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12 septiembre, 2018La Gran Comisión en el Antiguo Testamento
Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie «La Gran Comisión», publicada por la Tabletalk Magazine.
Por estar basada en el propio reino de Dios, entendemos que la Gran Comisión comienza antes de que la humanidad se distanciara de Su Creador. En el sexto día, el hombre fue comisionado por Dios para llenar y sojuzgar la tierra, y para ejercer dominio sobre las criaturas (Gn. 1:27). En consecuencia, uno podría definir justamente la Gran Comisión como “ejercer dominio y sojuzgar» la tierra y sus criaturas, una comprensión que necesitaremos explicar.
Sin duda, la frase «ejercer dominio y sojuzgar» tiene connotaciones profundamente negativas en nuestro mundo moderno, llena de recuerdos de horrible tiranía y abuso de poder. Sin embargo, debemos notar que esta comisión fue dada antes del descenso al pecado y la miseria, precisamente en el contexto del hombre en unión con Dios, es decir, dado al hombre como portador de la imagen de Dios (v. 26), creado para la comunión con Dios y para mediar en el bendito reino de Dios sobre toda la tierra.
Una vez que entendemos la Gran Comisión en función del reino, nos encontramos en una mejor posición para evaluar esta agenda a lo largo del resto del Antiguo Testamento.
La teología aquí es doble. Primero, Adán debe reunir a toda la creación en alabanza y adoración a Dios el séptimo día: eso es lo que significa «ejercer dominio y sojuzgar». Él está a cargo de apartar (“santificar”) la creación cada vez más hasta que toda la tierra sea santa, llena de la perdurable gloria de Dios.
En segundo lugar, no hay bendición para ser disfrutada, por mínima que sea, que no se derive del reino de Dios; ese es el gozo de lo que significa «ser sojuzgado o sometido», especialmente después de haber sido expulsados de la vida con Dios. Por esta razón, con alegría enseñamos a nuestros hijos que Cristo ejecuta el oficio de rey «sujetándonos [sometiéndonos] a Sí mismo» (Catecismo Menor de Westminster, Pregunta y Respuesta 26).
La Gran Comisión otorgada a Adán implicaba que su reinado estaría al servicio de su oficio sacerdotal, a saber, que él «ejercería dominio y sojuzgaría» con el fin de reunir a toda la creación a los pies del Creador en adoración. La consumación del día de reposo estuvo en el corazón y fue la meta de la comisión del sexto día.
Una vez que entendemos la Gran Comisión en función del reino, nos encontramos en una mejor posición para evaluar esta agenda a lo largo del resto del Antiguo Testamento. El reino de Dios es universal, y desde el principio, Su plan de salvación estaba dirigido a todas las familias de la tierra, nunca olvidando el hecho de que Él posee “todas las naciones” (Sal. 82:8).
Aquí, el papel de Génesis 1-11 como un prólogo de la historia de Israel es extremadamente importante, ya que la identidad y el sagrado llamado de Israel brotan de este contexto universal y siempre están determinados por él. Después de que las naciones son dispersadas al exilio desde la torre de Babel, Dios llama a Abram en Génesis 12, prometiendo que por medio de él «serán benditas todas las familias de la tierra» (v. 3). Esta promesa es más adelante reiterada a Abraham: «y en tu simiente serán bendecidas todas las naciones de la tierra, porque tú has obedecido mi voz» (Gn. 22:18; véase 18:18). Luego es otorgada a Isaac (26:4), y luego a Jacob como el padre de las doce tribus de Israel (28:14).
Junto con esta promesa está el trasfondo del reino. A Abram se le había prometido: «de ti saldrán reyes» (17:6); y luego observamos una genealogía que florecerá en el linaje de David. Eventualmente, a través de Israel, surgiría un rey para reunir a las naciones de vuelta a la presencia de Dios.
Israel, además, fue llevado a la comunión del pacto con Dios en el Sinaí para vivir como un reino sacerdotal y una nación santa (Ex. 19:6), es decir, para ser una luz a los gentiles. Los atributos paralelos que definen, sacerdotal y santo, deben ser entendidos en el sentido de ser apartados para el Señor Dios por el bien de las naciones; Israel debía ser un mediador entre Dios y las naciones. Este llamado sagrado tenía mucho más que ver con ser sometido que con someter a otros pueblos. Israel necesitaba ser consagrado y santificado, transformado en el siervo de Dios por el bien del mundo, para glorificar a Dios ante las naciones. El Salmo 67, uno de los muchos salmos que llaman a los gentiles a alabar a Dios, declara claramente que Israel había recibido misericordia e incluso la bendición sacerdotal para que el camino de Dios fuera conocido en la tierra, y para que Su salvación abarcara a las naciones.
