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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: Cristianismo y liberalismo
Debido a lo intensa que es la crisis ética que está desarrollándose en el mundo occidental de hoy, la iglesia debe redoblar sus esfuerzos por aprender doctrina. Desde luego, debemos seguir animando a los cristianos a vivir la vida cristiana y a pronunciarse a favor del don divino del matrimonio y de la creación divina del hombre y la mujer a Su imagen. Debemos abordar reflexivamente el triste hecho de que el conocimiento público del fin principal del hombre está siendo sistemáticamente suprimido en un mundo donde la gente es agredida, abortada y está obsesionada con la buena comida, la comida chatarra, más sexo, mejores pantallas, drogas gratuitas y sueños mundanos. Pero necesitamos especialmente la doctrina.
J. Gresham Machen escribió su clásico libro hace un siglo, cuando la iglesia se enfrentaba, entre otras cosas, a enormes desafíos éticos, algunos de ellos mayores de lo que él mismo podía concebir. En su época, había ministros que se hacían pasar por profetas e insistían en que la verdadera tarea de la iglesia era abordar la necesidad urgente de mejorar la democracia, la cortesía y la reforma moral. Machen mismo recalcó que una iglesia fiel, en especial una iglesia en crisis, debe creer y enseñar doctrina.
Pero ¿por qué doctrina? Antes y después de la época de Machen, la iglesia, especialmente cuando se ha enfrentado a la agitación social y la ambigüedad ética, se ha visto tentada muchas veces por opciones más sabrosas que la doctrina cristiana. Algunos maestros insisten en que la iglesia no tiene ningún credo fuera de la Biblia. Los creyentes comunes no necesitan excesos doctrinales ni las sutilezas de las confesiones y los catecismos del siglo XVII. Esto tiene cierta verosimilitud. Y, como dice Machen, hablando del creyente común, «puesto que a él nunca se le ha ocurrido ocuparse en las sutilezas de los teólogos, tiene la sensación cómoda que siempre surge en el feligrés cuando están siendo atacados los pecados de otra persona». Sin embargo, como explica Machen, después de que oímos hablar de la ortodoxia muerta de los credos o los puritanos, y luego empezamos a leer la Confesión de Fe de Westminster o El progreso del peregrino de John Bunyan, «hemos pasado de las superficiales frases modernas a una “ortodoxia muerta” que irradia vida en cada palabra». Es más, señala Machen, bajo el disfraz de criticar las viejas confesiones, los que se oponen a la doctrina suelen oponerse a la Biblia y a sus enseñanzas más básicas. Además, podríamos añadir, los maestros que más se oponen a la doctrina suelen alzarse como si fueran el estándar a seguir.
Machen trató principalmente con personas con motivos deshonestos para oponerse a la doctrina. Decían oponerse a la doctrina en general porque eso era más fácil de vender que la admisión honesta de que tenían problemas con algunas doctrinas en particular: el nacimiento virginal de Cristo, Su resurrección corporal y otras enseñanzas semejantes. Sin embargo, otros se han opuesto a la doctrina porque intentan seguir a Jesús, y el propio Jesús «solo contaba historias». Algunos estudiosos han añadido que ese es el método principal de toda la Biblia: presenta narraciones y poesía, no teología sistemática. Ciertamente, la narrativa —o mejor aún, la historia— es importante para los cristianos. Tenemos una religión histórica: Jesús lo enseñó en la forma en que se refirió al Antiguo Testamento; los primeros cristianos valoraban este hecho, como se expresa en la explicación que Lucas hace de su propia investigación, y el apóstol Pablo anunció esta verdad al recordarles a los corintios la historicidad de la vida, la muerte y la resurrección de Cristo (1 Co 15:1-8).
No obstante, como señala Machen, la Biblia no se contenta con solo ofrecernos una narración, pues junto a la narración histórica también presenta una explicación de la narración, una explicación que añade su significado, que transforma los hechos en doctrinas. «Cristo murió», diría Machen, «eso es historia». Pero «“Cristo murió por nuestros pecados”, eso es doctrina» (ver 1 Co 15:3). Este compromiso con la doctrina se aprecia en los escritos de Pablo, en los valores de los primeros cristianos y en las enseñanzas de Jesús.
