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9 septiembre, 2023La antropología cristiana y la vida moral

Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La doctrina del hombre
Los escritores cristianos a veces afirman que la doctrina y la ética van de la mano. Pero aunque todos los campos de la teología tienen implicaciones morales, la doctrina del hombre (la antropología) tiene ramificaciones especialmente poderosas para la vida moral. Quiénes somos es inseparable de cómo debemos vivir. Más aún, cómo Dios nos llama a comportarnos tiene correspondencia con la naturaleza humana que Él nos ha dado.
Tales afirmaciones desafían la forma en que muchas personas piensan sobre la ética cristiana. Incluso muchos cristianos sienten la tentación de ver la ley de Dios como un montón de reglas que Dios nos ha impuesto y que nos impiden disfrutar de mucha diversión, placer y beneficios. Pero la ley de Dios no es arbitraria. Ordena lo que ordena por buenas razones. La ley de Dios no solo refleja Su propia naturaleza santa y justa, sino que también refleja nuestra propia naturaleza. Su voluntad moral se corresponde con la manera en que nos creó y con los propósitos para los cuales fuimos creados. Esto significa que la ley de Dios no es una camisa de fuerza que nos impide disfrutar de cosas placenteras. La ley de Dios es realmente buena para nosotros.
Por supuesto, en un mundo pecaminoso a menudo tendremos que sufrir por ser fieles a nuestro Señor. Pero vivir según la ley de Dios se ajusta a Su diseño al crearnos y, por tanto, brinda una verdadera satisfacción incluso en medio de las pruebas y pérdidas de la vida. Vivir de modo contrario a la ley de Dios solo puede dejar a los seres humanos profundamente infelices e insatisfechos porque tal vida va en contra de cómo Dios quiere que vivamos. Un pájaro no puede hallar satisfacción viviendo como un caballo, y un caballo no puede hallar satisfacción viviendo como un pez. Lo mismo ocurre con los seres humanos que intentan vivir en contra de la ley divina que se ajusta perfectamente a su naturaleza y destino.
Consideremos esto de manera concreta reflexionando sobre cuatro áreas importantes y controversiales de la moralidad humana: el trabajo, el sexo y el género, la raza y el valor de la vida humana.
EL TRABAJO
Ya sea que trabajemos dentro o fuera de casa, ya sea que nuestras vocaciones generen ingresos o no, el trabajo con frecuencia consume gran parte de nuestro tiempo. Podemos pensar en ello simplemente en términos de necesidad: muchas facturas que pagar, bocas que alimentar y pañales que cambiar. O podemos pensar en ello en términos de nuestro deber moral de ser laboriosos y evitar la pereza, como nos recuerda a menudo la Escritura (p. ej.: Pr 6:6-11; 1 Ts 4:11-12; 2 Ts 3:6-12). La necesidad y el deber moral son, en efecto, motivaciones legítimas para trabajar, pero hay algo aún más fundamental. Desde el principio, Dios creó a los seres humanos para que fueran criaturas trabajadoras. Trabajar duro corresponde a la naturaleza que Dios nos dio.
Una de las cosas más sorprendentes de Génesis 1 es que describe a Dios como un trabajador. Él trae todas las cosas a la existencia, las coloca en el orden adecuado, les pone nombre y les asigna tareas. No es un déspota perezoso e indulgente, sino un trabajador ocupado y productivo. Por eso no debe sorprendernos que, cuando creó a los seres humanos a Su imagen y semejanza, les diera inmediatamente un trabajo: ejercer dominio sobre las demás criaturas, ser fecundos y multiplicarse, y llenar y someter la tierra (Gn 1:26, 28). Ser humano es llevar la imagen de Dios, y el llevar la imagen de Dios conlleva un llamado al trabajo productivo. La ley de Dios nos ordena trabajar porque es algo genuinamente humano.
