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Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Un mundo nuevo y desafiante
Uno de los misterios más antiguos del pensamiento teórico es la pregunta: ¿Qué es el tiempo?
Immanuel Kant definió el tiempo y el espacio como «intuiciones puras». Consideramos que el tiempo está relacionado inextricablemente con la materia y el movimiento. Sin materia y espacio (materia y movimiento), no tenemos forma de medir el paso del tiempo. El tiempo, al parecer, siempre está en movimiento. Nunca puede ser detenido.

Históricamente, hemos medido el paso del tiempo con diversos objetos materiales: el reloj de sol, que muestra el movimiento de las sombras a través de su superficie; la arena que se vierte a través del reloj de arena; las manecillas movidas por engranajes dentro de un reloj y las manecillas de los minutos y las horas que se mueven alrededor de un círculo de números. Me pongo a mirar un gran reloj de pared y a observar el movimiento de barrido del segundero. Observo el número doce en la esfera y espero a que el segundero las pase. Mis ojos miran hacia abajo, hacia el número seis, y sé que el segundero aún no lo ha alcanzado, pero a medida que la aguja barre hacia la parte inferior de la esfera, tengo la sensación de que el tiempo se mueve muy rápidamente hacia el futuro en el número seis. Entonces, instantáneamente, el segundero lo pasa, y lo que hace un momento era futuro, ahora es pasado. A veces, cuando experimento con estos ejercicios, quiero que el reloj se detenga. Pero no se detiene, no puede detenerse. Como dice el axioma, «el tiempo sigue su curso».
Todo en la creación está sujeto al tiempo. Todo en la creación es mutable. Todo en la creación pasa por el proceso de generación y deterioro. Dios y solo Dios es eterno e inmutable. Dios y solo Dios escapa a la embestida implacable del tiempo.
No solo medimos momentos en el tiempo, sino que también medimos periodos que tienen lugar en términos de edades, eras y épocas. En nuestra propia generación hemos visto varias transiciones de las culturas humanas en las que nos encontramos, precipitadas contra el telón de fondo del tiempo (como indicó Martin Heidegger en su épico libro Ser y tiempo). Decimos que los tiempos están cambiando. Eso no significa que el tiempo mismo cambie. En un minuto sigue habiendo sesenta segundos, en una hora sesenta minutos, en un día veinticuatro horas. Pero las culturas cambian constantemente en sus patrones, en sus valores y en sus empeños. En mi vida he sido testigo de cambios dramáticos en la cultura en la que me encuentro. Puedo pensar en dónde estaba y qué estaba haciendo cuando me enteré del anuncio de la muerte de Franklin Delano Roosevelt. Recuerdo dónde estaba y qué estaba haciendo cuando oí en la radio la noticia de que Estados Unidos probaba su primera bomba atómica (antes de Hiroshima y Nagasaki). Recuerdo dónde estaba y qué estaba haciendo al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando ocurrió el asesinato de John F. Kennedy, el lanzamiento ruso del Sputnik al espacio y al oír la noticia del primer paso del hombre en la luna. Pero lo que recuerdo quizás más que nada es una década entera —la década de los sesenta— en la que los Estados Unidos de América pasaron por una revolución no sangrienta, que cambió la cultura tan dramáticamente que la gente que vivió antes de esa década se siente como extraterrestre en una cultura dominada por una cosmovisión posterior a los sesenta. La revolución de los sesenta supuso el fin del idealismo y dio paso a varios cambios radicales en la cultura, incluida la revolución sexual. La santidad del matrimonio fue cuestionada de forma más explícita. El discurso limpio y sano en la esfera pública se hizo cada vez más raro. La santidad de la vida con respecto a los no nacidos fue atacada legislativamente y el relativismo moral se convirtió en la norma de nuestra cultura.
Con este relativismo moral llegaron los avances tecnológicos que también alteraron nuestra vida cotidiana. La explosión de conocimientos que supuso la llegada y proliferación del uso de los computadores trajo consigo una nueva cultura de personas que viven más o menos «en línea». Esta cultura relativista trajo consigo la cultura del eros y una mayor adicción a la pornografía, así como la cultura de las drogas con la consiguiente invasión de la adicción y el suicidio.
Los tiempos en los que vivimos son tiempos sumamente desafiantes para la iglesia de Jesucristo. La gran tragedia de la iglesia en la revolución posterior a la década de los sesenta es que el rostro de la iglesia ha cambiado a la par del rostro de la cultura secular. En una búsqueda fatal de relevancia, la iglesia se ha convertido a menudo en un mero eco de la cultura secular en la que vive, teniendo un deseo desesperado de estar «con ella» y ser aceptable para el mundo contemporáneo. La iglesia ha adoptado el mismo relativismo que pretende vencer. Lo que exigen tiempos como los nuestros es una iglesia que se dirija a lo temporal y que al mismo tiempo permanezca anclada en lo eterno: una iglesia que hable, consuele y sane todas las cosas mortales y seculares sin que ella misma abandone lo eterno y lo santo. La iglesia debe enfrentarse siempre a la cuestión de si su compromiso es con la santidad o con la profanidad. Necesitamos iglesias llenas de cristianos que no estén esclavizados por la cultura, iglesias que busquen más que todo agradar a Dios y a Su Hijo unigénito, en lugar de buscar el aplauso de hombres y mujeres moribundos. ¿Dónde está esa iglesia? Esa es la iglesia que Cristo estableció. Esa es la iglesia cuya misión es ministrar la redención a un mundo moribundo, y esa es la iglesia que estamos llamados a ser. Que Dios nos ayude a nosotros y a nuestra cultura si nuestros oídos se vuelven sordos ante este llamado.