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Transcripción
En la última sesión de nuestro estudio sobre la oración, hice uso de este simple acróstico: la palabra «ACTS». Y observamos estos elementos, elementos simples que deben incluirse en cada oración. Y la última vez pasamos nuestro tiempo observando la primera: adoración. Hoy quiero que veamos en particular la importancia de la confesión. Se ha dicho que es importante que el cristiano lleve cuentas claras con Dios, que aunque nuestros pecados han sido clavados en la cruz y Cristo ha expiado todos los pecados que hemos cometido en el pasado, presente y futuro, aun así, en términos del progreso de nuestra santificación y el desarrollo de nuestra relación continua con Dios, todavía estamos llamados a venir ante Él de manera regular confesando nuestros pecados.
Ahora, con frecuencia, la forma en la que confesamos nuestros pecados a Dios es francamente un insulto a Su majestad. Como dije la última vez, si empezamos con el espíritu apropiado de adoración, recordando quién es Él, la santidad de Dios, eso debe moldear nuestra actitud cuando pasamos a la postura de confesión que surge de ella. Para que el espíritu de nuestra confesión sea uno que manifieste un arrepentimiento genuino. En teología hacemos distinción entre dos tipos de arrepentimiento: contrición y atrición.
En nuestra iglesia, hace poco conté la historia de la batalla de Bull Run, que fue el primer conflicto importante entre las fuerzas del norte y del sur durante la guerra civil, la cual tuvo lugar en las afueras de la capital de la nación en Washington y cuando la batalla estaba a punto de empezar, se corrió la voz por toda la ciudad de que este encuentro estaba a punto de ocurrir. Y las mujeres de la aristocracia de Washington subieron a sus carruajes e hicieron que sus caballos las llevaran al lugar, para que pudieran ser observadoras y espectadoras de esta batalla. Porque la convicción era que esta guerra terminaría en unos pocos días, porque la superioridad militar del norte era mucho más grande que la del sur.
Todo el poder industrial que había en el norte: los ferrocarriles y los armamentos y todo lo demás parecía asegurar no solo una victoria segura, sino una victoria rápida. Nadie anticipó que la guerra duraría hasta 1865 y habría una baja de 600.000 muertos en aquella guerra. Pero lo que la gente no imaginó fue que se estaban llevando a cabo dos tipos diferentes de guerra. El norte estaba peleando una «guerra de conquista»; el sur estaba peleando una «guerra de desgaste». Y la diferencia es esta: para que el norte ganara la guerra, tenían que conquistar el sur y ocupar sus territorios.
Para que el sur ganara, por lo que estaban luchando, todo lo que tenían que hacer era repeler a los invasores y hacer que el norte perdiera interés y que renunciara a la causa, porque tuvieron muchas bajas, y que dejarían de invadirlos, ya que el sur no tenía ningún deseo de tomar el norte, solo querían librarse del norte. Es lo mismo que sucedió en Vietnam. Los vietnamitas no estaban tratando de conquistar a los estadounidenses; solo estaban tratando de sobrevivir a los estadounidenses hasta que ellos perdieran el interés de seguir luchando. En otras palabras, una «guerra de desgaste» se llama así porque la guerra se gana cuando el costo es demasiado alto para que un lado continúe.
Ahora, cuando traducimos eso a teología y al arrepentimiento, lo que queremos decir con «atrición» es el arrepentimiento que está motivado solo por el deseo de escapar y no pagar el costo de nuestro pecado. Así que la verdadera confesión y el verdadero arrepentimiento implica un dolor piadoso por haber ofendido a Dios, un genuino alejamiento de nuestro pecado, no motivado solo por un boleto para salir del infierno o por temor al castigo. Cuando ves a tus hijos pequeños con las manos en el frasco de galletas y los atrapas y tus manos están en tus caderas y te ven con esa expresión en la cara, y dicen: «¡Oh, Mami!, ¡Oh, Papi!, lo siento mucho, por favor no me castigues». Lo que estás viendo allí no es contrición genuina. Lo que estás viendo es atrición, un arrepentimiento que nace del miedo al castigo o a las consecuencias.
