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Transcripción
En esta sesión, al continuar con nuestro estudio de la obra de Cristo, vamos a dar una especie de salto largo en el tiempo. Vamos a pasar del registro de la tentación de Jesús en el desierto, en el inicio de Su ministerio terrenal, y avanzar hasta la transfiguración que sucede muy cerca del final de Su vida. Y quizás se pregunten, ¿entonces…? ¿Eso significa que todo lo que sucedió entre Su tentación y la transfiguración no tenía sentido? Claro que no. Una de las razones por las que quiero que veamos la transfiguración es personal y subjetiva.
Siempre he dicho que, si hubiera tenido la oportunidad de haber sido testigo ocular de algo en la vida de Jesús, obviamente me habría gustado ser testigo ocular de la resurrección, pero además de eso, lo único que hubiera querido ver más que cualquier otro suceso con mis propios ojos fue la gloria de Cristo en Su transfiguración. Porque ese episodio no solo nos da más información sobre Jesús, sino también nos comunica algo de vital importancia para el ministerio que llevó a cabo.
Durante Su ministerio terrenal, la mayor parte del tiempo se enfocó en la predicación, la enseñanza, principalmente sobre la venida del reino de Dios y la sanación de los enfermos, e incluso en algunos casos de quienes ya habían muerto. Pero una de las principales responsabilidades de Jesús en Su encarnación era manifestar, mostrar la gloria misma de Dios. Y esto es lo que le sucede aquí a una pequeña audiencia de tres hombres, Pedro, Jacobo y Juan, que son conocidos como el círculo íntimo de los discípulos de Jesús.
Permítanme darles la versión de Mateo sobre este evento. En Mateo 17, escribe: «Seis días después, Jesús tomó con Él a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto. Delante de ellos se transfiguró; y Su rostro resplandeció como el sol y Sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías hablando con Él. Entonces Pedro dijo a Jesús: “Señor, bueno es que estemos aquí; si quieres, haré aquí tres enramadas, una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Mientras estaba aún hablando, una nube luminosa los cubrió; y una voz salió de la nube, diciendo: “Este es Mi Hijo amado en quien Yo estoy complacido; óiganlo a Él”. Cuando los discípulos oyeron esto, cayeron sobre sus rostros y tuvieron gran temor. Entonces Jesús se les acercó, y tocándolos, dijo: “Levántense y no teman”. Y cuando alzaron sus ojos no vieron a nadie, sino a Jesús solo».
Ahora, si recuerdan, cuando vimos el inicio de esta serie en la encarnación, mencioné que hubo una progresión general en la vida de Jesús que pasó de la humillación a la exaltación y que, en su mayor parte, la deidad que Él compartió con el Padre y el Espíritu desde la eternidad estaba encubierta. Estaba oculta. Estaba escondida detrás del velo de Su naturaleza humana. Pero ahora, cuando Jesús estaba por concluir su ministerio público, el cual tuvo lugar principalmente en Galilea, y está a punto de dirigirse hacia Jerusalén, sabiendo muy bien lo que le esperaba allí en cuanto a sufrimiento y muerte, lo cual acababa de anunciar a sus discípulos en Cesarea de Filipo.
Antes de iniciar la caminata a Jerusalén, se aparta a un monte alto con Pedro, Jacobo y Juan y se nos dice que mientras ellos, los cuatro que estaban allí, Jesús se transfiguró ante sus ojos. ¿Qué significa eso? La palabra que se traduce como «transfiguró» proviene de una forma de la palabra griega metamorphoó. Y tenemos una palabra en español que viene directamente de ahí, es la palabra «metamorfosis». Hablamos de metamorfosis en este mundo cuando vemos al gusano hilando un capullo y después de una temporada pasa por un cambio radical en su forma y lo que emerge del capullo es la hermosa mariposa.
Por lo tanto, lo que la transfiguración es o la metamorfosis es, es fundamentalmente una alteración, un cambio de la forma externa. Y el cambio que sucede ahora en la forma de Jesús, que es visto por estos tres discípulos es nada menos que asombroso. Escuchen cómo Mateo lo describe. «Delante de ellos se transfiguró; y Su rostro resplandeció como el sol y Sus vestiduras se volvieron blancas como la luz». Lo primero que dice tiene que ver con su rostro, su semblante. Empezó a brillar. Empezó a irradiar. Había una cierta refulgencia de gloria que ahora aparecía, era mostrada justo delante de sus ojos, ellos ven el rostro de Jesús empezando a resplandecer con tal intensidad que es tan brillante como el sol.
No sé qué provoca en tu mente escuchar esa descripción, pero pienso en algunas situaciones de la historia redentora. Primero, ese momento en el Antiguo Testamento cuando Moisés suplicó a Dios por una oportunidad de tener la visio Dei, la gran visión, la visión de Dios mismo. Moisés había sido testigo ocular, por supuesto, de esa zarza que ardía, que no se consumía. Moisés había sido testigo ocular de la milagrosa liberación de los carros de Israel en el Mar Rojo. Él había visto lo que Dios había manifestado en Su gloria Shekinah, cuya magnitud era abrumadora. Pero cuando subió al monte, pidió lo más grande, dijo: «Oh, Señor, ahora por favor déjame ver tu rostro». ¿Se acuerdan? Dios dijo: «No, Moisés. Tú sabes que no puedes.