Hay muchas personas, entre ellos muchos teólogos liberales, que creen que la Biblia es una simple narración. También hay quienes piensan que el cristianismo solo es una vida; se trata de hacer, no de creer. En este aspecto, Machen nuevamente es útil. Nos recuerda que las afirmaciones que comienzan con las palabras «el cristianismo es» son verificables. Solo tenemos que examinar las enseñanzas de la Biblia, de los primeros cristianos o incluso de la historia más extensa del cristianismo para ver si es así. Incluso es posible que haya algo de cierto en afirmar que el cristianismo debería ser una vida, no solo una doctrina. Sin embargo, «la afirmación de que el cristianismo es una vida está sujeta a la investigación histórica exactamente del mismo modo que la afirmación de que el Imperio romano bajo el gobierno de Nerón era una democracia libre». Y cuando investigamos esta afirmación, descubrimos, como hemos dicho antes, que la doctrina ha sido parte esencial de la fe cristiana desde el principio.
En su libro, Machen defiende fuertemente que el cristianismo en su núcleo es una fe doctrinal. Pero ¿por qué necesitamos la doctrina, en especial ahora que estamos enfrentados al problema urgente del colapso ético del mundo occidental? En los albores de este colapso, Machen dio una idea clave que sigue siendo relevante hoy: el liberalismo usa el modo imperativo, nos dice lo que debemos hacer, «mientras que el cristianismo comienza con un indicativo triunfante», nos dice quién es Dios y qué ha hecho Dios. En nuestro momento histórico, vemos que tanto el liberalismo «cristiano» como el secularismo agresivo son muy prescriptivos y moralizantes. Ahora tenemos un sinfín de normas para la interacción pública e incluso para la conversación común, normas que establecen lo que debemos hacer, decir o no decir. La vida liberal social y política usa el imperativo ahora más que nunca.
Los que se oponen a la doctrina suelen oponerse a la Biblia y a sus enseñanzas más básicas.
Por supuesto, debemos contrarrestar los imperativos mundanos con imperativos divinos. Pero es aún más importante que fundamentemos nuestros imperativos en los «indicativos triunfantes» de la fe cristiana. En una conversación reciente con un querido amigo que los sorprendió al anunciar su «salida del armario», una familia cristiana tuvo que enfrentar la pregunta de qué era lo que creían sobre la sexualidad humana, y, en su debido momento, compartieron algunos imperativos cristianos: si creemos que Dios hizo y ahora gobierna este mundo, no podemos inventar cosas en el transcurso de los eventos. Hay formas de vivir la vida que honran a Dios, y siempre están diseñadas para nuestro bien. Hablaron del don divino del matrimonio y explicaron que Dios nos creó varón y hembra, a Su imagen y semejanza.
Era importante que hicieran eso. Sin embargo, posiblemente el momento más impactante de la tarde se produjo cuando una joven creyente de diecisiete años comenzó a llorar, explicando a su amigo incrédulo que la fe cristiana es hermosa, y que ella lloraba porque su querido amigo no lograba verlo. Este amigo había reducido la fe cristiana a una serie de imperativos, imperativos que, para la mente de ese amigo, resultaban aborrecibles. En cambio, esa joven sabía que la fe cristiana era una vida que emanaba de una doctrina, doctrina que ofrece vida, paz, esperanza y gloria. Por eso, compartió algo de doctrina con su amigo, doctrina en forma de indicativos triunfantes.
Debemos formar a los cristianos, e incluso a nosotros mismos, para que conozcamos —y defendamos— la ley de Dios en toda su plenitud. Sin embargo, también debemos entender cómo los indicativos de la Palabra de Dios fundamentan y moldean esos imperativos, para que el mensaje que llevamos al mundo moribundo no sea menos convincente o hermoso de lo que debería ser.