El Dios del cristianismo no es un Dios frívolo. No es dado al capricho ni a actos arbitrarios de violencia. Sus acciones no son impulsos ni expresiones irracionales. No sabemos por qué en un lugar o momento determinado ocurren catástrofes naturales. Las ecuaciones fáciles de culpa y desastre son descartadas por las declaraciones que vemos en el libro de Job y el noveno capítulo del Evangelio de Juan. Cuando ocurren desastres inexplicables, debemos decir con Lutero: «Deja que Dios sea Dios».
Cuando Job clamó: «El Señor dio y el Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor» (Job 1:21b), no estaba tratando de parecer piadoso ni de dar una alabanza superficial a Dios. Se estaba mordiendo los labios y agarrando su estómago mientras buscaba permanecer fiel a Dios en medio de una angustia absoluta. Pero Job sabía quién era Dios y no lo maldijo.
Independientemente de lo que sea este mundo, es un mundo caído. El sufrimiento está indisolublemente relacionado con el pecado. Eso no quiere decir que todo el sufrimiento sea un resultado directo del pecado o que exista una relación mensurable entre el sufrimiento de un individuo y su pecado (Job y Juan 9 militan en contra de tal pensamiento). Sin embargo, el sufrimiento pertenece al complejo del pecado. Mientras este mundo sufra la violencia de los hombres, el mundo devolverá esa violencia del mismo modo. Las Escrituras a menudo personifican a la naturaleza como enojada con su amo y explotador humano. En lugar de vestir, mantener y reabastecer la tierra, la explotamos y la contaminamos.
El mundo aún no está redimido. Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva. Anhelamos una tierra sin tempestades, inundaciones ni terremotos. Tal anhelo proporciona una esperanza que es un ancla para el alma.
¿Está tu alma anclada a la esperanza bíblica del futuro, del cielo nuevo y la tierra nueva, donde no habrá más pecado ni sufrimiento?
Juan 9:1-3