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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Hechos de los Apóstoles
La misión es la vocación de la iglesia. En el último tiempo, ha habido un resurgimiento del pensamiento crítico en torno al rol de la iglesia, lo que demuestra que muchos desean ser fieles a su llamado y fructíferos en sus labores. Eso es bueno. Sin embargo, en muchos contextos, definir de forma clara la misión de la iglesia y cómo debe cumplirla ha sido una tarea esquiva que con frecuencia ha producido más oscuridad que claridad. Esa oscuridad se evidencia en la avalancha de libros sobre el tema publicados en el último tiempo y en la práctica cada vez más común de que las iglesias locales adopten declaraciones de propósito y misión que son únicas de esa congregación. Incluso se está usando una nueva jerga para describir la labor sagrada, jerga en la que ocupan un lugar preferente palabras como «misional» y «encarnacional». Todo esto demuestra la existencia de una extraña diversidad en la forma de abordar la misión de la iglesia.
El segundo volumen escrito por Lucas tiene el potencial de traer unidad a esa diversidad y brindar claridad en medio de esa oscuridad, pues nos informa sobre nuestro llamado. El título que recibió la obra de Lucas es iluminador en este sentido: Hechos de los apóstoles. Como dijo Dennis Johnson, ese título nos recuerda que «Lucas no pretende que su relato sea un recuento nostálgico de “los buenos tiempos de antaño” que pasaron ya hace mucho, sino más bien un patrón para el presente» (The Message of Acts [El mensaje de Hechos]). De esta manera, Hechos es informativo, ya que es descriptivo y también prescriptivo. No solo nos dice qué ocurrió, sino también cómo es posible que la llama que se encendió hace tanto tiempo siga expandiéndose en nuestros días. Como el Evangelio de Lucas es un relato de lo que Jesús comenzó a hacer (Hch 1:1), el volumen que lo acompaña es una narración de lo que siguió y sigue haciendo.

Gracias a Lucas, sabemos que el Cristo resucitado continuó Su obra extendiendo el reino de Dios (28:31) por medio de Su iglesia hasta los fines de la tierra (1:8). Con el poder del Espíritu Santo, los apóstoles proclamaron valientemente que Jesús era el Cristo (17:3), el Salvador prometido del que hablaba el Antiguo Testamento (10:43; 26:22; 28:23) y —tal vez esto es lo más central— Aquel a quien la muerte y el sepulcro no pudieron retener (1:22; 2:31; 3:15; 4:2, 10, 33; 5:30; 10:40; 13:30, 33-34, 37; 17:3, 18, 31; 26:8, 23). La resurrección era tan central para el mensaje de la iglesia que emerge como un tema del volumen de Lucas. Dios puso Su bendición en este mensaje sencillo; con él, estableció Su iglesia, la multiplicó e incrementó su número (2:47; 5:14; 6:7; 9:31; 11:24; 12:24), y llamó a los que estaban en tinieblas a Su luz admirable (26:18, 23).
Así pues, más que encarnar el evangelio, los apóstoles fueron heraldos y testigos (1:8; 2:32; 8:12, 25; 20:24; 22:15; 26:16); dieron testimonio de realidades profundas, objetivas y trascendentales. Incluso cuando los encontramos dando su testimonio (4:33), es un testimonio de la resurrección de Jesús. De forma uniforme y constante, apuntaron a sus oyentes hacia fuera de sí mismos y hacia la gracia gratuita de Dios que otorga el Rey resucitado.
Desde luego, predicar un mensaje que proclama que Jesús es el Señor y Rey, y que César no lo es (17:7), y llamar al arrepentimiento sincero (20:21), siempre resulta riesgoso en las culturas y a veces termina siendo mortal. Las lapidaciones, los arrestos, las cárceles, las calumnias, el sufrimiento y la persecución severa eran el destino de la vida de la Iglesia primitiva. Sin embargo, ellos estaban listos para morir (21:13) si así lo quería el Señor (v. 14), pues sus vidas no eran valiosas para ellos mismos (20:24). Más bien, su esperanza estaba en Aquel que había muerto por ellos y había vuelto a vivir. Su esperanza estaba en la resurrección del día final (23:6; 24:15), que estaba garantizada por la resurrección de Aquel que se levantó de la muerte el primer día de la semana (17:31). Su mensaje impulsaba su misión.
En términos prácticos, Hechos nos brinda el aliento divino de saber que la iglesia tendrá éxito (definido correctamente) en su misión cuando sea fiel al mensaje sin importar lo costoso que eso sea o lo necio que aquel mensaje pueda parecer (26:24). Algunos piensan que tal afirmación refleja una confianza excesiva. Sin embargo, y por el contrario, solo es tener fe en el Dios que abre los ojos (26:18) y los corazones (16:14) para que las personas que escuchen puedan creer. Esta obra de abrir el corazón y los ojos no se produce con programas, ingenio creativo ni nuevos giros y volteretas; más bien, el poder divino está ligado al mensaje de las buenas nuevas del evangelio (8:12, 35). Incluso podríamos decir, alterando un poco una antigua frase, que el mensaje es la misión. Eso por sí solo es una buena noticia para todos los pastores, iglesias y cristianos que están comprometidos con proclamar el evangelio del Cristo resucitado sin alteraciones ni restricciones.
Sin embargo, abundan las tentaciones a apartarse de este mensaje sencillo. En todos lados, se oyen cantos de sirena que tientan al pueblo de Dios a ser lo que nunca fue llamado a ser y a adoptar mensajes que nunca fue llamado a proclamar. Con frecuencia, escucho a predicadores jóvenes que tratan de imitar el estilo de los pastores por los que sienten un profundo respeto. Sus gestos, frases, tono y aplicaciones son perturbadoramente similares a los de otros hombres, y dan la impresión de estar desesperados por ser alguien que no son. Mi consejo siempre es el mismo: sé tú mismo. Esa misma tendencia amenaza a la iglesia. Mi consejo para la iglesia es el mismo que les doy a esos predicadores jóvenes: sé tú misma y cíñete al mensaje. Proclama la victoria de Dios en Cristo y deja el resto en manos del plan y la providencia de Dios.