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Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Sal y luz
Todos los años, cuando llega julio, empiezo a anticiparme a la temporada navideña. Comienzo a pensar en los deleites de la época de Navidad incluso mientras experimento los placeres del verano. Cuando pienso en tantos recuerdos maravillosos de navidades anteriores, me vienen a la mente la deliciosa comida, los momentos con mi familia, las reuniones con amigos y las hermosas decoraciones, en especial las de luces. Una de las razones por la que los cristianos adornan con luces sus casas y los árboles en Navidad es para celebrar que Jesucristo ha venido como la Luz del mundo.
Hay algo indescriptiblemente apacible, esperanzador y glorioso en las luces que brillan en la oscuridad de la noche. El resplandor de una sola vela en la oscuridad expresa una sensación de paz, y nos recuerda el contraste entre la luz y las tinieblas, un contraste que se enfatiza a lo largo de toda la Sagrada Escritura. Después de todo, Dios es Luz y en Él no hay ninguna tiniebla (1 Jn 1:5). Como Dios encarnado, el Verbo hecho carne, Jesucristo vino al mundo y declaró: «Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la Luz de la vida» (Jn 8:12). Jesús nos ha dicho que los cristianos, debido a que estamos unidos a Él por la fe, reflejamos Su luz como luz del mundo y sal de la tierra que somos (Mt 5:13-16).
El hecho de que seamos la luz del mundo indica que el mundo está en tinieblas. El hecho de que seamos la sal de la tierra apunta a la necesidad que tiene un mundo en descomposición de ser preservado y rescatado de la muerte. Por eso Dios nos llama a vivir nuestra vida en contraste con el mundo, para que seamos «irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación torcida y perversa, en medio de la cual [resplandecemos] como luminares en el mundo» (Fil 2:15). Dios no nos dice que nos esforcemos por ser sal y luz; nos dice que somos sal y luz. Es decir, por el hecho de estar en Cristo, de reflejar Su luz y de que la luz de Dios brille a través de nosotros por el Espíritu Santo, nuestra verdadera identidad es que somos sal y luz.
Dios nos llama de las tinieblas a Su luz admirable y luego nos ordena ir a vivir en medio de las tinieblas, como individuos, como familias y como iglesia. No debemos aislarnos del mundo, sino ser embajadores de Cristo dondequiera que vayamos, en el mundo pero no del mundo, al iluminar con la luz del evangelio, al mostrar nuestro amor unos por otros y al hacer buenas obras para que los hombres glorifiquen a nuestro Padre celestial y adoren a Dios coram Deo, delante de Su rostro para siempre (Jn 13:35; 15:19; ver Mt 6:1; 2 Co 5:20).