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Nota del editor: Este es el sexto y último capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo X
La corrupción y la reforma en la Iglesia cristiana podría ser el título de una obra sobre la historia de la Iglesia. No ha habido época en la que no haya ocurrido este fenómeno una y otra vez.
Uno de los mejores ejemplos de una reforma es la que ocurrió en Cluny durante el siglo X en el sur de Francia. Aconteció después de la caída de Roma, después de los tiempos más oscuros de la Iglesia occidental (ver el artículo de Nick Needham para leer más sobre el avivamiento en Cluny). Trajo una disciplina espiritual seria y visible que permaneció por más de dos siglos. Al reconocido fundador, Bernón de Baume (muerto en 927), le siguieron líderes eficaces que sirvieron por largos años. La orden alcanzó su apogeo bajo Hugh (muerto en 1109) con más de mil casas afiliadas al monasterio principal de Cluny.
Cluny ganó poder, influencia y riquezas, y este movimiento terminó necesitando su propia reforma. Se corrompió mucho, pero afortunadamente fue reemplazado por la reforma cisterciense liderada por el incomparable Bernardo de Claraval (muerto en 1153).
Es innegable que la institución monástica y las órdenes religiosas fueron instrumentos en la reforma de la corrupción de la Iglesia durante muchos siglos, y que la autoridad papal los protegió de intrusiones laicas. Sin embargo, en los siglos XV y XVI, los monasterios y el papado tenían una gran necesidad de reforma.
La imagen del papado desde 1470 hasta 1530 dibujada por Barbara Tuchman en The March of Folly [La marcha de la locura] revela un grado casi increíble de inmoralidad, mundanalidad, corrupción y vicio. Esto llevó a Jacob Burckhardt, un gran historiador del Renacimiento, a decir que «Lutero salvó al papado». La exposición de Martín Lutero de la corrupción papal y la rebelión protestante que resultó de la misma condujo a la Iglesia católica romana a las reformas del Concilio de Trento, la cual le fue impuesta a un papado reacio por el emperador del Sacro Imperio.
A pesar de no haber lidiado adecuadamente con la doctrina protestante, Trento estableció estándares educativos para el clero, mantuvo la disciplina para los monasterios y las órdenes, y recuperó algo del rol espiritual del papado que se había perdido en su preocupación por ser igual a muchas otras ciudades italianas con las que competía. Una lección obvia es que hubo ciertos momentos en los que los monasterios, el liderazgo laico, el papado y las órdenes religiosas proporcionaron reformas positivas y roles beneficiosos, pero también hubo otros momentos en los que cada uno se mostró corruptible y en necesidad de reforma.
¿Cuál es, entonces, la lección para nosotros hoy, cuando las iglesias están trágicamente divididas y el mensaje cristiano está siendo corrompido por escándalos y concesiones a una sociedad cada vez más corrupta? Aún peor que los escándalos es el hecho de que el descuido de la doctrina por parte de la Iglesia casi nunca ha sido tan evidente como ahora en toda la historia cristiana.
La Comunión Anglicana está tratando desesperadamente de recuperar su unidad buscando «lazos de afecto» («el Informe Windsor») en lugar de lazos de fe. La influencia católicorromana en Quebec, Irlanda, España e Italia está siendo reemplazada por suposiciones seculares y morales. En 1960, el cincuenta por ciento de la población estadounidense pertenecía a una de las principales denominaciones protestantes. Hoy solo es un cinco por ciento. Thabiti Anyabwile acusó justamente a las megaiglesias afroamericanas de apartarse de la enseñanza bíblica e irse por los caminos de herejías clásicas como el arrianismo (en The Decline of African American Theology [El declive de la teología afroamericana]).
La reciente conferencia en Beeson Divinity School, «The Will to Believe and the Need for Creed» [«La voluntad para creer y la necesidad de un credo»], fue un paso muy valioso en dirección a la reforma de la corrupción actual en las enseñanzas bíblicas. Los movimientos confesionales en las iglesias metodistas, presbiterianas y luteranas, así como las críticas del papa Benedicto a la mundanalidad, son acontecimientos alentadores.
Muchas de las creencias no cristianas que predominan son reacciones no a la fe cristiana sino a la tergiversación de esa fe (herejías). La renuencia a siquiera hablar de herejías debe superarse con una paciencia llena de gracia (no una «tolerancia» débil) y una proclamación firme de la buena noticia que ofrece la fe cristiana ortodoxa.
La corrupción moral tanto del clero como de los laicos debe enfrentarse con honestidad. Las oraciones tradicionales han abordado adecuadamente tanto la vida como la doctrina. La vida de una persona es gobernada por su corazón. Lo que el corazón desea y cree, la voluntad lo escoge y la mente lo justifica. De modo que comenzar con el comportamiento no es tan efectivo como comenzar con la historia del evangelio, la enseñanza y la doctrina que habla al corazón.
Por lo tanto, la necesidad actual de reforma se debe a la corrupción de la doctrina. Si le preguntas a un incrédulo qué no cree, seguramente podrás decirle: «Yo tampoco creo eso». Nuestra naturaleza caída busca desviar el evangelio de «Porque de tal manera amó Dios al mundo [tangible]», evitando así la vulnerabilidad del amor encarnado. La justicia propia simplemente se pregunta: «¿Qué haría Jesús?». Pero Jesús no es un mero ejemplo. Él es el acto de reconciliación de Dios.
Para ser fieles, nuestra labor es nunca repetir la coerción y la compulsión que le han dado un mal nombre a la ortodoxia, sino proclamar el evangelio que alivia la carga pesada de la justicia propia y produce un amor gozoso cuando seguimos la vulnerabilidad divina de Jesucristo.