
Los discípulos atesoran la Palabra de Dios en sus corazones
17 julio, 2018
Los discípulos aman a otros discípulos
19 julio, 2018Los discípulos reciben corrección

Nota del editor: Este es el 12vo capítulo en la serie «Discipulado», publicada por la Tabletalk Magazine.
No es por casualidad que las palabras discípulo y disciplina se parecen. Un “discípulo” es alguien “disciplinado”. Esto puede referirse a la auto-disciplina, como cuando Pablo dice que él “golpea” (o como se traduce en la NTV y otras versiones modernas: “disciplina”) su cuerpo para mantenerlo bajo control (1 Cor. 9:27). O bien puede significar recibir disciplina o corrección cuando uno se desvía, sea por parte de los padres (Ef. 6:4), de otros creyentes (Gal. 6:1) o de Dios (Heb. 12:5, 7-8, 11). La disciplina, particularmente cuando se refiere a la corrección, es vital para el que quiere ser discípulo.
Jesús exhorta a los creyentes a confrontarse unos a otros como parte del proceso de la disciplina eclesiástica (Mat. 18:15-20). La corrección de un creyente cuando está en falta es un requisito bíblico, pero también lo es la aceptación de esa corrección y el arrepentimiento de nuestros pecados. De hecho, aquel que no acepta la corrección debe ser visto y tratado como un incrédulo (v.17).
Esta es la clave para aceptar la corrección: reconocer que todo nuestro pecado es una ofensa nefasta en contra del Dios santo quien nos ama tanto que nos ha hecho Sus hijos.
He aquí el problema: Nosotros detestamos corregir y ser corregidos. Nuestro orgullo se interpone en ambas situaciones. No confrontamos al hermano o hermana porque para esto tenemos que ser honestos y vulnerables, o porque no queremos que nos respondan mal, o porque hemos sido heridos y decidimos simplemente ignorar al que nos ofendió. Y en esas ocasiones en que sí hacemos confrontación, con frecuencia lo hacemos hipócritamente (Mat. 7:3-5) o con ira en vez de mansedumbre (Gal. 6:1). Confrontar y corregir no es sinónimo de desahogo.
Nosotros también odiamos ser corregidos debido a nuestro orgullo. No nos gusta cuando otros señalan nuestro pecado. La buena noticia es que Dios, por medio de Su Palabra y el Espíritu Santo, nos ayuda a superar nuestro orgullo. En primer lugar, Cristo ya ha conquistado nuestro orgullo al acercarnos a Él. El pecado interior permanece, pero para el creyente, el poder del pecado del orgullo ha sido derrotado. Se nos ordena humillarnos, pero Dios es quien nos da la gracia para hacerlo.
Además, la Escritura nos da ejemplos maravillosos de santos que han sido confrontados y han respondido en humildad y con arrepentimiento genuino. Cuando el profeta Natán confrontó a David por su pecado doble de adulterio y asesinato, David no solo se arrepintió, sino que nos dio uno de los pasajes más grandiosos que tenemos en la Biblia: el Salmo 51, una oración hermosa de arrepentimiento. No tuvieramos ese salmo hermoso si Natán no hubiera confrontado a David y si David no se hubiera arrepentido en humildad.
Pero, ¿por qué estuvo David tan presto a arrepentirse? Lo vemos en la respuesta que le da a Natán: “He pecado contra el Señor” (2 Sam. 12:13). Nuevamente lo vemos en el Salmo 51 donde David escribe: “Contra ti, contra ti sólo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (v.4). Esta es la clave para aceptar la corrección: reconocer que todo nuestro pecado es una ofensa nefasta en contra del Dios santo quien nos ama tanto que nos ha hecho Sus hijos. Cuando esa es nuestra perspectiva, aquellos que nos confrontan dejan de ser mensajeros de condenación y se convierten en ángeles de misericordia.