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Nota del editor: Este es el octavo y último capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La iglesia confesional
Las confesiones tienen una mala reputación hoy en día. La Iglesia primitiva y las iglesias de la Reforma nos legaron credos y confesiones que fueron probados y comprobados. En ellos, la Iglesia ha encontrado resúmenes autoritativos de «la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos» (Jud 3). Sin embargo, hoy existe la opinión generalizada y apasionada de que las iglesias que se aferran abiertamente a una confesión por lo general no están cumpliendo el mandato de la Gran Comisión, precisamente porque son confesionales. Se asume que sus estándares confesionales no les ayudan a evangelizar. Más aun, sus estándares estorban cualquier esfuerzo verdadero para llevar un mensaje claro y simple del evangelio al mundo.
Tristemente, hay algo de verdad en esa observación. Las iglesias confesionales a menudo no están evangelizando celosamente al mundo de la forma que deberían. En la mayoría de los casos, los debates sobre sus respectivas confesiones parecen, desde fuera, meros debates intramuros sobre los puntos más finos y esotéricos de la teología. Por lo tanto, muchos piensan que los estándares confesionales sustanciales de la Reforma son en sí mismos un obstáculo para la verdadera labor misionera de la iglesia. Como ministro comprometido con la labor de plantar iglesias en la Alemania poscristiana, más de una vez cristianos bien intencionados me han dicho que no utilice las confesiones como herramientas para llevar el evangelio, plantar iglesias y catequizar a los nuevos conversos.
Pero ¿el hecho deplorable de que las iglesias confesionales a menudo carecen de celo evangelizador demuestra que el problema radica en las propias confesiones? ¿Las confesiones simplemente «no funcionan» en un contexto misionero? Todo lo contrario. Si bien las iglesias confesionales pueden ser, y a menudo lo son, negligentes en el cumplimiento de la Gran Comisión, el problema no radica en las confesiones mismas.
LA VERDADERA INTENCIÓN DE LAS CONFESIONES
El verdadero llamado del cristiano es tomar su cruz y confesar a Cristo. Con frecuencia, en el contexto misionero de muchas regiones del mundo hoy en día, ambas son una misma cosa. En muchos lugares, confesar a Cristo puede implicar, y a menudo implica, una amenaza inmediata para la propia vida del creyente. Esto nos pone en buena compañía. El propio Jesús fue el primer mártir que estuvo dispuesto a morir por causa de Su confesión. Sus discípulos ciertamente no deben esperar ser mayores que su Maestro (Jn 13:16). Él exigió a Sus discípulos que confesaran quién era y quién es Él (Mt 10:32; 16:15), estimando el costo antes de hacerlo y estando dispuestos a sufrir las consecuencias, posiblemente incluso hasta la muerte (10:27-28). Una confesión es nuestra convicción de corazón de lo que la Biblia realmente enseña, una convicción tan fuerte que preferiríamos morir antes que comprometer la verdad de ello. Ningún cristiano ha estado dispuesto a ser quemado en la hoguera por algo que sostiene que «muy probablemente» sea verdad. En cambio, los cristianos han muerto en la hoguera a causa de una confesión que consideran absolutamente verdadera, sin excepciones ni reservas.
Podríamos repasar el génesis de casi todas las confesiones de la Iglesia y demostrar que no fueron escritas en estudios acogedores, sino forjadas en el fuego de la persecución y escritas con sangre. Son la evidencia de que la sangre de los mártires es en verdad la semilla de la Iglesia. Un ejemplo debe ser suficiente. Cuando Guido de Bres redactó la Confesión Belga en 1561, también presentó una carta al gobernante español Felipe II en la que explicaba los motivos de la confesión. Escribió:
Los destierros, las cárceles, los tormentos, los exilios, las torturas y otras innumerables persecuciones demuestran claramente que nuestro deseo y convicción no es carnal, pues llevaríamos una vida mucho más fácil si no abrazáramos y mantuviéramos esta doctrina. Pero teniendo el temor de Dios ante nuestros ojos, y temiendo la advertencia de Jesucristo, que nos dice que nos dará la espalda ante Dios y Su Padre si le negamos ante los hombres, sufrimos que nos golpeen la espalda, nos corten la lengua, nos amordacen la boca y nos quemen todo el cuerpo, porque sabemos que el que quiera seguir a Cristo debe tomar su cruz y negarse a sí mismo.
