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6 abril, 2022Juan Calvino sobre la necesidad de reformar la iglesia

Hace más de 450 años, a Juan Calvino le llegó una petición para que escribiera sobre el carácter y la necesidad de la reforma en la iglesia. Las circunstancias eran bastante diferentes de las que inspiraron otros escritos de Calvino y nos permiten ver otras dimensiones de su defensa de la Reforma. El emperador Carlos V convocó la Dieta del Sacro Imperio Católico Romano a una reunión en la ciudad de Espira en 1544. Martín Bucer, el gran reformador de Estrasburgo, recurrió a Calvino para que redactara una declaración sobre las doctrinas y la necesidad de la Reforma. El resultado fue extraordinario. Teodoro Beza, amigo y sucesor de Calvino en Ginebra, calificó La necesidad de reformar la iglesia como la obra más poderosa de su tiempo.
Calvino organiza la obra en tres grandes secciones. La primera sección está dedicada a los males en la iglesia que requerían una reforma. La segunda detalla los remedios particulares a esos males adoptados por los reformadores. La tercera muestra por qué la reforma no podía demorarse, sino que la situación exigía una «enmienda instantánea».

En cada una de estas tres secciones, Calvino se enfoca en cuatro temas, a los que llama el alma y el cuerpo de la Iglesia. El alma de la iglesia es la adoración y la salvación. El cuerpo son los sacramentos y el gobierno de la iglesia. Para Calvino, la gran causa de la reforma se centra en estos temas. Los males, los remedios y la necesidad de una acción inmediata se relacionan con la adoración, la salvación, los sacramentos y el gobierno de la iglesia.
Para Calvino, la gran causa de la reforma se centra en estos temas. La importancia de estos temas para Calvino destaca cuando recordamos que él no respondía a los ataques en estas cuatro áreas, sino que él mismo las eligió como los aspectos más importantes de la Reforma. La adoración apropiada es la primera preocupación de Calvino.
La adoración
Calvino subraya la importancia de la adoración porque los seres humanos adoran fácilmente según su propia sabiduría y no según la de Dios. Insistió en que la adoración debe ser regulada únicamente por la Palabra de Dios: «Sé cuán difícil es persuadir al mundo de que Dios desaprueba todas las formas de adoración que no están expresamente prohibidas por Su Palabra. La persuasión opuesta que se adhiere a ellos, estando asentada, por así decirlo, en sus propios huesos y médula, es que cualquier cosa que hagan tiene en sí misma suficiente aprobación, siempre que exhiba algún tipo de celo por el honor de Dios. Puesto que Dios no solo considera como infructuosa cualquier cosa que emprendamos con celo para Su adoración si está en desacuerdo con Su mandato, sino que claramente también la abomina, ¿qué ganamos con hacer lo contrario? Las palabras de Dios son claras y distintivas: “El obedecer es mejor que un sacrificio”». Esta convicción es una de las razones por las que se requería una reforma: «ya que… en muchos pasajes Dios prohíbe cualquier adoración nueva desaprobada por Su Palabra; puesto que Él declara que está gravemente ofendido con la presunción que inventa tal adoración, y la amenaza con un castigo severo, es evidente que la reforma que hemos introducido fue exigida por una fuerte necesidad». Por el estándar de la Palabra de Dios, Calvino concluye sobre la Iglesia católica romana que «toda la forma de adoración divina de uso general en la actualidad no es más que una mera corrupción».
Para Calvino, la adoración de la iglesia medieval se había convertido en una «idolatría repugnante». La cuestión de la idolatría para él era tan grave como la cuestión de la justicia por las obras en la justificación. Ambas representaban la sabiduría humana reemplazando a la revelación divina. Ambas representaban una complacencia hacia las inclinaciones humanas, en lugar de desear agradar y obedecer a Dios. Calvino insiste en que no puede existir unidad en la adoración con idólatras: «Pero se dirá que, aunque los profetas y apóstoles disentían con los sacerdotes impíos en cuanto a la doctrina, todavía cultivaban la comunión con ellos en los sacrificios y las oraciones. Admito que lo hicieron, siempre y cuando no fueran forzados a la idolatría. ¿Pero de cuál de los profetas leemos que haya sacrificado alguna vez en Betel?»