Ahora, si queremos entender cómo se supone que debe lucir este elemento de la oración, tenemos el modelo perfecto. Un modelo inspirado por Dios el Espíritu Santo en el Salmo 51, en el Antiguo Testamento. Y este Salmo fue escrito por David después de que fue confrontado por el profeta Natán por su pecado con Betsabé. Ahora, permítanme recapitular eso un poco. Recuerdan la historia de David y Betsabé. David ya estaba casado. Tenía más de una esposa y su mirada se fijó en Betsabé mientras ella se bañaba y quedó locamente infatuado con ella. Y no solo la tomó para él, sino que conspiró con sus generales para enviar a su esposo, Urías, que era un soldado leal a la corona, a David, e hizo que sus generales pusieran a Urías en el frente de batalla para asegurarse que lo mataran en batalla, y entonces de esa manera David quedarse con Betsabé para él.
Y recuerden que cuando Natán vino a David, él le cuenta la parábola del hombre que tenía muchas ovejas y que vio a este pobre hombre que tenía una corderita, la cual era su única posesión y su orgullo y gozo. Hizo que esta corderita se quedara en su casa y comiera de su mesa y así fue. Pero este tipo rico y poderoso entró y confiscó la única corderita del hombre pobre. Y cuando David oyó eso estaba furioso. Y le dijo a Natán: «No sucederá eso en mi reino». «No soportaré ese tipo de cosas». Y hace una perorata sobre la injusticia del hombre rico y poderoso quien había confiscado la corderita del hombre pobre. Y fue entonces cuando Natán mira a David y le dice: «David, tú eres aquel hombre». De repente, David despertó a la realidad de su culpa y a la gravedad de su crimen.
Permítanme detenerme allí por un segundo y decir esto: David no es para nada atípico en ese sentido. Tenemos una asombrosa habilidad como seres humanos caídos para justificar nuestros pecados, para darnos argumentos ante nuestros pecados, para detener la voz acusadora de nuestra conciencia. Y, se necesita algo como la visión profética de un Natán para despertarnos de nuestro sueño dogmático en ese momento. Y así, cuando David tuvo esa experiencia, su arrepentimiento fue genuino y su oración de confesión se ha convertido en un modelo para los cristianos desde entonces. Entonces, veamos esta oración rápidamente en el Salmo 51, donde David empieza clamando a Dios diciendo: «Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a Tu misericordia; conforme a lo inmenso de Tu compasión». Permítanme parar en ese punto.
Cuando David clama a Dios, no le pide a Dios justicia, porque entiende claramente que él es culpable. Más bien, se entrega a la misericordia de la corte. No hay nada en este salmo en el que David esté diciendo: «Señor, lo siento, pero, Señor, tienes que entender que este no fue un buen día, tenía cosas en mi mente. Estaba bajo mucha presión». No hay nada en esa súplica que mitigue las circunstancias para excusar su pecado. David sabe que es culpable. David no… no intenta justificar lo que hace. En cambio, solo clama a Dios por la misericordia de Dios. «Trata conmigo según tu hesed, es decir, tu misericordia, tu tierna misericordia, tu amor fiel, porque esa es la única esperanza que tengo». Y luego continúa diciendo: «Borra mis transgresiones».
Me encanta esa imagen que usa allí, porque es muy apropiada y es una con la que todas las personas de todos los tiempos pueden identificarse. Se acuerdan de Lady Macbeth, quien luego de estar implicada en ese asesinato perverso, ella tiene la sangre en las manos, no puede lavar la sangre de las manos y grita con frustración: «Fuera, fuera maldita mancha». Y la razón por la que quiere deshacerse de esa mancha de sangre en sus manos es porque la persigue como el corazón delator en una de las historias de misterio de Poe. La idea es que ella no puede soportar el recordatorio físico de la culpa de sus acciones. De modo que, así como Lady Macbeth, David grita y dice: «Señor, bórralo, bórralo. Mi pecado está siempre delante de mí y no puedo soportar verlo. Me persigue. Haz que desaparezca». «Lávame por completo de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis transgresiones y mi pecado está siempre delante de mí».
Aquí es donde dice: «Siempre está ahí frente a mí. Dondequiera que voy, no importa dónde me dirija, veo mi culpa. Por tanto, Dios, estoy sucio. Necesito que me laven. Necesito que me limpien y te pido que borres todas estas cosas, que las borres de tu memoria». Ahora, uno de los aspectos de los que habla la Biblia, otra vez, usando metáforas del perdón de Dios, es esta, que Dios dice: «Como está de lejos el oriente del occidente, así alejó de nosotros nuestras transgresiones». En Isaías Él dice: «Vengan ahora, y razonemos, aunque sus pecados sean como la grana», ¿qué? «Como la nieve serán emblanquecidos. Aunque sean como el carmesí, como lana quedarán». Una vez más, Isaías está diciendo que Dios tiene la capacidad, el poder y el Espíritu para cambiar esa mancha sangrienta en nuestras manos y hacerla absolutamente blanca. Y Él quita nuestras transgresiones de nosotros y no las recuerda nunca más contra nosotros.