De Bres y otros muchos estuvieron dispuestos a ser martirizados, y de hecho lo fueron, a causa de su confesión. Pero ¿por qué? Porque sabían que negar la verdad de la confesión era negar a Cristo. Y negar a Cristo es mortal para el alma y se lleva la única esperanza de que la gente pueda ser salva. Estaban dispuestos a confesar y morir por la única razón de que el evangelio se difundiera. Estar dispuesto, incluso obligado, a confesar a Cristo con palabras inteligibles es la actitud del corazón detrás de todo esfuerzo misionero grande y fiel.
Si bien las primeras confesiones de la Iglesia pretendían ser declaraciones de ortodoxia —es decir, de verdades teológicas— nunca fueron pensadas solo para la Iglesia, sino que siempre pretendieron combatir los sistemas de creencias falsas del mundo. No hay ninguna ortodoxia muerta en las confesiones de la Iglesia. Siempre nos desafían y siempre desafían al mundo.
Las confesiones también fueron concebidas como una guía para la predicación del evangelio. No cualquier vieja «predicación evangelística» servirá para la evangelización fiel del mundo, sino solo aquella que esté de acuerdo con la verdad de la Palabra de Dios resumida en las confesiones de la Iglesia. La confesión literalmente pone palabras en nuestra boca: palabras bíblicas, palabras que dan sentido a nuestra experiencia de creer y palabras que podemos y debemos usar mientras salimos al mundo como testigos de Cristo. Las confesiones son herramientas probadas en el tiempo para catequizar a los nuevos conversos y discípulos en toda la extensión y contenido de la fe cristiana, de todo lo que Cristo nos enseñó (Mt 28:20). Nos dan las palabras con las que, tanto los jóvenes como los mayores, podemos apropiarnos del contenido de la fe. Pero en todo esto, la intención más prístina de las confesiones siempre ha sido y será la de ser una declaración positiva de la fe verdadera y del evangelio para ganar a las personas para la salvación en Cristo.
EL ACTO DE CONFESAR
A menudo malinterpretamos las confesiones como algo arcaico, incluso estático. Pensamos que las confesiones son documentos que deberían estar archivados bajo «Ortodoxia» y guardados en los cajones hasta el día en que se necesiten, si es que se necesitan. Pero en realidad, confesar la fe es un acontecimiento muy poderoso y dinámico. Es algo que nos ocurre a nosotros, a la Iglesia y al mundo. Como dijo Dorothy Sayers: «El dogma es el drama». Una confesión sólida y bíblica relata el drama de la participación de Dios en el mundo para crear y redimir a un pueblo, la Iglesia, por medio de Su Hijo a través del Espíritu. Lo que confesamos de inmediato nos involucra completamente, existencialmente. Cuando el creyente abre su boca con una confesión sincera, cuando la iglesia abre colectivamente su boca con una confesión probada en el tiempo, esta es una confrontación dirigida por el Espíritu, con la espada de dos filos de la verdad de Dios, entre el mundo visible y el invisible. Es un evento en el que Dios mismo viene a juzgar y a salvar a los perdidos. No hay contradicción entre la predicación del evangelio y la confesión de fe. La primera es función y consecuencia de la segunda. Confesar la fe es el acto más contracultural que se pueda imaginar. Declara la guerra a las suposiciones incrédulas del mundo que, de otro modo, podrían permanecer intocables.
CONFESEMOS
La confesión es el megáfono de la iglesia. Cuando la iglesia no confiesa su fe, se vuelve muda. No tiene nada que decir al mundo incrédulo. Pero cuando lo hace, Dios la utiliza poderosamente en Su obra de salvación. Por el bien de los elegidos, entonces, mantengamos firme la confesión de fe. No nos envolvamos en meros debates intramuros, sino apropiémonos de la confesión y utilicémosla de la forma en que siempre se pretendió que se utilizara: como megáfono que ahogue las mentiras del diablo y del mundo, como guía y baluarte de la verdad y como medio para convertir a los perdidos.
El verdadero confesionalismo siempre mira hacia afuera. Siempre nos lleva justo a la guerra espiritual y muy posiblemente al martirio. Sin embargo, ese es el terreno en el que se producen las conversiones y crece la iglesia. Esa puede ser la lección más importante que he aprendido en el campo misionero.
Confesar a Cristo con palabras de verdad a un mundo incrédulo no es un obstáculo para el mandato misionero de la iglesia. Por el contrario, forma parte de la manera en que la Iglesia cumple la Gran Comisión.