Esto explica por qué la gente que deja de trabajar por un motivo u otro suele sentir una profunda pérdida y desorientación. Las personas que se vuelven discapacitadas y abandonan la fuerza laboral suelen sufrir depresión. Muchas personas que esperan con impaciencia la jubilación empiezan a sentir que su vida carece de sentido poco después de dejar el trabajo. Una sensación de falta de propósito puede afectar a las amas de casa cuando sus hijos crecen y dejan el hogar. Una vida sin trabajo puede parecer muy atractiva a la distancia, en medio del ajetreo y el estrés, pero la realidad resulta ser vacía.
El mundo ha tenido que confrontar estas realidades de forma inquietante durante los últimos años, cuando el COVID-19 y las restricciones gubernamentales trastornaron la vida económica. Muchos empleos desaparecieron y otros se volvieron inusualmente peligrosos y estresantes. Los cheques del gobierno y los servicios de transmisión (streaming) prestados por la red de Internet demostraron ser pobres sustitutos para las vocaciones productivas. No es coincidencia que los problemas de salud mental y el abuso de drogas hayan aumentado drásticamente. Ahora escuchamos que la tasa global de participación laboral no se ha recuperado, incluso después de eliminar la mayoría de las restricciones de la pandemia. Es especialmente preocupante que muchos hombres en edad laboral parecen haber abandonado por completo la fuerza laboral.
Estos no son solo problemas económicos o de política pública, sino de asuntos que afectan lo más profundo de nuestra existencia humana. Dios nos ordenó trabajar porque nos dio una naturaleza que anhela trabajar. Cuando la gente no quiere o no puede trabajar, los daños colaterales son grandes.
EL SEXO Y EL GÉNERO
Cuando los cristianos reflexionan sobre su creciente distanciamiento de la corriente cultural en las sociedades occidentales, las cuestiones de sexo y género rara vez se alejan de su mente. Los cristianos a veces se preguntan si vale la pena ser ridiculizado y sufrir la marginación que conlleva defender las posturas tradicionales. Pero el sexo y el género son realmente importantes, y una de las razones principales es que está en juego la naturaleza humana. La reciente revolución sexual y de género es tanto una rebelión contra la ley de Dios como una gran negación de la realidad: la realidad de la forma en que Dios nos creó.
«Desde el principio», señaló Jesús en una ocasión, Dios «LOS HIZO VARÓN Y HEMBRA» (Mt 19:4). Jesús dijo esto cuando introdujo Su enseñanza más extensa sobre el matrimonio registrada en los evangelios (19:4-12; ver Mr 10:1-12). Proveyó algo más que un texto de prueba del Antiguo Testamento sobre la permanencia del matrimonio y la inmoralidad del divorcio en la mayoría de las circunstancias. También indicó que la ley de Dios sobre el sexo y el matrimonio se basa en el orden de la creación. Dios espera que los matrimonios sean duraderos, fieles, procreadores y heterosexuales por causa de cómo nos hizo. Lo primero que la Escritura nos dice de nosotros es que Dios nos creó a Su imagen y semejanza (Gn 1:26). Lo segundo que dice es que, como portadores de Su imagen, somos varón y hembra (v. 27). Todos los seres humanos son portadores de una imagen, pero hay dos (y solo dos) maneras de ser portadores de esa imagen: como hombre o como mujer. Esta distinción fundamental moldea nuestras vidas de muchas maneras, tanto obvias como misteriosas, pero Génesis 2 resalta quizás la más importante: Dios creó a la mujer de una forma perfectamente «adecuada» (2:18) para el hombre, a fin de que puedan unirse en matrimonio, una relación permanente y sexualmente fructífera de «una sola carne» (ver 22-24). Esto solo es posible en una relación entre un hombre y una mujer.
Es crucial enfatizar tales consideraciones al educar a la próxima generación. Nuestros niños y jóvenes enfrentan una gran presión para rechazar o al menos relajar la enseñanza de la iglesia sobre el sexo. Cuán importante es para ellos saber que Dios no nos ha impuesto reglas rígidas para reprimir nuestros deseos y mantenernos miserables. Por el contrario, Su ley acerca la sexualidad nos muestra cómo ser verdaderamente humanos. Describe la única manera en que podemos expresar nuestros deseos sexuales sin culpa, remordimiento y resentimiento que otras maneras suelen traer. Comer en exceso, beber demasiado y los arranques de ira pueden parecer euforizantes, pero acaban haciendo que la persona (y a menudo los demás) se sienta miserable. Lo mismo ocurre con el sexo y el género. Elegir o crear nuestro propio género puede dar una sensación temporalmente satisfactoria de poder y libertad. Satisfacer los deseos sexuales fuera de una relación matrimonial puede proporcionar un placer momentáneo. Pero esas cosas nunca pueden satisfacer, ya que luchan contra nuestra naturaleza humana que, en realidad, no podemos cambiar.
