empatía en un marco más sinérgico (arminiano y católico romano).