Supongo que si les preguntáramos a los cristianos si les gustaría «ver» a Dios, la mayoría respondería «sí». La curiosidad humana suele superar a nuestro conocimiento de pasajes bíblicos como Hebreos 12:29, que nos informa que «nuestro Dios es fuego consumidor». Si bien la Escritura promete que los de limpio corazón verán a Dios (Mt 5:8), Pablo deja claro que esa visión no puede suceder sino hasta la muerte, cuando los creyentes entran en la presencia de Dios. Dios es el único que «tiene inmortalidad y habita en luz inaccesible; a quien ningún hombre ha visto ni puede ver» (1 Tim 6:16). Sin embargo, Pablo dice que un día ―en la manifestación de Jesucristo― veremos lo que ahora nuestro pecado y finitud nos impiden ver (6:14-15).
En su primera carta a los corintios, Pablo escribe que la visión beatífica (ver a Dios como Él es) está prometida para los cristianos cuando Jesús vuelva al final de los tiempos: «Porque ahora vemos por un espejo, veladamente, pero entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte, pero entonces conoceré plenamente, como he sido conocido» (1 Co 13:12). En la época de Pablo, los espejos estaban hechos de metal pulido, generalmente bronce, estaño o plata. En el mejor de los casos, el reflejo de la persona en tal objeto era borroso. Sin embargo, Pablo promete que la imagen borrosa que refleja el metal pulido dará paso a un encuentro cara a cara. Cuando Jesús regrese, lo veremos con nuestros propios ojos. En ese día, nuestro conocimiento imperfecto dará paso a la visión. Conoceremos plenamente, como hemos sido conocidos.
Aunque Pablo nos apunta al glorioso día futuro en que el Señor volverá, la visión beatífica tiene sus raíces en el Antiguo Testamento. En Génesis 32:30, leemos que Jacob vio a Dios: «Y Jacob le puso a aquel lugar el nombre de Peniel, porque dijo: He visto a Dios cara a cara, y ha sido preservada mi vida». Moisés también vio a Dios. Según Éxodo 33:11: «Acostumbraba hablar el SEÑOR con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo». Lo mismo encontramos en Deuteronomio 34:10: «Desde entonces no ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien el SEÑOR conocía cara a cara».
En el pasaje de Éxodo 33, Moisés pide ver la gloria de Dios, y el Señor le concede esa petición en Su gracia. Sin embargo, Dios debe proteger a Moisés para que el líder de Israel no sea consumido. Como leemos en los versículos 18-23: «Moisés dijo: “Te ruego que me muestres tu gloria”. Y Él respondió: “Yo haré pasar toda mi bondad delante de ti, y proclamaré el nombre del SEÑOR delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia, y tendré compasión de quien tendré compasión”. Y añadió: “No puedes ver mi rostro; porque nadie puede verme, y vivir”. Entonces el SEÑOR dijo: “He aquí, hay un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y sucederá que al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Después apartaré mi mano y verás mis espaldas; pero no se verá mi rostro”». Moisés pudo ver las espaldas de Dios, pero no toda Su gloria (es decir, Su rostro).
En el Nuevo Testamento, aprendemos que Moisés y Jacob no vieron a Dios de un modo abstracto e intangible. Cuando Juan inicia su Evangelio, nos informa que «nadie ha visto jamás a Dios», pero que Jesús, «el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer» (Jn 1:18). Esto confirma lo que Jesús dijo en Juan 6:46: «No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que viene de Dios [es decir, Jesús], este ha visto al Padre». Como Jesús es Dios (la segunda persona de la Trinidad), solo Él ha visto al Padre, lo que implica que Jacob y Moisés vieron a Jesús preencarnado, y aun Su gloria era demasiado excelsa como para que la contemplaran los humanos pecadores.
Al igual que Moisés, Felipe, uno de los discípulos de Jesús, quiso ver a Dios. En Juan 14:8-10, leemos el siguiente diálogo entre Jesús y Su discípulo curioso pero despistado: «Felipe le dijo: “Señor, muéstranos al Padre, y nos basta”. Jesús le dijo: “¿Tanto tiempo he estado con vosotros, y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?”». Como Felipe había visto a Jesús, ya había visto a Dios. La gloria divina de Jesús estaba velada por la carne humana. Es probable que Felipe haya deseado haber podido anular su pregunta apenas la planteó.
Sin embargo, permanece la esperanza para el pueblo de Dios, para los que somos considerados justos por medio de la fe en Jesús y hemos sido hechos santos y puros de corazón. Para nosotros, la promesa sigue en pie: «Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios» (Mt 5:8). Esta promesa se cumplirá el día en que Jesucristo vuelva. Lo que ahora es muy borroso será claro como el agua. La fe se convertirá en vista.