Te diré lo que haré, cortaré una hendidura aquí en la peña y te pondré en la hendidura de la peña y pasaré y dejaré que mis espaldas, literalmente las partes traseras del Señor pasen junto a ti y te daré una visión momentánea de mi espalda. Pero mi rostro no lo verás porque fue escrito que ningún hombre puede ver a Dios y vivir». Y así Dios hizo lo que prometió y pasó junto a Moisés, mientras Moisés estaba escondido allí en la hendidura de la peña. Y todo lo que Moisés vio fue la parte trasera de la gloria refractada de Dios y de repente el rostro de Moisés empezó a resplandecer con tal intensidad que cuando bajó del monte, tuvo que cubrirlo porque la gente estaba aterrorizada por lo que veían.
Lo que sabemos sobre ese episodio es que la gloria de Dios que irradiaba de una manera tan brillante desde el rostro de Moisés era una gloria reflejada. Era un eco de la propia gloria de Dios. No vino del interior de Moisés. Vino de la espalda de Dios. Pero lo que está sucediendo ahora en la transfiguración no es un caso en el que Jesús ahora esté reflejando la gloria de Dios. Esta luz, más brillante que el sol, que resplandece en Su rostro, emana de Su interior, no rebota en Él. Está en Su propio ser, esta luz se origina y emana de su deidad. Recuerden cuando el autor de Hebreos escribió su epístola y habló de Cristo, dijo que Él era la imagen expresa de Su persona, es decir, de Dios y el resplandor mismo de Su gloria.
Ahora piensen en eso por un minuto: que Dios el Padre se manifiesta a lo largo de la historia bíblica con esta gloria cegadora de la nube de Shekinah, esa gloria que estalló en los campos de Belén cuando los ángeles vinieron a anunciar el nacimiento de Jesús, esa gloria de Dios que resplandeció alrededor, dejando al pueblo aterrado, esa gloria de Dios que el autor de Hebreos dice: que encuentra su resplandor en la segunda persona de la Trinidad, que Cristo es el resplandor de la gloria de Dios. Me refiero a que, este momento nunca fue olvidado por los apóstoles.
Juan empieza su evangelio con el prólogo diciendo: «En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios», etc. Y luego, cuando llega a la encarnación, «El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos Su gloria». Pedro hace referencia a la misma visión de la gloria en el monte que él tuvo la oportunidad de ver. Pensemos en Pablo, en el camino a Damasco. Y en el camino a Damasco, mientras se movía con rapidez para llevar a cabo la persecución en contra de Cristo y en contra de Su iglesia, de repente fue cegado por esta gran luz, más brillante que el sol del mediodía. Y es tumbado al suelo y oye la voz que le dice: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Su encuentro con Jesús en el camino a Damasco fue un encuentro con esta luz cegadora, literalmente una luz que lo cegó temporalmente.
Tenemos la expresión usada con cierta ligereza de aquellos que se han convertido a Cristo, que han «visto la luz». Bueno, en realidad no hemos visto la luz. Hemos entendido la luz, pero no hemos tenido esa sensación óptica de contemplar directamente la gloria revelada de Dios. La promesa para nuestro futuro en el cielo es la visión beatífica, donde veremos a Dios como Él es. Y en el libro de Apocalipsis, cuando se nos habla de la aparición de la Nueva Jerusalén que descendía del cielo y Juan cuenta su visión en la Isla de Patmos, dice en el capítulo 21, versículo 22, sobre la Nueva Jerusalén: «No vi en ella templo alguno, porque su templo es el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero». Y la Nueva Jerusalén, «la ciudad no tenía necesidad del sol».
¿Te imaginas que, en la nueva ciudad, el sol no brilla en lo absoluto? No hay luna. No hay linterna. No hay lámpara. Parece que Juan está a punto de describir un lugar de terrible oscuridad, donde no hay luz en lo absoluto, pero explica por qué no hay sol y por qué no hay luna y por qué no hay lámpara en la Nueva Jerusalén. Porque la ciudad no la necesita, porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su luz. Cuando el resplandor, la refulgencia de la gloria de Dios se revela con claridad, no se esconde, ¿quién necesita una bombilla? ¿Quién necesita el sol? El lugar está perfectamente iluminado, radiante y abierto, por el resplandor de la gloria de Dios y del Cordero. Ese es el sabor que Pedro, Jacobo y Juan están experimentando aquí en el monte de la transfiguración. Aquí Jesús les está mostrando Su gloria y la gloria de Dios mismo.
