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Nota del editor: Este es el tercer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La ética cristiana
El relativismo ético parece haber fracturado nuestra cultura en millones de islas aisladas en las que cada uno hace lo que le parece correcto. En este mundo moldeado por la tecnología, la gente crea reinos virtuales adaptados a sus intereses y ha extendido esta mentalidad al mundo real al crear su propia moralidad.
Sin embargo, la Biblia nos enseña que Dios ha creado a todos los seres humanos a Su imagen, lo que significa que compartimos este vínculo dado por Dios. Uno de los elementos característicos de llevar la imagen de Dios es que Él ha inscrito Su ley moral en el corazón de todos los seres humanos; en última instancia, todos compartimos la misma moral y ética dadas por Dios, aunque las personas no regeneradas las supriman. Podemos explorar esta verdad examinando, en primer lugar, lo que la Biblia tiene que decir sobre el ser portadores de la imagen. En segundo lugar, reflexionaremos sobre la teología de nuestra norma ética comúnmente compartida. Y en tercer lugar, pensaremos en las implicancias de lo que significa tener la ley de Dios inscrita en nuestros corazones. ¿Podemos interactuar con nuestros vecinos sobre la base de este conocimiento ético comúnmente compartido?
LO QUE LA BIBLIA DICE
En la creación, Dios coronó Su obra con los seres humanos, portadores de Su imagen. La triple repetición de la imagen de Adán y Eva señala la importancia de la acción de Dios: «Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza… Creó, pues, Dios al hombre imagen suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1:26-27, énfasis añadido). Que los seres humanos fueron creados a imagen de Dios significa que se parecen a Dios en muchos aspectos. Esto no quiere decir que los seres humanos se parezcan físicamente a Dios, pues Él es un espíritu y no tiene cuerpo (Jn 4:24). Sin embargo, los seres humanos reflejan los atributos de Dios, como la santidad, la sabiduría, el poder, el conocimiento y la justicia. Llevamos estos atributos a nivel de creaturas y de manera analógica. La conexión entre similitud y ser portadores de Su imagen aparece en Génesis 5:3, donde leemos que Adán «engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen». Génesis señala de forma sutil pero sorprendente que todos los humanos son hijos de Dios porque llevan Su imagen y semejanza. El hecho de que Dios haya investido a los humanos con Su imagen no es poca cosa, ya que el salmista lo caracteriza como una tremenda bendición:
Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que tú has establecido,
digo: ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes,
y el hijo del hombre para que lo cuides?
¡Sin embargo, lo has hecho un poco menor que los ángeles,
y lo coronas de gloria y majestad!
Tú le haces señorear sobre las obras de tus manos;
todo lo has puesto bajo sus pies (Sal 8:3-6).
TEOLOGÍA Y ÉTICA
Cuando reunimos estos datos bíblicos para formular nuestra comprensión teológica de la relación entre ser portadores de Su imagen y la ética, salen a la luz grandes verdades. Debemos considerar a los seres humanos en el contexto más amplio de la creación para apreciar la naturaleza de lo que implica ser portadores de Su imagen. Juan Calvino caracterizó la creación como un espejo de la divinidad de Dios, discernible desde la arquitectura del mundo. Calvino tenía en mente pasajes como estos: «Porque desde la creación del mundo, sus atributos invisibles, su eterno poder y divinidad, se han visto con toda claridad, siendo entendidos por medio de lo creado, de manera que no tienen excusa» (Rom 1:20) y «Los cielos proclaman la gloria de Dios y la expansión anuncia la obra de sus manos» (Sal 19:1). En particular, el salmista pasa de la creación más amplia a la ley de Dios: «La ley del SEÑOR es perfecta, que restaura el alma» (v. 7). La creación y la ley de Dios van de la mano, pues la creación refleja el ser y los atributos de Dios. Lo que es cierto de la creación mayor es también cierto de los seres humanos. Según Calvino, el ser humano es una creación microcósmica que refleja al Creador. Tanto la creación macrocósmica como la microcósmica reflejan a su Creador. Herman Bavinck afirma que toda criatura es una encarnación del pensamiento divino, pero los seres humanos en particular son la más rica autorrevelación de Dios, ya que solo ellos llevan Su imagen divina.
