Separación de la Iglesia y el Estado
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Existen pocos temas relacionados con la vida cristiana que parezcan provocar más dudas, tensión y ansiedad que el juicio y el discernimiento personal. Es una lucha interna interminable que solo parece volverse cada vez más complicada. Todo el tiempo, nuestra mente va de un lado a otro pensando en lo que es hablar la verdad en amor. Deseamos amar bien a los demás, ser compasivos y ser ejemplos de la humildad y amabilidad de Cristo. Al mismo tiempo, sabemos que estamos llamados a ser intransigentes y firmes en nuestra dedicación a buscar la justicia y proclamar la verdad de Dios y Su Palabra. Sabemos que esto a menudo significa que debemos decirles cosas duras tanto a las personas más cercanas a nosotros como a completos desconocidos. Cada una de esas situaciones son increíblemente difíciles a su propia manera.
Probablemente conoces bien esta sensación. Uno de los lugares donde luché personalmente con esta tensión de manera constante fue cuando vivía en el centro del estado de Florida y tuve la oportunidad de servir todas las semanas junto a John Barros en su ministerio frente al Centro de Mujeres de Orlando, una clínica local de abortos. Todas las semanas veía a hombres y mujeres de todas las edades ―esposos, novios, amigos, padres, madres, abuelos y abuelas― acompañando jovencitas a la clínica para ver el asesinato y la eliminación del niño que llevaban en su vientre.
Podías ver que en todos y cada uno de los rostros de las personas que entraban había dolor, confusión, amargura e ira. Uno se esforzaba por ministrarles reconociendo la desesperación que debían estar sintiendo, ofreciéndoles ayuda de manera específica y, al mismo tiempo, llamándolos de manera inequívoca a ver la maldad de lo que estaban a punto de hacer, a arrepentirse de ello y a preservar la vida de su hijo. Mientras suplicábamos desde la acera, por lejos la respuesta más común que recibíamos era esta: «¿Por qué juzgas tanto? Tú no me conoces. Solo Dios puede juzgarme».
Aunque había escuchado esa réplica muchas veces y simplemente había querido descartarla como la evasión defensiva de un individuo espiritualmente insensible, las palabras seguían doliéndome. Me dolían porque, como cristiano, no quiero que el mundo que me observa me vea como alguien sentencioso. Esas palabras también me dolían porque, por mucho que me esfuerce por oponerme a ello, sigo viviendo en un entorno cultural que me ha inculcado desde la infancia que la empatía y la tolerancia son virtudes primordiales y que, por ende, decir palabras convincentes o desafiantes que puedan herir de algún modo a alguien, o instarlo a conformarse a cualquier cosa que no sea su propia experiencia personal, es ser insensible o sentencioso.
Por lo tanto, en un mundo de ambigüedad moral, ¿cómo es posible que el cristiano sepa plena y confiadamente cómo debe aplicar adecuadamente las palabras que Jesús dice en Juan 7:24: «No juzguéis por la apariencia, sino juzgad con juicio justo»? ¿Qué quiere decir Jesús al hablar del «juicio justo», y cómo espera que Sus oyentes lo apliquen?
Al esforzarnos por responder estas preguntas, el contexto de la enseñanza de Jesús resulta útil. En Juan 7, Jesús está enseñando abiertamente en el templo durante la fiesta de los Tabernáculos, y los judíos que lo escuchan se maravillan de que alguien que nunca había estudiado pudiera poseer tanto conocimiento. Jesús responde en los versículos 16-18:
Mi enseñanza no es mía, sino del que me envió. Si alguien quiere hacer su voluntad, sabrá si mi enseñanza es de Dios o si hablo de mí mismo. El que habla de sí mismo busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que le envió, este es verdadero y no hay injusticia en Él.
Jesús establece los términos de la discusión aquí al definir de manera específica qué es lo necesario para que estos judíos puedan hacer un juicio correcto de Él y Su enseñanza. En esencia, les hace la siguiente pregunta: «¿Desean la gloria de Dios o su propia gloria?». La vida y el ministerio de Jesús demostraron excelsamente que Él es Aquel cuyo deseo más profundo era hacer la voluntad y buscar la gloria del Padre que lo había enviado: hacer justicia, aconsejar sabiamente y hablar la verdad de Dios en todo momento. Realmente, en Jesús no hubo falsedad, y eso era claro para todos los que tenían ojos para ver.
Sin embargo, como demuestra el resto del capítulo, los oponentes de Jesús revelaron que la verdadera intención que tenían en el corazón era solo buscar su propia gloria, ya que intentaron desacreditar a Jesús según lo que a ellos les parecía que Él era. Estos hombres demostraron ser verdaderos sentenciosos e hipócritas porque buscaban ganar el honor para sí mismos tratando de desacreditar y difamar a Jesús. Hablaban bajo su propia autoridad y buscaban su propia gloria, así que estaban deslegitimados para juzgar con juicio justo. Cayeron en el prejuicio.
El mismo llamado al autoexamen se extiende a nosotros. ¿Es mi deseo ver el nombre de Dios glorificado? ¿El Espíritu de Cristo me está santificando para que crezca en humildad y dependencia de Él tal como Su Palabra y Espíritu me indican que debo crecer en conocimiento y compromiso hacia la verdad y la gracia? Si no es así, puede que sea una persona crítica y que, al juzgar a los demás, busque mi propia gloria y reclame el honor para mí. Pero si en verdad dependo del Señor Jesús y busco primero Su reino, entonces debo estar firme, amar con el amor de Cristo y saber que mi discernimiento es justo, pues depende del mismo Señor.