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El reino de Dios y las Escrituras
21 febrero, 2022![](https://i0.wp.com/es.ligonier.org/wp-content/uploads/2022/02/620x268_BlogHeader_IO_TenthCentury_BlogArt_8_TheFrozenChosen.jpg?resize=150%2C150&ssl=1)
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El elegido aterido
23 febrero, 2022La doctrina de la santificación definida confesionalmente
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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La doctrina de la justificación.
Es correcto pensar que la Reforma Protestante fue el rescate de la doctrina bíblica de la justificación por la fe sola. Pero la Reforma también rescató la doctrina bíblica de la santificación. Reconoció que solo se puede tener claridad sobre la justificación si se tiene claridad sobre la santificación. En sus confesiones, la tradición reformada nos ha dejado un testimonio especialmente rico sobre la doctrina de la santificación. Podemos ver ese testimonio a lo largo de siete puntos principales.
Primero, la santificación es obra de la gracia de Dios. La santificación no es la obra de un ser humano por sí solo. Es la obra continua de Dios en y a través de un ser humano. Esta obra comienza con el llamamiento eficaz y la regeneración, cuando Dios crea «un nuevo corazón» y «un nuevo espíritu» en una persona (Confesión de Fe de Westminster 13.1). En el comienzo de la vida cristiana, Dios pone en el corazón «las semillas del arrepentimiento para vida y todas las demás gracias salvadoras», gracias que son «estimuladas, aumentadas y fortalecidas» para el resto de la vida de esa persona (Catecismo Mayor de Westminster 75). Por estas razones, la santificación nunca obtiene mérito personal delante de Dios. Es una «obra de la libre gracia de Dios» (Catecismo Menor de Westminster 35).
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En segundo lugar, la santificación comienza con un cambio de señorío. La santificación no consiste en que Dios haga refinamientos cosméticos en la vida de una persona. La santificación comienza, más bien, con la obra de Dios de trasladar una persona del reino del pecado al reino de la gracia. En Adán, estamos en esclavitud bajo el pecado (CFW 9.4). Muertos en delitos y pecados, hemos «perdido totalmente toda capacidad para querer algún bien espiritual que acompañe a la salvación» (CFW 9.3). Tampoco podemos convertirnos a nosotros mismos o prepararnos para la conversión (CFW 9.3). Pero en Cristo, Dios nos pone de manera salvadora, invencible e irreversible bajo el reino de la gracia (CFW 9.4; Catecismo de Heidelberg 43). De manera voluntaria y gozosa sometemos todo nuestro ser —cuerpo y alma— a Jesucristo, nuestro Señor (Sal 110:3). Por estas razones, el apóstol Pablo exhorta a los creyentes una y otra vez a vivir de forma que refleje el señorío presente de Jesucristo sobre la totalidad de nuestras vidas (p. ej. Rom 6:1-7).
En tercer lugar, el poder en la santificación es el del Espíritu Santo, quien aplica la obra de Cristo a nuestras vidas. La santificación es, especialmente, la obra de Dios el Espíritu (2 Tes 2:13). El título del Espíritu, «Espíritu Santo», está directamente relacionado con Su compromiso de hacernos cada vez más santos (ver 1 Tes 4:7-8). En particular, el Espíritu mora en nosotros (CFW 13.1) y nos aplica la muerte y resurrección de Cristo (Catecismo Menor de Westminster 75). Por lo tanto, somos capaces de hacer morir el pecado (Rom 8:13) y de andar en la «novedad» de la «vida» de resurrección (6:4). La santificación, entonces, tiene dos dimensiones inseparables pero distinguibles. Por un lado está la mortificación: el debilitamiento y la muerte gradual y continua del pecado. Y por otro lado, la vivificación: un avivamiento del creyente en la gracia «para la práctica de la verdadera santidad» (CFW 13.1). Podríamos pensar en la santificación en términos negativos («no hagas»), y deberíamos hacerlo. Pero la santificación también es positiva («haz»). Al dejar el pecado, al mismo tiempo buscamos la justicia.
En cuarto lugar, la meta de Dios en la santificación es que seamos renovados conforme a la imagen de Dios en Cristo. Dios está renovando a cada uno de Sus hijos «en la totalidad de su ser según la imagen de Dios» (Catecismo Mayor de Westminster 75). Pablo nos dice que en la santificación estamos siendo renovados «conforme a la imagen de aquel que [nos] creó» (Col 3:10; cp. Ef 4:24). De manera particular, cada hijo de Dios está siendo conformado a la imagen de nuestro hermano mayor, Jesucristo (CH 86). La santificación, dice Pablo a los filipenses, es el proceso de conformación a Cristo (Flp 3:10). Al «contemplar la gloria del Señor» en las Escrituras, «estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria», y esto por el poder del Espíritu Santo (2 Co 3:18). La santificación también nos recuerda que Dios está formando una familia de pecadores redimidos. Cada miembro de la familia está siendo hecho para llevar la semejanza del Hijo amado de nuestro Padre celestial. Por eso, Pablo dice a los corintios: «Sed imitadores de mí, como también yo lo soy de Cristo» (1 Co 11:1). Al parecernos cada vez más a Cristo, ayudamos a nuestros hermanos y hermanas a ver con más claridad lo que Dios quiere que también ellos sean.