Ahora, la segunda parte de la descripción tiene que ver con Su ropa. Su ropa se volvió tan blanca como la luz. Lucas agrega que es más blanca de lo que la lavandería podría lograr, de lo que ninguna lavandería profesional podría hacer. Ni siquiera el mejor detergente puede hacer que la ropa sea más blanca de lo que era la ropa de Jesús en ese momento. Era absolutamente blanca, ni un punto gris, ni un solo defecto, ni la mancha más microscópica. Sus ropas brillan con intensidad, como el blanco puro, que es consistente con esa luz que viene de adentro que es más intensa que el sol.
Cuando predico sobre este pasaje, siempre señalo a un niño en algún lugar de la congregación y le hago una pregunta simple. Le pregunto: «¿De qué color es un limón?», «¿de qué color es una naranja?», es demasiado fácil, así que le digo: «¿De qué color es un limón?». Y todos los niños pequeños lo entienden. Dicen: «El limón es amarillo». «Bien. ¿De qué color es cuando las luces se apagan? ¿De qué color es en la oscuridad?». Y empiezan a pensar y quedan inmersos en una investigación filosófica antigua sobre las cualidades primarias y secundarias.
Es decir, asumen que ese limón sigue siendo amarillo cuando las luces se apagan. Decimos que el color no es una cualidad primaria. Es una cualidad secundaria. No es algo que es inherente, que habita dentro del objeto. Sino que el color que experimentamos en este mundo es el resultado del resplandor del sol. Y los colores que vemos son los colores que no se absorben, sino que se reflejan desde el arco iris. Así que todo en sí mismo es incoloro. Y si existe la ausencia de color, todo lo que obtienes es negro. Y si tienes el reflejo de todo color, es absolutamente, perfectamente blanco. Por lo tanto, ves la relación entre la luz y el color. La luz emana del interior de Cristo y Sus ropas lo demuestran al empezar a resplandecer en esta experiencia metamórfica de la blancura pura e inmaculada.
Mi novela favorita, alguna vez escrita es del autor Herman Melville, llamada Moby Dick. Mi capítulo favorito que he leído en inglés es el capítulo de ese libro llamado «La blancura de la ballena», en el que Melville explora las muchas formas en que la blancura se convierte en un símbolo de la experiencia humana, el símbolo del fantasma, el gran tiburón blanco que es un símbolo del terror, la blancura de la virginidad y de la pureza. Y vio en esa gran ballena albina un símbolo terrenal de Dios, donde esa blancura muestra al mismo tiempo Su gloria, Su poder y Su majestad, pero también hay un recubrimiento debajo del cual se esconde Su identidad. Si tienen la oportunidad de leer ese capítulo, deben hacerlo. Es intencionalmente teológico y fue intencionalmente teológico según el diseño de Melville.
Pero esta experiencia en el monte de la transfiguración no es solo visual. Esperen, hay más. Qué más… ¿qué más se ve y qué se escucha? Por un momento, están deslumbrados por esta luz blanca, «En esto, se les aparecieron Moisés y Elías hablando con Él». Ven a Moisés y a Elías venir y están teniendo una conversación con Jesús. Esta es la ley, estos son los profetas que se reúnen, obviamente hablando con el Mesías sobre Su destino, sobre la tarea que está ante Él. Para cumplir la ley, para cumplir con los profetas, este Hombre de gloria debe sufrir y morir. Y esto es más de lo que Pedro puede soportar y dijo: «Señor, wow, un momento, esto es fantástico. Quiero quedarme aquí para siempre. Quiero disfrutar de esta experiencia espiritual. Construyamos tres tabernáculos: uno para ti, otro para Moisés y otro para Elías y pasemos un rato aquí en el monte de la transfiguración».
Y mientras todavía estaba diciendo esas tonterías, he aquí que «una nube luminosa los cubrió». Esta nube desciende y los envuelve y de repente una voz sale de la nube diciendo: «Este es Mi Hijo amado en quien Yo estoy complacido; óiganlo a Él», escúchenlo. «Cuando los discípulos oyeron esto, cayeron sobre sus rostros y tuvieron gran temor». Aterrorizados primero por lo que vieron. Ahora, están escuchando audiblemente la voz de Dios que les ordena escuchar a Jesús. Y entonces, cayeron sobre sus rostros, vencidos por el terror, «entonces Jesús se les acercó», y los tocó. Están sobre sus rostros. Jesús viene. Se inclina. Los toca. Les dice: «Está bien. Párense. No hay necesidad de tener miedo».
Y cuando levantaron los ojos, Moisés se había ido, Elías se había ido. La metamorfosis había terminado y vieron a Jesús como lo habían visto todos los días durante Su ministerio terrenal. ¿Cuánto les hubiera gustado ver eso? Wow. Yo no puedo esperar a verlo. Lo veremos porque el cielo mismo será el monte perpetuo de la transfiguración, donde no habrá más velo, ni más ocultamiento, sino que la luz blanca y resplandeciente de la gloria de Dios y de Su Cordero estará allí para nuestra contemplación en todo momento.