De nuevo, eso no significa que cuando Dios olvida nuestro pecado, Él tiene una pérdida de memoria. Obviamente, Dios es omnisciente y siempre sabe lo que sea que hayamos hecho, pero cuando dice que no lo recordará, quiere decir que no lo recordará más contra nosotros, nunca más. Una vez son perdonados, son eliminados del registro. Están borrados por así decirlo y Él nos hace limpios ante Sus ojos. Ahora, es importante que lo entendamos porque no solo en un nivel vertical debemos entender lo que significa confesar nuestros pecados y lo que significa el arrepentimiento y lo que significa el perdón, sino también en un nivel horizontal. Cuando le dices a alguien que lo perdonas, eso significa que ya no tienes nada en contra suyo. Nunca más lo mencionas. Está en el mar del olvido, para que la próxima vez que hagan lo mismo, no digas: «Van dos». Dices: «Esa es la primera», si de verdad perdonaste la primera vez. Porque esa es la forma en la que Dios trata con nosotros.
Y así, cuando venimos ante Él en oración, debemos venir en este espíritu que David ilustra para nosotros. Ahora, él dice algo extraño aquí en el versículo 4: «Contra Ti, contra Ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de Tus ojos». Si esta oración no fuera inspirada por el Espíritu Santo, me inclinaría a cuestionar aquí el razonamiento de David. Porque, en realidad, David pecó contra muchas más personas que solo contra Dios. Pecó contra su esposa. Pecó contra su propia familia. Pecó contra Betsabé. Pecó contra Urías. Pecó contra sus generales. Pecó contra todos los soldados de su ejército que eran leales a él, porque rompió la confianza de sus soldados. Pecó contra toda la nación porque él era el rey y como rey se le confió el liderazgo y se suponía que debía imitar y reflejar la justicia de Dios para su pueblo y no lo hizo.
Es decir, transgredió contra todos en la ciudad. Entonces, ¿por qué dice: «Es contra ti y solo contra ti que he pecado»? Bueno, en última instancia, el pecado es una ofensa contra Dios. Es Su ley la que está siendo quebrantada y la Biblia nos dice que donde no hay ley, no hay transgresor. Y cuando quebrantamos la ley de Dios, estamos transgrediendo contra Él porque Él es quien da la ley. Así que, en este punto, David no está tratando de minimizar su culpa ante los hombres, sino que está tratando de maximizar y enfrentarse a la totalidad de su culpa ante Dios. Y es por eso que hace esta declaración: que es contra Dios. Luego continúa diciendo: «De manera que eres justo cuando hablas, y sin reproche cuando juzgas».
Para mí este es el verdadero espíritu del arrepentimiento y sin esta línea no tienes arrepentimiento. Por mucho que apeles a la misericordia, por mucho que reconozcas tus malas acciones y todo eso, hasta que no llegues al lugar donde realmente crees que Dios sería perfectamente justo para exigir el castigo completo sobre ti, imponer un castigo completo sobre ti y exigir el pago completo de ti, realmente no te has arrepentido. Mientras pienses que mereces el perdón o que mereces misericordia, realmente no te has arrepentido. La persona verdaderamente penitente dice: «Dios, entiendo, no tengo ningún reclamo en este momento. Perdí todos mis derechos. Tienes todo el derecho de destruirme. Tienes todo el derecho de castigarme según la plena medida de la ley. Te pido que no lo hagas. Te suplico que no lo hagas, pero reconozco que, si lo haces, no tengo motivos para quejarme en tu contra». Este es un verdadero espíritu de contrición.
Luego continúa diciendo: «Yo nací en iniquidad, y en pecado me concibió mi madre». Ahora, esta es una parte muy importante de esta oración y una que fácilmente puede ser malinterpretada. Podríamos mirar esto y decir: «Bueno, después de todo, Dios, tú sabes, nací en pecado y fue en pecado que mi madre me concibió. Nací con naturaleza caída. Entonces, ¿qué esperas?». Es decir, esto podría entenderse como un intento de mencionar circunstancias atenuantes que reducirían el grado de culpa que David tiene. Eso no es lo que está diciendo. Más bien, está llevando su confesión un paso más allá. Él está diciendo: «Sé que nací en pecado. Y sé que fui concebido en pecado, sé que peco porque soy un pecador porque tengo una naturaleza corrupta que penetra en el núcleo mismo de mi ser y me estoy arrepintiendo de eso».
