Las expectativas sobre la familia del pastor
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En Europa del Este, los años inmediatamente posteriores a la caída de la Cortina de Hierro fueron difíciles en gran manera a medida que los países y las familias hacían la transición del comunismo y el socialismo a alguna forma de democracia y capitalismo. Con la caída en picada del valor de las monedas nacionales, los bancos quebraron y las familias perdieron los escasos ahorros de toda su vida. Lo que comenzó con expectativa y celebración colapsó en ira y desesperación. Una vez más, las promesas de los hombres no lograron dar la paz verdadera y la seguridad duradera que anhelaban.
Estos mismos eventos se han repetido a lo largo de la historia. Las naciones y los sistemas surgen en las alas del poder y la promesa, y desaparecen de la escena con tanta seguridad como el sol poniente.
Veinte siglos antes, el apóstol Pablo comenzó un ministerio de plantación de iglesias en la ciudad próspera pero en declive de Éfeso, una ciudad con una historia profunda debido a su ubicación en una carretera crucial que conectaba el mar con el interior de Asia Menor y la parte oriental con la parte occidental del Imperio romano. Tenía el Templo de Artemisa (cuatro veces el tamaño del Partenón de Atenas), donde proliferaban los rituales de prostitución y fertilidad. No es de extrañar que esta próspera ciudad, repleta de comerciantes, marineros y artesanos, sobresaliera en el comercio, el arte, la educación y la infidelidad conyugal. Y esa cultura se deslizó en la joven iglesia.
¿No es esa una descripción de los Estados Unidos de hoy: un centro para el arte, la cultura, la economía y la depravación? El mensaje necesario, tanto entonces como ahora, es el evangelio de Jesucristo proclamado y vivido en la vida de los creyentes fieles que componen la iglesia. Nada más servirá. Nada más puede salvar. Nada más perdurará.
¿Cómo se las ha arreglado la iglesia para sobrevivir durante todos estos siglos a pesar del ascenso y la caída de los reinos? La respuesta es simple pero profunda: fidelidad. No la fidelidad del hombre, sino la fidelidad de Dios a Sus promesas. Aunque Sus promesas son muchas, son una: por Su poder y gracia, Él será nuestro Dios, y nosotros seremos Su pueblo. Desde la orden a Abraham con la promesa de Dios de que sería padre de una gran nación, hasta Su promesa a través de Zacarías de que el Rey entraría en Jerusalén sobre un asno; desde Su promesa a través de Isaías de que Su salvación llegaría hasta los confines de la tierra, hasta el anuncio angelical de la llegada del Salvador; desde la declaración de Jesús de que el Hijo del Hombre sería entregado a muerte, hasta Sus palabras a través del Apocalipsis de Juan de que vive por siempre. Sus promesas son seguras.
Nuestro llamado a ser luces en el mundo y una ciudad sobre la colina es una comisión divina para descubrir puntos de contacto con el mundo, lugares donde el mensaje y el ministerio de Jesucristo se conectan con los deseos, temores y necesidades del mundo. La verdad, la belleza y la sencillez del evangelio es esta: Él es fiel. Él es fiel en enviar Su Palabra para guiarnos; fiel en enviar a Su Hijo para redimirnos; fiel para enviar Su Espíritu para vivificarnos, sellarnos y santificarnos. En el desorden y el ruido del mundo, una imagen continúa resonando con el mundo que observa: la fidelidad.
Presentamos el carácter de fidelidad de Dios en la honestidad de nuestras palabras y la integridad de nuestras vidas. Pero se destaca en un retrato en particular: el matrimonio. Cuando el esposo y la esposa declaran en el día de su boda que «prometen y pactan ante Dios y ante estos testigos ser cónyuges amorosos y fieles, en la abundancia y en la pobreza, en el gozo y en la tristeza, en la enfermedad y en la salud; mientras ambos vivamos», prometen mostrar un atributo divino a un mundo que observa. Pero solo representamos de manera verdadera la fidelidad del pacto de Dios cuando realmente, por la gracia habilitadora de Dios, vivimos esos votos.
La magnificencia de la analogía del matrimonio en la Escritura es que presenta tanto los aspectos completos como continuos de la obra de Cristo. Por ejemplo, considera la carta de Pablo a los efesios. Después de exhortar a sus lectores a la pureza sexual, escribe:
Maridos, amen a sus mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se dio Él mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado por el lavamiento del agua con la palabra, a fin de presentársela a Sí mismo, una iglesia en toda su gloria, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa e inmaculada (5:25-27).
Cristo ya ha dado Su vida por la redención de Su novia, pero el ministerio de santificación continúa («para santificarla») con una meta futura («a fin de presentársela a Sí mismo, una iglesia en toda su gloria»). Aquellos que están en matrimonios bíblicamente fieles buscan, a la sombra de Cristo, hacer lo mismo: presentar con fidelidad, amor, ternura y seguridad la obra completa de Cristo y ser instrumentos de santificación en la vida del otro, a través de todos los periodos («en la abundancia y en la pobreza, en el gozo y en la tristeza, en la enfermedad y en la salud»). La bendición adicional de nuestra fidelidad marital es que presentamos al mundo observador la esperanza de Aquel que es Fiel y Verdadero.
En la providencia del Señor, el colapso del comunismo en Europa del Este coincidió con una extraordinaria llegada de nuevos creyentes a la iglesia. Cuando muchos escucharon el evangelio por primera vez, descubrieron que una esperanza en Cristo es mucho más vivificante de lo que podría ser cualquier sistema gubernamental. De manera sorprendente, ese mensaje de esperanza se proclamó a través de una iglesia pequeña pero fiel, que reflejaba y proclamaba la fidelidad de Dios en Jesucristo.