LA RAZA
Es evidente que la raza se une al sexo y al género entre los temas más contenciosos de la cultura contemporánea. En este caso, sin embargo, los cristianos no se encuentran tan fuera de sintonía con la corriente cultural, al menos en general. Cuando nuestra cultura en general proclama su oposición al racismo, los cristianos pueden unirse con gusto, y también pueden expresar su profundo pesar por los fallos de la iglesia en este asunto. Sin embargo, la raza es otro tema moral que está profundamente relacionado con la naturaleza humana. Reflexionar sobre ella a través de una lente antropológica cristiana promete brindar un entendimiento adicional.
Por un lado, la antropología cristiana proporciona una objeción bastante clara y obvia al racismo: Dios creó a cada ser humano a Su imagen y semejanza. Despreciar a otra persona por el color de su piel o subyugar a un ser humano por su ascendencia es ignorar este hecho profundo de nuestra existencia e insultar a Aquel cuya imagen portan. Por muy hábilmente que se racionalice, el racismo nunca puede escapar a esta objeción devastadora. Muchos incrédulos condenan el racismo basándose en la dignidad humana universal, pero los cristianos tienen razones más profundas para hacerlo.
Sin embargo, la antropología cristiana exige un análisis más profundo. La Escritura indica no solo que todos los humanos portan la imagen de Dios, sino también que todos los humanos pertenecen a la misma línea. Dios hizo a todas las personas de «una sola sangre» (como diría una traducción literal de Hch 17:26), unidas en el nacimiento bajo una cabeza del pacto, el primer Adán, y poseyendo solo una esperanza de salvación bajo otra cabeza del pacto, el último Adán (Ro 5:12-19; 1 Co 15:21-22, 45-49). Compartimos una naturaleza común y, por tanto, según la Escritura, solo existe una raza humana. La Escritura reconoce que grupos humanos se han unido como pueblos o naciones (por ejemplo, egipcios, hititas, asirios, babilonios), pero nunca describe a las personas como pertenecientes a diferentes «razas» en el sentido moderno. Para decirlo sin rodeos, la Escritura no habla en ninguna parte de una raza «blanca» o una raza «negra», ni nada parecido.
Vale la pena señalar que la ciencia genética contemporánea llega exactamente a la misma conclusión. A medida que los científicos examinan y comparan la composición genética de personas de todo el mundo y estudian también los restos genéticos de los tantos que vivieron mucho antes que nosotros, rechazan la idea de que la humanidad esté dividida en un pequeño número de razas biológicamente distintas. Somos una sola raza demasiado interrelacionada para que eso sea cierto.
Dividir a la gente en razas distintas es una invención humana que desafía la realidad de la naturaleza humana, ya sea desde el punto de vista teológico como científico. Dividir a la gente por razas es como inventar géneros distintos del masculino y el femenino. La mejor manera de curar las heridas y corregir los errores que siglos de racismo han infligido es una cuestión difícil y controvertida. Es comprensible que los cristianos lleguen a veces a conclusiones diferentes en los detalles. Pero una antropología cristiana sugiere que nuestro objetivo final debería ser una sociedad y especialmente una iglesia en la que ya no hablemos ni nos tratemos como si perteneciéramos a razas diferentes.
EL VALOR DE LA VIDA HUMANA
Todas los temas examinados hasta ahora son importantes, pero más importante que todos ellos, o al menos el más básico, es el valor de la vida humana. Cada día nos infligimos innumerables males unos a otros, de diversa gravedad. Pero ningún mal es tan grave, tan devastador, tan definitivo como matar a otro ser humano. Es adecuado concluir nuestro estudio antropológico de la vida moral reflexionando sobre este tema.