No le está pasando la culpa a su madre. Él no le está pasando la culpa a Adán, en quien David cayó. Sino que está reconociendo ese concepto tan difícil y profundo que la Biblia tiene de que somos realmente culpables de nuestra participación en la caída de Adán. Que el haber nacido «caídos» es un castigo justo de Dios por nuestra culpa incurrida en y con y a través de Adán. Entonces, David no solo está pidiendo perdón por el pecado particular que ha cometido, sino que está orando por perdón por su carácter pecaminoso, su naturaleza pecaminosa. Rara vez hacemos eso. Lo hacemos de una manera diferente. Esta es la forma en la que oramos por perdón. «Querido Dios, por favor perdóname por todos mis pecados». Oramos por el perdón en general.
Ahora, eso no es lo que David está haciendo aquí. Él está orando por el perdón en particular, por pecados específicos y la única generalización que está haciendo aquí no es por sus pecados en general, sino por su carácter en general. «Perdóname por lo que soy, por quien soy y por la disposición pecaminosa de mi corazón que desde mi nacimiento ha estado produciendo este tipo de comportamiento». «Tú deseas la verdad en lo más íntimo,
Y en lo secreto me harás conocer sabiduría». «No quieres la verdad en la superficie, sino la verdad que viene del corazón». Y luego continúa y le pide a Dios que lo purifique con hisopo para que pueda ser limpio, que lo lave para que sea más blanco que la nieve. Él dice: «Hazme oír gozo y alegría, haz que se regocijen los huesos que has quebrantado. Esconde Tu rostro de mis pecados, y borra todas mis iniquidades». Y luego le pide a Dios que cree en él un corazón nuevo y limpio, etc.
Permítanme pasar rápidamente al versículo 14. Él dice: «Líbrame de delitos de sangre, oh Dios, Dios de mi salvación, entonces mi lengua cantará con gozo Tu justicia. Abre mis labios, oh Señor, para que mi boca anuncie Tu alabanza.
16 Porque Tú no te deleitas en sacrificio, de lo contrario yo lo ofrecería; no te agrada el holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu contrito; al corazón contrito y humillado, oh Dios, no despreciarás». ¿Recuerdan lo que sucedió inmediatamente después de la visita a David por parte del profeta Natán? Cómo David era culpable de asesinato y adulterio y porque era culpable de estos delitos, David era culpable de delitos capitales. La pena, la pena civil por estos crímenes en el Antiguo Testamento era la muerte.
Pero Dios salvó a David de ese castigo y Natán le dijo a David que lo haría, que su vida sería perdonada. Pero, dijo, «el fruto de tu unión con Betsabé no se salvará». Dios iba a requerir la vida del bebé. Y entonces nació el bebé. ¿Y recuerdan cómo sigue la historia? Cómo David entró en su habitación y durante siete días y siete noches no comió, ni bebió. Estaba de luto y en cenizas rogando a Dios en oración, intercediendo por la vida de ese bebé. Diciendo: «Por favor, por favor, por favor, Dios, no dejes que este bebé muera». Y, recuerdan que después de que pasó la semana, el bebé murió y los asistentes de David tenían miedo de ir a la habitación y decírselo porque vieron lo alterado que estaba y lo angustiado que estaba; tenían miedo de que si entraban y le anunciaban a David que el bebé había muerto, entonces David se haría daño.
Y los vio a ellos deambulando y mirando nerviosos a su habitación y David fue lo suficientemente inteligente como para saber lo que había pasado. Y, dijo, «El bebé murió, ¿cierto?» Le dijeron: «Sí». Y entonces, ¿qué hizo David? De inmediato se lavó la cara, se vistió, se ungió la cabeza con aceite, fue a la iglesia y alabó a Dios. Tomó su castigo y alabó a Dios. Y él dijo: «Oh Dios, si tú te deleitaras en sacrificios, yo los ofrecería; si quisieras holocaustos, yo los ofrecería. Pero los sacrificios de Dios son el espíritu contrito; el corazón contrito. Eso nunca lo despreciarás». Y esa debe ser nuestra actitud cada vez que oramos. Que tan pronto como adoramos las maravillas de Dios, necesitamos contrastar la belleza de Su santidad con una confesión fresca de nuestras transgresiones ante Él en un espíritu de contrición.