Los reformadores, al igual que los profetas de antaño, necesitaban atacar la idolatría y el «espectáculo externo» de la adoración de su tiempo. El antídoto contra la teatralidad de la iglesia en la época de Calvino fue una simplicidad piadosa de adoración, como se reflejaba en el orden del servicio en la iglesia de Ginebra. Tal sencillez animaba a los adoradores a dedicar tanto la mente como el cuerpo en la adoración: «Porque mientras que a los verdaderos adoradores les corresponde entregar el corazón y la mente, los hombres siempre están deseosos de inventar un modo de servir a Dios a partir de una descripción totalmente diferente, siendo su objeto realizar para Él ciertas observancias corporales, y mantener la mente para sí mismos».
La justificación
Calvino luego aborda el tema de la justificación. Aquí reconoce que los desacuerdos han sido los más agudos: «No hay un punto más intensamente disputado, ninguno en el que nuestros adversarios sean más empedernidos en su oposición, que el de la justificación, es decir, si la obtenemos por fe o por obras». De esta doctrina depende «la seguridad de la iglesia» y debido a los errores sobre esta doctrina, la iglesia ha incurrido en «una herida mortal» y «ha sido llevada al borde mismo de la destrucción».
Calvino insiste en que la justificación es por la fe sola: «Sostenemos que, cuales sean las obras de un hombre, se le considera como justo ante Dios simplemente sobre la base de la misericordia gratuita; porque Dios, sin tener en cuenta las obras, lo adopta gratuitamente en Cristo, al imputarle la justicia de Cristo como si fuera suya».
Esta doctrina tiene un efecto profundo en la vida y experiencia del cristiano: «al convencer al hombre de su pobreza e impotencia, lo entrenamos más eficazmente en la verdadera humildad, llevándolo a renunciar a toda confianza en sí mismo, y a arrojarse enteramente sobre Dios; y del mismo modo, lo entrenamos más eficazmente en la gratitud, llevándolo a atribuir, como en verdad debe, todo bien que posee a la bondad de Dios».
Los sacramentos
El tercer tema de Calvino son los sacramentos, los cuales examina en detalle. Se queja de que las «ceremonias ideadas por los hombres se colocan en el mismo rango con los misterios instituidos por Cristo» y que la Cena del Señor en particular se había transformado en una «exhibición teatral». Tal abuso de los sacramentos de Dios es intolerable. «Lo primero por lo que nos quejamos aquí es que la gente es entretenida con ceremonias ostentosas, mientras que no se dice una palabra de su significado y verdad. Los sacramentos no sirven de nada si no se explica lo que la señal representa visiblemente en conformidad con la Palabra de Dios».
Calvino lamenta que se haya perdido la simplicidad de la doctrina y práctica sacramental que prevalecía en la iglesia primitiva. Esto se ve más claramente en la Cena del Señor. El sacrificio eucarístico, la transubstanciación y la adoración del pan y del vino consagrados son antibíblicos y destruyen el significado real del sacramento. «Mientras que el sacramento debería haber sido un medio para elevar las mentes piadosas hacia el cielo, se abusó de los símbolos sagrados de la Cena con un propósito totalmente diferente, y los hombres, contentos con contemplarlos y adorarlos, no pensaron ni una sola vez en Cristo». La obra de Cristo es destruída, como se puede ver en la idea de un sacrificio eucarístico, donde «Cristo fue sacrificado mil veces al día, como si no hubiera hecho suficiente al morir una vez por nosotros».
El verdadero significado de la Cena es resumido por Calvino de manera simple: «Exhortamos a todos a venir con fe… predicamos que el cuerpo y la sangre de Cristo nos son ofrecidos por el Señor en la Cena; y son recibidos por nosotros. Tampoco enseñamos así que el pan y el vino son símbolos, sin añadir inmediatamente que hay una verdad que está unida y representada en ellos». Por la fe, Cristo se entrega verdaderamente a Sí mismo y todos Sus beneficios salvíficos para los que participan en la Cena.
Este breve resumen de la discusión de Calvino sobre los sacramentos nos da solo una muestra de su tratamiento de este importante tema. Dedica una atención considerable al bautismo y refuta la posición romana de que hay cinco sacramentos adicionales.