Una imagen de la relación estrecha entre el ser portadores de Su imagen y la ley aparece en los templos de Dios. Tanto en el tabernáculo del desierto como en el templo salomónico, el arca del pacto descansaba en el lugar santísimo. ¿Y qué contenía el arca? La vara de Aarón, una vasija de maná y las «tablas del pacto», la ley (Ex 16:33-34; 25:16; Nm 17:10; 1 Re 8:9; 2 Cr 5:10; Heb 9:4). El último templo de Dios también contiene Su ley: Su morada final es la Iglesia, el pueblo de Dios. Nuestros cuerpos individualmente son el templo del Espíritu Santo (1 Co 6:19), y colectivamente el pueblo de Dios es el «templo del Señor», «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular» (Ef 2:20-21). Cuando Dios redime a Su pueblo, lo incorpora a Su templo, la Iglesia, y escribe Su ley en sus corazones (Jer 31:33; Heb 8:10; 10:16). Pero cuando Dios redime a los pecadores, no escribe una ley diferente en sus corazones, sino que restaura el conocimiento de Su ley al eliminar las manchas y la distorsión del pecado y les da un corazón nuevo. En otras palabras, en la redención Él recrea Su imagen y el conocimiento de Su ley en los corazones de los creyentes.
Pablo testifica del hecho de que todos los seres humanos poseen el conocimiento de la ley de Dios en virtud de su condición de portadores de Su imagen. En Romanos describe a los judíos como aquellos que tienen la ley de Dios, el Decálogo. Israel estuvo al pie del Sinaí y recibió la ley de Dios. Por el contrario, los gentiles, que no tienen la ley del Sinaí, «cumplen por instinto [o «por naturaleza», según otras traducciones] los dictados de la ley, ellos, no teniendo la ley, son una ley para sí mismos» (Rom 2:14). Nota que Pablo dice que los gentiles por naturaleza —es decir, en virtud de su creación, de su condición de portadores de la imagen— hacen lo que la ley del Sinaí exige. ¿Cómo es eso? Ellos «muestran la obra de la ley escrita en sus corazones» (v. 15). Los gentiles no se pararon al pie del Sinaí para recibir la ley, pero Dios ha escrito Su ley en sus corazones (aquí se hace referencia a ella como a la «obra de la ley», para distinguirla de la ley recibida en el Sinaí). Los gentiles saben que deben adorar y honrar a Dios; honrar a los padres; no cometer asesinato, adulterio, robo o engaño; y no codiciar. Aunque todos los humanos han sufrido los efectos nocivos del pecado de Adán en todo su ser, todavía queda un grado suficiente de conocimiento de la ley de Dios que permite a los no creyentes conocer la diferencia entre el bien y el mal. Pablo explica que las conciencias de los gentiles dan «testimonio, y sus pensamientos acusándolos unas veces y otras defendiendolos» (v. 15). Piensa, por ejemplo, en cuando Abraham permitió que Abimelec se llevara a Sara a su harén. Dios le advirtió a Abimelec que, sin saberlo, había tomado a la esposa de Abraham (Gn 20:2-3). Cuando el rey gentil se enfrentó a Abraham, le dijo: «me has hecho cosas que no se deben hacer» (v. 9). Aquí el pagano mostró mayor moralidad que Abraham, uno que fue salvado por Dios. Lo mismo puede decirse de los corintios, que se jactaban de un tipo de inmoralidad sexual «tal como no existe ni siquiera entre los gentiles, al extremo de que alguno tiene la mujer de su padre» (1 Co 5:1). Una vez más, los paganos practicaban una moral mejor que la de los cristianos corintios.
SIGNIFICADO
Teniendo en cuenta estos datos bíblicos y esta reflexión teológica, podemos concluir que los cristianos comparten un punto de contacto ético con los no creyentes. En virtud de nuestra creación a imagen y semejanza de Dios, no somos pizarras en blanco, como afirmaba John Locke, sino que tenemos la ley de Dios escrita en nuestros corazones. Lo que C.S. Lewis llamó en su día el Tao (el principio absoluto que sustenta el universo) o la ley natural que existe en cada ser humano. Lewis sostiene que ciertas actitudes son genuinas y otras son totalmente falsas. Los pueblos, a lo largo de la historia y en todo el mundo, comparten los mismos valores morales colectivos básicos. Usando las gafas de la Escritura para asegurarnos de que leemos correctamente la ley natural de Dios, podemos comprometernos con nuestros vecinos en tareas creativas comunes, sabiendo que tenemos un conocimiento ético compartido. También tenemos un punto de contacto con los incrédulos cuando evangelizamos y defendemos el evangelio frente a la incredulidad. Cuando apelamos a este conocimiento ético compartido, no capitulamos ante un razonamiento humano pecaminoso ni ante una norma moral humana, sino que apelamos a la ley de Dios escrita en el corazón de todas las personas.