En quinto lugar, Dios nos ha llamado a participar en nuestra santificación. Aquí podemos apreciar la forma en que la tradición reformada ha captado el equilibrio de la enseñanza de las Escrituras. La santificación es obra de la gracia de Dios. Pero eso no significa que seamos pasivos en la santificación. Por el contrario, la gracia de Dios nos compromete en una actividad enérgica. Como dice Pablo a los filipenses: «ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor; porque Dios es quien obra en vosotros tanto el querer como el hacer, para su beneplácito» (Flp 2:12-13). Precisamente porque Dios trabaja en nosotros, podemos y debemos trabajar en nuestra salvación. La gracia de Dios nos capacita para vivir una vida piadosa (ver Tit 2:11-12). ¿Cómo, entonces, participamos en nuestra santificación? Podemos responder a esta pregunta en dos vertientes. En primer lugar, tanto la fe como el arrepentimiento son dones de Dios para el pecador (ver Hch 5:31; 11:18; Ef 2:8, Flp 1:29), y tenemos la responsabilidad de ejercer estos dones. Dios no cree ni se arrepiente por nosotros. Por la gracia de Dios, nosotros creemos y nosotros nos arrepentimos. En segundo lugar, Dios ha designado ciertos medios por los que se complace en llevar a una persona a la fe (el ministerio de la Palabra) y aumentar y fortalecer esa fe (el ministerio de la Palabra; la administración de los sacramentos; la oración) (CFW 14.1). Si descuidamos estos medios, no podemos esperar crecer en santificación. Si usamos estos medios con diligencia, sí podemos esperar que Dios nos dé el crecimiento en la gracia que deseamos y necesitamos.
En sexto lugar, la Biblia nos informa sobre un patrón particular para la santificación del creyente. Todo creyente debe perseguir las buenas obras que la Biblia requiere de nosotros. Estas buenas obras se llevan a cabo en obediencia a la ley moral de Dios (ver CFW 16.1; CH 115). Las buenas obras son importantes por muchas razones en la vida cristiana, sobre todo para servir como «frutos y evidencias de una fe viva y verdadera» y para «fortalecer [nuestra] seguridad» (CFW 16.2; cp. Confesión Belga 24). Nuestra obediencia a Dios es tanto un deber como un placer. Obedecemos la ley de Dios tanto porque tenemos que hacerlo como porque queremos hacerlo. La vida de santificación es también una lucha continua contra nuestros enemigos: el mundo, la carne y el diablo (CFW 13.2; ver Rom 7:14-25; Gal 5:17). Esta batalla tendrá sus contratiempos y decepciones, pero luchamos a la luz de la victoria que Cristo ya ha ganado en nuestro favor sobre el pecado y la muerte (ver 1 Jn 3:9; 4:4; 5:4-5). Y debido al compromiso de Dios de terminar lo que empieza, sabemos que Dios completará el proyecto de santificación que ha comenzado en nuestras vidas (Flp 1:6; cp. Cánones de Dort V.13, CFW 13.3).
En séptimo lugar, debemos preguntarnos en qué se diferencian la justificación y la santificación. Ambas gracias son posesión del creyente. No hay ningún creyente justificado que no esté siendo santificado. Pero estas gracias son distintas entre sí al menos en cuatro aspectos (ver Catecismo Mayor de Westminster 77). En primer lugar, la justificación es un acto de la gracia de Dios, mientras que la santificación es una obra de la gracia de Dios (cp. Catecismo Mayor de Westminster 71 y 75). Es decir, la justificación es una declaración legal única y definitiva en el tribunal de Dios por medio de la cual somos «contados como justos». Dios pronuncia este veredicto en el momento en que una persona llega a la fe en Cristo. La santificación es una obra continua y progresiva de Dios en la vida de un creyente. En segundo lugar, la justificación al presente es perfecta, mientras que la santificación al presente es imperfecta pero «los hace crecer [a los creyentes] hacia la perfección» (Catecismo Mayor de Westminster 77). No puedes ser más justificado de lo que eres actualmente. Pero sí puedes y serás más santificado, y un día serás perfectamente santificado. En tercer lugar, la justificación se ocupa de la culpa del pecado, mientras que la santificación se ocupa del dominio y la presencia del pecado. En la justificación, Dios perdona nuestros pecados. En la santificación, Dios nos rescata de una vez por todas de la esclavitud del pecado y, gradualmente, elimina la presencia y la influencia del pecado de nuestra forma de pensar, nuestras elecciones, nuestras prioridades y nuestro comportamiento. En cuarto lugar, en la justificación, Dios «imputa la justicia de Cristo»; en la santificación, Dios, por medio de Su Espíritu, «infunde la gracia y capacita para ejercerla» (Catecismo Mayor de Westminster 77). En la justificación, la justicia de Cristo es imputada o contada al creyente en la corte de Dios y recibida por medio de la fe sola. Esta justicia imputada es la única base de nuestra justificación. En la santificación, Dios infunde la gracia de manera que nos volvemos interiormente más y más justos en nuestras vidas.
Las confesiones reformadas pretenden ayudar a los cristianos a entender la enseñanza de la Biblia de forma clara y completa. Su objetivo, como hemos visto, es ayudarnos a vivir para gloria y alabanza de Dios. La verdad es siempre conforme a la piedad (Tit 1:1). Si hemos puesto nuestra fe en Jesucristo, estamos perfecta e inmutablemente justificados. En amor, gratitud y obediencia a nuestro gran Dios trino, no aspiremos a algo menos que a lo que un día seremos: ser conformados a la imagen de Jesucristo.