La salvación y la vida después de la vida
11 mayo, 2022Sigue adelante
13 mayo, 2022Unión con el Dios trino
Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: La unión con Cristo
Alguna vez has imaginado cómo sería estar a pocas horas de la muerte, no como una persona anciana, sino como alguien condenado a morir, aunque inocente de todo crimen? ¿Qué te gustaría decir a los que más te conocen y te aman? Seguramente les dirías lo mucho que los amas. Quizás esperes poder darles algo de consuelo y tranquilidad, a pesar de la pesadilla a la que tú mismo te enfrentas. Querrías abrir tu corazón y decir las cosas que son más importantes para ti.
Tal serenidad sin duda sería digna de elogio. Por supuesto, eso sería la naturaleza humana en su mejor expresión, porque eso es lo que hizo Jesús, como relata el apóstol Juan en el discurso del aposento alto (Jn 13 – 17).
En las veinticuatro horas anteriores a Su crucifixión, el Señor Jesús expresó Su amor de manera primorosa. Se levantó de la cena, se rodeó la cintura con la toalla de un sirviente y lavó los pies sucios de Sus discípulos (incluyendo, al parecer, los de Judas Iscariote; Jn 13:3-5, 21-30). Fue una parábola actuada, como explica Juan: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (v. 1).
También les dijo palabras de profundo consuelo: «No se turbe vuestro corazón» (14:1).
Sin embargo, Jesús hizo mucho más. Empezó a mostrar a Sus discípulos «las profundidades de Dios» (1 Co 2:10). Cuando lavó los pies de Pedro, le dijo que solo entendería Sus acciones «después» (Jn 13:7). Lo mismo ocurrió con lo que dijo, pues empezó a revelar a Sus discípulos la naturaleza interior de Dios. Él es Padre, Hijo y Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.
LA GLORIA DEL MISTERIO REVELADO
Muchos cristianos tienden a pensar en la Trinidad como una doctrina poco práctica y especulativa. Pero no así el Señor Jesús. Para Él no es ni especulativa ni poco práctica, sino todo lo contrario. Es el fundamento del evangelio. Sin el amor del Padre, la venida del Hijo y el poder regenerador del Espíritu Santo, simplemente no podría haber salvación (los unitarios, por ejemplo, no pueden tener una expiación hecha por Dios a Dios).
Durante Su discurso de despedida, Jesús le explicó a Felipe que verlo a Él es ver al Padre (Jn 14:8-11). Sin embargo, Él mismo no es el Padre; de lo contrario, no podría haber sido el camino al Padre (Jn 14:6). Él también está «en» el Padre, y el Padre está «en Él». Esta morada mutua es, como dicen los teólogos, «inefable», más allá de nuestra capacidad de comprensión. Pero no está más allá de la capacidad que la fe tiene de creer.
Además, el Espíritu Santo está en el centro de este vínculo entre el Padre y Su Hijo. Pero ahora el Padre ha enviado a Su Hijo (quien está «en» el Padre). Tal es el amor del Padre y del Hijo por los creyentes, que vienen a hacer de los creyentes Su hogar.
¿Cómo es esto? El Padre y el Hijo vienen a morar en el creyente a través de la morada del Espíritu Santo (14:23). Él glorifica a Cristo (16:14). Toma lo que le pertenece a Cristo, entregado por el Padre, y nos lo muestra. Más adelante, cuando tenemos el privilegio de escuchar la oración de nuestro Señor, Jesús habla de manera similar sobre la intimidad de la comunión con Dios que le sostenía tan maravillosamente: «Tú, oh Padre, estás en mí y yo en ti» (Jn 17:21).
Ciertamente esto es teología profunda. No obstante, prácticamente la afirmación más profunda que podemos hacer sobre Dios es que el Padre está «en» el Hijo y el Hijo «en» el Padre. Parece tan sencillo que un niño puede verlo, pues ¿cuál palabra puede ser más sencilla que «en»?
Sin embargo, esto también es tan profundo que las mejores mentes no pueden comprenderlo. Porque siempre que intentamos contemplar a la persona única del Padre, descubrimos que no podemos hacerlo sin pensar en Su Hijo (pues Él no puede ser un padre sin un hijo). Tampoco podemos contemplar a este Hijo al margen del Padre (pues Él no puede ser un hijo sin padre). Todo esto solo es posible porque el Espíritu ilumina quién es realmente el Hijo, como el único a través del cual podemos llegar al Padre.
Así, nuestras mentes se deleitan simultáneamente en estos tres en unidad, y al mismo tiempo se extienden más allá de sus capacidades por la noción de la unidad en los tres. Casi igual de asombroso es el hecho de que Jesús revela y enseña que todo esto es la verdad del evangelio más vivificante, que da ánimo, que reconforta el corazón e incluso que otorga gozo (15:11).