Sin embargo, durante el primer período de Israel, «no había rey en Israel», lo que significaba que «cada uno hacía lo que le parecía bien ante sus ojos» (Jue. 21:25). En otras palabras, sin uno que encarnara el reino de Dios, Israel caería persistentemente en apostasía. Israel necesitaba ser sometido antes de que pudiera ser una luz para los gentiles.
Tras la instalación de David como rey de Israel, la Gran Comisión nuevamente se convirtió en un mandato divino para un rey humano. El Salmo 2, probablemente utilizado durante la ceremonia de coronación de Israel, es instructivo en este punto. En medio de las naciones enfurecidas, el Señor declara: «Pero yo mismo he consagrado a mi rey sobre Sion, mi santo monte» (v. 6). El rey entonces declara el decreto divino: «Ciertamente anunciaré el decreto del Señor que me dijo: ‘Mi Hijo eres tú; yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra’»(vv. 7-8). La frase “Mi Hijo” nos lleva una vez más a Adán y a otra faceta de la teología de la Gran Comisión.
En un sentido único, Adán puede ser llamado el «primogénito» hijo de Dios (engendrado y hecho). La genealogía de Lucas del Mesías, por ejemplo, nos lleva de vuelta a Set como hijo «de Adán» y luego a Adán como hijo «de Dios» (Lc. 3:38, ver Gn. 5:1-3). Como el «primogénito» de Dios, entonces, la herencia de Adán era tan amplia como su comisión: toda la tierra, porque «el ganado sobre mil colinas» y «el mundo y todo lo que en él hay» son suyos (Sal 50:10, 12). Adán poseía, en otras palabras, el derecho inherente de gobernar y someter a toda la tierra en nombre de su Padre y por causa de la gloria de su Padre.
A medida que la historia de la redención progresa, Israel se convierte, por así decirlo, en el segundo hijo «primogénito» de Dios. Debe ser notado aquí que el Señor fue bastante específico en cuanto a las palabras que Moisés iba a hablar en su confrontación inicial con Faraón: «Así dice el SEÑOR: ‘Israel es mi hijo, mi primogénito. Y te he dicho: ‘Deja ir a mi pueblo para que me sirva’, pero te has negado a dejarlo ir. He aquí mataré a tu hijo, a tu primogénito” (Ex. 4:22-23, ver Os. 11:1). La señal final de Dios, celebrada anualmente en la Pascua, clavaría esa revelación original profundamente en el corazón de Faraón.
Volviendo ahora al Salmo 2, David, como cabeza de Israel y por promesa divina (2 Sam. 7:14), podría ser considerado hijo de Dios en un sentido especial, ya que evidentemente había recibido el manto de Adán en función de su oficio. Por su unción, David heredó el papel de Adán como «hijo de Dios» y rey de la tierra. «Yo también lo haré mi primogénito», dice Dios, «el más excelso de los reyes de la tierra» (Sal. 89: 26-27).
Es importante entender que solo al ser ungido como rey fue que David recibió la encomienda de gobernar y someter a las naciones. La comisión de David fue extender la voluntad y el reino de Dios sobre la tierra; sus «enemigos» no eran meramente políticos o personales, sino los enemigos de Dios, reyes que se habían opuesto al Señor y a Su ungido. En realidad, sin embargo, el objetivo de someter a Israel probaría ser demasiado. Peor aún, fueron los propios reyes de Israel los que desviaron a las ovejas de Dios hacia la rebelión perversa y la odiosa idolatría. El exilio fue inevitable.
Aun así, notablemente, en el contexto de la apostasía de Israel, Dios prometió levantar un Siervo davídico que no solo guiaría a las tribus de Jacob a través de un nuevo éxodo, sino que también sería hecho “luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is. 49: 6). Este mismo Siervo, leemos más adelante, sufriría el juicio de Dios al cargar los pecados de muchos, para que como sacerdote exaltado pudiera «rociar a muchas naciones» (Is. 52:13-53:12; ver 1 Pe. 1:1-2). Habiendo expiado los pecados de Su pueblo, este Mesías venidero, el último Adán, la simiente de Abraham, el verdadero Israel, el mayor David, el Siervo Sufriente, el Hijo de Dios, ascendería a lo alto para reinar desde el Monte Sion celestial, a la diestra de Dios el Padre.
Mateo 28, entonces, no es más que la aceptación de la herencia prometida en el Salmo 2. Pero este reinado está al servicio de un oficio sacerdotal, para guiarnos a la presencia de Dios a través del velo de la carne desgarrada y la sangre derramada. A través de Su Espíritu derramado, Jesús reina para someter y convocar a toda la creación a la adoración de Su Padre (1 Co. 15: 24-28), sometiéndonos día a día cada vez más profundamente para que podamos aprender cómo «glorificar a Dios y gozar de Él para siempre.»