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De vez en cuando, me encuentro con una noticia emblemática de nuestro tiempo. Hace poco, leí un caso en el que un hombre contrató a una mujer para ser madre de alquiler. El hombre aceptó pagarle para que diera a luz a los niños que fueron concebidos por fecundación in vitro utilizando el esperma del hombre y óvulos donados por otra mujer. Se concibieron trillizos, pero el hombre quiso abortar a uno de ellos y el contrato que había firmado le daba el derecho legal a hacerlo. La mujer no quiso abortar al niño, por lo que demandó para impedirlo y se ofreció a criar ella misma al niño no deseado. Pero el hombre no quiso eso, sino que prefirió poner él mismo al niño en adopción.
La mercantilización de los niños, el modo despreocupado en que ese hombre quiso deshacerse de uno de los bebés y otras cuestiones que plantea este caso producen escalofríos. Aquí vemos los resultados lógicos de lo que ocurre cuando los seres humanos no tienen una norma fija y objetiva sobre el bien y el mal.


La ciencia y la tecnología modernas han introducido cuestiones a las que la iglesia nunca había tenido que enfrentarse. En lo que respecta a muchos asuntos biomédicos, no tenemos la ventaja de dos mil años de cuidadosa investigación, debate y comprensión de problemas complejos y de peso. La disponibilidad de sistemas de soporte vital, la clonación, la fecundación in vitro y otras tecnologías han introducido nuevos dilemas y plantean nuevas preguntas éticas.
No es que no tengamos principios básicos para aplicar a estos asuntos, pues la Escritura los proporciona. La dificultad reside en aplicar estos principios a situaciones nuevas a las que nunca nos hemos enfrentado. Y no nos enfrentamos a preguntas teóricas abstractas, sino a preguntas de vida o muerte que deben responderse en casos concretos. Los pastores, por ejemplo, a menudo son llamados para ayudar a determinar cuándo prolongar y cuándo terminar el soporte vital de un paciente.
Sin principios normativos claros, nos quedamos sin timón en estas situaciones. Aplicamos principios en nuestras decisiones en situaciones concretas, pero las situaciones no pueden definir las decisiones. Y no podemos decidir no tomar ninguna decisión. No tomar ninguna decisión es tomar una decisión.
Necesitamos principios que sean absolutos y normativos; de lo contrario, las decisiones que tomemos serán arbitrarias y no tendremos ninguna base para distinguir las decisiones correctas de las incorrectas. Nuestras leyes promulgadas por el hombre pueden ser útiles, pero nunca pueden proporcionar normas absolutas. Esto es especialmente claro en las sociedades en las que las leyes se promulgan según la voluntad popular. Encontraremos conflictos y contradicciones entre las leyes de una sociedad en la que las leyes son elaboradas por un órgano elegido y las leyes de otra sociedad que las elabora de forma similar. En los Estados Unidos, el aborto es legal y en Chile el aborto es ilegal. ¿Significa esto que es éticamente correcto abortar a los bebés estadounidenses pero incorrecto abortar a los bebés chilenos? ¿Era éticamente incorrecto abortar antes de Roe vs. Wade pero éticamente correcto después de Roe vs. Wade? La respuesta es sí, si las leyes son promulgadas popularmente y las decisiones judiciales son la norma absoluta.
Solo el carácter de Dios revelado en Su ley nos proporciona normas absolutas para las cuestiones éticas. Nos da principios fijos para aplicar en situaciones concretas. La ley de Dios es tanto situacional como no situacional. Es situacional porque debe aplicarse siempre en situaciones concretas, pero es no situacional porque la situación en sí nunca dicta lo que es el bien. El principio inmutable de la ley determina el bien.
En la cultura popular, vemos una definición de lo correcto y lo incorrecto que dice que debemos hacer lo que requiera el amor en cualquier situación. «¿Por qué no dejar que dos hombres o dos mujeres se casen?», se nos pregunta. Al fin y al cabo, se aman. «¿Es un acto de amor traer a un niño para que viva en la pobreza?», se nos pregunta a menudo en el debate sobre el aborto.
Por un lado, es correcto que debemos hacer siempre lo que el amor demanda. El amor es el eje de la ley de Dios, el cumplimiento mismo de los mandamientos (Ro 13:10). Pero el amor no es un sentimiento vacuo; es algo objetivo. El amor lo define Dios mismo, pues la Escritura nos dice que «Dios es amor» (1 Jn 4:8). Y el Dios que es amor nos ha dado una ley que define y aplica cómo es el amor en situaciones concretas. Por ejemplo, Pablo establece el principio de que debemos «[andar] en amor», pero enseguida nos dice que «la inmoralidad, y toda impureza o avaricia, ni siquiera se mencionen entre ustedes, como corresponde a los santos» (Ef 5:2-3). Dios define el amor como el rechazo de la inmoralidad sexual, la impureza y la codicia. Cualquier cosa que incluya tales cosas no puede ser amor, aunque se diga que es amor.
En la mayoría de las decisiones éticas, debemos aplicar más de un principio. Esto requiere sabiduría, pero no estaremos preparados para equilibrar estos principios si no los conocemos. Por eso debemos seguir estudiando la ley y los principios que en ella se revelan, principios que no están sujetos a las arenas movedizas del relativismo. En el juicio final tendremos que responder por lo que hayamos hecho con esta ley, pues nosotros somos las criaturas y Dios es el Creador. Él tiene el derecho absoluto de exigir a Sus criaturas lo que Él define como correcto. La voluntad de la criatura debe someterse a la voluntad del Creador y si no nos sometemos a Su señorío seremos juzgados en consecuencia.
La ley de Dios es la norma absoluta y objetiva que debe regir el comportamiento de todas las personas. No es una norma oculta para nosotros, sino que ha sido revelada. Por tanto, tenemos la responsabilidad de conocer y hacer lo que la justicia exige.