La Trinidad es vasta en significado porque puede traer consuelo a los hombres llevados al límite por la atmósfera de dolor que está a punto de envolverlos. El Dios Trino es más grande en gloria, más profundo en misterio y más hermoso en armonía que todas las demás realidades de la creación. Ninguna tragedia es demasiado grande para abrumarlo; nada incomprensible para nosotros lo es para Él, cuyo propio ser es incomprensible para nosotros. No hay tinieblas tan profundas que se comparen con la profundidad del ser de Dios.
Quizás es comprensible, entonces, que Jonathan Edwards pudiera escribir en su Narrativa personal:
Dios me ha parecido glorioso a causa de la Trinidad. Me ha hecho tener pensamientos de exaltación hacia Dios, que subsiste en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los gozos y deleites más dulces que he experimentado no han sido los que han surgido de la esperanza de mi propio bienestar, sino de la visión directa de las cosas gloriosas del evangelio. Cuando disfruto de esta dulzura, parece que me lleva por encima de los pensamientos de mi propio estado; parece que en tales momentos es una pérdida que no puedo soportar, apartar la vista del objeto glorioso y placentero que contemplo fuera de mí, para volver la vista a mí mismo y a mi propio buen estado.
Pero la revelación de la Trinidad está, de hecho, relacionada con nuestro «propio buen estado».
LA MARAVILLA DE LA UNIÓN REVELADA
El objetivo de las enseñanzas de Jesús no es simplemente aturdir nuestras mentes o despertar nuestra imaginación. Es darnos un sentido del inmenso privilegio de la unión con Él.
Desde el principio de estas pocas horas de ministerio, Jesús había hablado que Sus discípulos tenían una «parte» con Él (Jn 13:8). También había explicado que el Espíritu revela a los cristianos que están «en Cristo» y que Él está en ellos (14:20). Se trata de una unión tan real y maravillosa que su única analogía real, así como su fundamento, es la unión del Padre y el Hijo a través del Espíritu. Los discípulos disfrutarían de la unión con el Hijo y, por lo tanto, tendrían comunión con el Padre a través del Espíritu. «Vosotros sí le conocéis» les dijo Jesús, «porque mora con vosotros y estará en vosotros» (v. 17). Estas palabras enigmáticas no se refieren al contraste de la relación entre el Espíritu y los creyentes del antiguo pacto («con vosotros») y del nuevo pacto («en vosotros»). A menudo se entienden así, pero en realidad Jesús está diciendo: «Conocéis al Espíritu, porque está con vosotros en mí, pero vendrá (en Pentecostés) para estar en vosotros como el mismo que ha sido mi compañero constante (y en ese sentido “con vosotros”). Como tal, no es otro que Aquel quien es el vínculo de comunión entre el Hijo y el Padre desde toda la eternidad».
Así, estar unido a Cristo es participar en una unión creada por la morada del Espíritu del Hijo encarnado, quien está «en» el Padre como el Padre está «en» Él. La unión con Cristo significa nada menos que la comunión con las tres personas de la Trinidad. No es que la naturaleza divina sea infundida en los creyentes. Nuestra unión con Cristo es espiritual y personal: se produce por la presencia del Espíritu del Hijo del Padre.
Observa, pues, el exquisito retrato que hace Jesús para expresar la belleza e intimidad de esta unión: se trata nada menos que del Padre y del Hijo haciendo Su casa en el corazón del creyente (v. 23).
Significativamente, Jesús no exige a los creyentes que hagan una docena de cosas, sino solo que crean y amen. Porque es la realización («en ese día conoceréis»; v. 20) de la realidad y magnitud de esta unión con el Dios Trino a través de la unión con Cristo la que transforma el pensar, el sentir, el querer, el amar y, en consecuencia, las acciones del creyente. En esta unión, el Padre poda los pámpanos de la vid para que den más fruto (15:2). En esta misma unión, el Hijo guarda a todos los que el Padre le ha dado (17:12).
No es de extrañar que John Donne orara:
Abate mi corazón, oh trino Dios;
Pues tú, aún me llamas, alientas y corriges;
Para levantarme me abates, doblegas, quemas y rehaces.
Yo, cual villa usurpada, a otro debida
Dejarte entrar, en vano trato;
Mi razón, tu virrey en mi ser, defenderme debería
Pero ella es esclava, incierta, o infiel hasta la cobardía.
Aún así, sinceramente te amo y quisiera ser amado
Pero con tu enemigo ya me he desposado
Divórciame, desata o corta el nudo
Tómame y encarcélame, porque yo,
nunca seré libre, a menos que me cautives,
Y nunca seré puro y santo, a menos que me eches un encanto.
(Holy Sonnets XIV [Sonetos sacros XIV]).