Mientras escribo esto, la mayor parte del mundo se horroriza por los informes y las imágenes procedentes de Ucrania. Yo y seguramente muchos lectores de este artículo nunca hemos tenido que vivir en medio de una guerra. Eso es una gran bendición, pero puede dar una falsa sensación de la realidad. Nuestro mundo caído es un lugar violento. El pecado es tan profundo que las personas se quitan la vida unas a otras, a menudo de forma indiscriminada y descarada. El asesinato, especialmente en la guerra, no solo arrebata vidas individuales, sino que también devasta familias, comunidades, economías y el medio ambiente.
Al igual que con los temas anteriores, Génesis 1 ya nos dice mucho de lo que necesitamos saber. Dios hizo al «hombre» a Su imagen, «varón y hembra» (Gn 1:26-27). Todas las personas poseen la dignidad más profunda imaginable. Atacar a cualquier ser humano es atacar la semejanza de Dios mismo. Génesis 9:6 añade algo sutil e importante a esto. Tras el gran diluvio, que Dios impuso a causa de la violencia (ver 6:11), Dios hizo un pacto con Noé, y con todo el mundo por el resto de la historia, de preservar y gobernar todas las cosas (8:21 – 9:17). Como parte de este pacto, Dios declaró: «El que derrame sangre de hombre, / Por el hombre su sangre será derramada, / Porque a imagen de Dios / Hizo Él al hombre» (9:6). Según esta cláusula, la sangre de cada persona tiene el mismo valor. El que derrame ilícitamente la sangre de otra persona debe pagar con su propia sangre. No importa si el perpetrador es un rey y la víctima un siervo, o viceversa. La sangre humana es sangre humana, y el asesinato de cualquier persona exige una justa retribución. Hay que defender la vida incluso de los más débiles e ignorados. Aquí es donde el mal del aborto sale a la luz. Nadie es más vulnerable que los no nacidos, y la justicia de Génesis 9:6 se extiende a ellos también.
El contexto de Génesis 9:6 es digno de mención por otro tema relacionado. En el versículo 5, Dios dice que Él mismo vengará el derramamiento de sangre humana. Pero el versículo 6 afirma que Dios ha designado a los seres humanos como Sus instrumentos para administrar justicia. El hecho de que Dios confiara esta gran tarea a seres humanos (caídos) es otro testimonio de nuestra dignidad inherente. Pero también nos recuerda que valorar la vida humana implica que debemos apoyar los sistemas legales, la guerra justa (defensiva) y otras cosas que protejan a las personas de la violencia y castiguen a los malhechores. Portar la imagen de Dios implica un llamado a ejercer dominio (1:26), y en un mundo caído esto requiere promover la justicia frente al mal.
Un último asunto requiere nuestra atención, y es el más importante de todos. Hemos estado considerando varios propósitos para los cuales Dios nos hizo, pero el más importante fue alcanzar la bienaventuranza eterna en comunión con Él. Dios nos hizo para gobernar no solo este mundo, sino también el venidero (He 2:5). Aunque fallamos miserablemente en alcanzar esa meta, Dios ha enviado a Su Hijo a nuestra baja condición para sufrir por nosotros, para que un día podamos unirnos a Él en la gloria de la nueva creación (vv. 5-10). Dios no solo preserva nuestra vida presente por medio de Su gracia común en el pacto con Noé, sino que también nos concede la vida eterna mediante la sangre del nuevo pacto. Esto significa que, por muy valiosa que sea nuestra vida presente, los cristianos no debemos considerarla lo más importante. Nos negamos a nosotros mismos, tomamos nuestra cruz y seguimos a Jesús (Mt 16:24). Somos «[fieles] hasta la muerte», sabiendo que Cristo nos da «la corona de la vida» (Ap 2:10). Ninguna antropología cristiana está completa sin exaltar este, nuestro más alto destino. Echemos mano, pues, «de lo que en verdad es vida» (1 Ti 6:19).