El gobierno de la iglesia
Finalmente, Calvino aborda el tema del gobierno de la iglesia. Señala que este es un tema potencialmente enorme: «Si tuviera que repasar los defectos del gobierno eclesiástico en detalle, nunca lo habría hecho». Se enfoca en la importancia del oficio pastoral. El privilegio y la responsabilidad de la enseñanza están en el corazón de este oficio: «Ningún hombre que no desempeñe el oficio de enseñar es un verdadero pastor de la iglesia». Uno de los grandes logros de la Reforma es la restauración de la predicación al lugar que le corresponde en la vida del pueblo de Dios. «Ninguna de nuestras iglesias se ve sin la predicación ordinaria de la Palabra». El oficio pastoral debe vincular la santidad a la enseñanza: «Los que presiden en la iglesia deben sobresalir de los demás, y brillar con el ejemplo de una vida más santa».
Calvino se queja de que, en lugar de enseñar y buscar la santidad, el liderazgo en la iglesia romana ejerce «una tiranía muy cruel» sobre las almas del pueblo de Dios, reclamando poderes y autoridad que Dios no les ha dado. La Reforma trajo una libertad gloriosa de las tradiciones no bíblicas que habían atado a la iglesia. «Así como era, por lo tanto, nuestro deber liberar las conciencias de los fieles de la esclavitud injustificada en la que estaban sujetos, así hemos enseñado que son libres y no están sujetos a las leyes humanas, y que esta libertad, que fue comprada por la sangre de Cristo, no puede ser infringida».
La iglesia romana hizo mucho hincapié en su sucesión apostólica, especialmente para la ordenación. Calvino insiste en que la ordenación reformada sigue la enseñanza y práctica genuina de Cristo, los apóstoles y la iglesia primitiva. Observa: «Nadie, por lo tanto, puede clamar el derecho de ordenar, quien no preserve, por la pureza de la doctrina, la unidad de la iglesia».
La reforma
Calvino concluye este tratado con una reflexión sobre el curso de la reforma. Atribuye el comienzo a Lutero, quien con «una mano suave» llamó a la reforma. La respuesta de Roma fue un esfuerzo «para suprimir la verdad con violencia y crueldad». Esta guerra no sorprendió a Calvino porque «el destino uniforme del evangelio, desde su primer comienzo, ha sido y siempre será, incluso hasta el final, ser predicado en el mundo en medio de gran contención».
Calvino justifica este problema en la vida de la iglesia por la importancia de las cuestiones en disputa. No permite ninguna minimización en el hecho de que «toda la sustancia de la religión cristiana» está en juego. Dado que los reformadores actuaron en obediencia a la Biblia, él rechaza cualquier sugerencia de que son cismáticos: «lo que hay que atender, en primer lugar, es que nos cuidemos de separar la iglesia de Cristo de Su Cabeza. Cuando digo Cristo, incluyo la doctrina de Su evangelio, que Él selló con Su sangre… Sea, pues, un punto fijo, que existe una unidad santa entre nosotros, cuando, consintiendo en la doctrina pura, estamos unidos en Cristo solo». No es el nombre de la iglesia lo que provee la unidad, sino la realidad de la verdadera iglesia que permanece en la Palabra de Dios.
Luego, Calvino se refiere a la cuestión práctica de quién podría dirigir adecuadamente la causa de la reforma en la iglesia. Rechaza con el lenguaje más fuerte la idea de que el papa pueda liderar la iglesia o la reforma: «niego que esa sede sea apostólica, en la que no se ve otra cosa sino una apostasía escandalosa; niego que sea el vicario de Cristo, quien al perseguir furiosamente el evangelio demuestra por su conducta que es el Anticristo; niego que sea el sucesor de Pedro, quien hace todo lo posible por destruir cada edificio que Pedro construyó, y niego que sea la cabeza de la iglesia, quien con su tiranía lacera y desmiembra a la iglesia, después de separarla de Cristo, su verdadera y única Cabeza». Sabe que muchos piden por un concilio universal para resolver los problemas de la iglesia, pero teme que tal concilio nunca pueda reunirse y que, si lo hace, será controlado por el papa. Sugiere que la iglesia siga la práctica de la iglesia primitiva y resuelva los asuntos de la iglesia en varios concilios locales o provinciales. En cualquier caso, la causa debe dejarse en última instancia a Dios, quien concederá la bendición que considere oportuna para todos los esfuerzos de la reforma: «Ciertamente estamos deseosos, como deberíamos estar, de que nuestro ministerio resulte saludable al mundo; pero darle este efecto pertenece a Dios, no a nosotros».