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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Conflicto en la iglesia
Todavía recuerdo cuando mi profesor de tercer grado de la escuela dominical me contó la famosa (y dudosa) historia del intercambio (o algo así) que hubo entre Nicolás de Mira y Arrio de Alejandría en el Concilio de Nicea el año 325 d. C. Según la leyenda, Nicolás de Mira —más conocido hoy como San Nicolás— estaba presente en el primer concilio ecuménico. Allí, Arrio argumentó que el Hijo de Dios no es igual a Dios Padre, sino el primer ser creado, el más elevado de todos (este punto de vista, conocido como arrianismo, fue justamente condenado como herético en el Concilio de Nicea). Mientras los obispos escuchaban atentos la propuesta de Arrio, Nicolás se sentía inquieto y frustrado. Finalmente, se le agotó la paciencia. Se puso de pie, atravesó la sala y abofeteó a Arrio.
La veracidad de esta historia es difícil de confirmar, pero no dejes que su punto central pase inadvertido. Si el hombre del que viene la leyenda del alegre San Nicolás es recordado por abofetear a alguien debido a un asunto doctrinal, entonces quizá debemos por lo menos considerar la posibilidad de que la doctrina es lo suficientemente importante como para contender por ella. Si me permites el atrevimiento de decirlo, la fidelidad a Jesucristo requiere que todos juntemos el coraje y la sabiduría para involucrarnos en conflictos doctrinales (aunque siempre debemos resistir la tentación de abofetearnos los unos a los otros).
La lógica es simple. Si Cristo estuvo involucrado regularmente en disputas teológicas y nosotros estamos llamados a tomar la cruz y seguirlo, entonces no podemos ser realistas y a la vez esperar que pasaremos por la vida sin involucrarnos en algún conflicto doctrinal. Los siervos siguen el camino del maestro, y nuestro Maestro no echó pie atrás ante los conflictos doctrinales necesarios. Nosotros tampoco debemos hacerlo.
Lo cierto es que no podemos proclamar la verdad del evangelio y esperar que las mentiras del maligno permanezcan dormidas. El conflicto siempre acompaña al ministerio del evangelio, así que debemos estar preparados para los conflictos doctrinales si vamos a compartir el evangelio y vivir sus implicaciones en el mundo.
Por eso, todas las cartas del Nuevo Testamento proclaman la verdad del evangelio, corrigen el error doctrinal de algún modo y denuncian a los enemigos de la verdad. Todo es un paquete. Incluso cuando las cartas no están involucradas directamente en un conflicto doctrinal ni desenmascaran a los falsos maestros, tienen la mira en los conflictos doctrinales y los falsos maestros del futuro.
Pedro nos recuerda las verdades que sabemos, porque vendrán falsos maestros, «los cuales encubiertamente introducirán herejías destructoras» (2 P 2:1). Pablo advierte a Timoteo: «Porque vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oídos, conforme a sus propios deseos, acumularán para sí maestros, y apartarán sus oídos de la verdad, y se volverán a los mitos» (2 Ti 4:3-4). Estos son solo dos ejemplos de las muchas advertencias del Nuevo Testamento (ver 2 Co 11:13-14; Col 2:8; 1 Jn 4:1-2).
Ahora bien, en toda esta discusión sobre el conflicto doctrinal, debemos cuidarnos de caer en la tentación del sectarismo doctrinal. Cada vez que convertimos asuntos doctrinales de segundo y tercer orden en temas de importancia suprema, hacemos daño a la iglesia. «Las diferencias de opinión sobre asuntos no esenciales no debe ser la base de cismas entre cristianos bajo ninguna circunstancia», señala sabiamente Juan Calvino (este es un concepto que todos los cristianos deberíamos tener en cuenta).
Dicho esto, el problema más frecuente al que nos enfrentamos en nuestros días es la displicencia doctrinal. Somos demasiado indiferentes hacia la verdad. Rara vez juzgamos alguna doctrina como algo por lo que valga la pena luchar. Pero ten por seguro que cuando se llega a un acuerdo vago y carente de contenido para buscar la «unidad», esa paz es falsa, un fundamento de arena. Para que la iglesia sea la columna y el sostén de la verdad (1 Ti 3:15), debemos reunirnos en torno a aquello sobre lo que estamos fundados: la enseñanza de los apóstoles y los profetas, siendo Cristo Jesús la piedra angular (Ef 2:20).
A la luz de esto, resistamos la tentación de restar importancia a las diferencias doctrinales por miedo a irritar a alguien. En lugar de bajar el perfil a diferencias teológicas fundamentales como si fueran asuntos de simple perspectiva o interpretación, debemos «luchar ardientemente por la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos» (Jud 3) con amor y gran cuidado, con mansedumbre y gracia, pero a la vez con valor y perseverancia, pues por esta fe vale la pena luchar.