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Recientemente, navegando en Internet, me encontré con una discusión entre algunos cristianos reformados sobre el concepto del geocentrismo, es decir, la creencia de que la Tierra es inmóvil y está en el centro del universo. Algunos de los participantes de esa discusión argumentaban que la Biblia enseña el geocentrismo. Otros argumentaban que la ciencia ha demostrado definitivamente que la Tierra gira en torno al Sol, por lo que la Biblia no puede enseñar el geocentrismo. Al leer la discusión, quedó muy claro que varios participantes veían todo el debate como un conflicto entre las Escrituras y la ciencia. Según ellos, los que rechazan el geocentrismo están rechazando la Biblia. En otra discusión similar en línea, un participante reformado confesó que si alguna vez se convenciera de que el universo tiene miles de millones de años, renunciaría al cristianismo porque tal descubrimiento significaría que la Biblia no es cierta.
Aunque hay quienes encontrarán interesante el debate sobre el geocentrismo o la edad de la Tierra, este no es el punto principal. La cuestión más profunda tiene que ver con la forma en que nosotros, como cristianos reformados, pensamos y abordamos las preguntas sobre la relación entre la Escritura y la ciencia. ¿Deben plantearse las preguntas de la forma en que las han planteado los participantes en esos foros? ¿Debemos asumir que si se demuestra que alguna idea científica es cierta, no tenemos más remedio que rechazar nuestra fe? ¿O existe una mejor forma de conducirnos?
Creo que los teólogos de Princeton del siglo XIX y de principios del XX nos proporcionan una guía útil para abordar el tema. Si examinamos la obra de Charles Hodge, A. A. Hodge y Benjamin B. Warfield, observaremos varias cosas sorprendentes sobre la forma en que abordaron la problemática. Estos hombres estuvieron de acuerdo en varios principios fundamentales. Para empezar, todos ellos eran teólogos reformados conservadores y confesionales, defensores acérrimos de la inspiración y la inerrancia de la Escritura.
También estaban de acuerdo, en general, en asuntos relativos a la relación entre la ciencia y la Escritura. Creían que la verdad, ya sea la que enseña la Escritura o la que se encuentra en la naturaleza, no es contradictoria en última instancia. Estaban de acuerdo en que cuando la ciencia y la Escritura parecen contradecirse, o bien la interpretación científica de la creación de Dios está equivocada, o bien la interpretación cristiana de la Escritura está equivocada, o bien ambas están equivocadas. Coincidieron en que la ciencia había ayudado a los cristianos a corregir interpretaciones erróneas de la Escritura en el pasado y que posiblemente podría volver a hacerlo en el futuro. Todo esto significaba que al examinar cualquier idea o teoría científica propuesta, tenían una pregunta básica: «¿Es cierta o no?». Respondieron a esta pregunta examinando las pruebas a favor y en contra de la teoría.
El punto clave aquí es que los de Princeton fueron capaces de entender la diferencia conceptual entre la Palabra de Dios y la interpretación de esa Palabra. Comprendieron que la Escritura es infalible e inerrante, pero que la interpretación que ellos hacían de la misma no lo era. Su interpretación de la Escritura podía ser errónea. Fue esta comprensión básica la que les permitió abordar las preguntas científicas de su época de una manera que hoy parece que hemos olvidado. Hoy en día, cuando hay una aparente contradicción entre la ciencia y la Escritura, asumimos que la contradicción debe ser real, y suponemos que se debe a una interpretación errónea de la naturaleza. Esta es una posibilidad, pero nunca se nos ocurre, como a los de Princeton, que esa aparente contradicción puede deberse también a una interpretación errónea de la Escritura, o a una interpretación errónea de ambas.
Debemos ser muy claros en un punto. La Declaración de Chicago sobre la Inerrancia Bíblica niega «que las hipótesis científicas sobre la historia de la Tierra puedan utilizarse adecuadamente para invalidar la enseñanza de la Escritura sobre la creación y el diluvio» (Art. XII). Sin embargo, como explica R.C. Sproul en su comentario sobre la declaración, esto significa simplemente que las enseñanzas reales de la Escritura no pueden ser anuladas por fuentes externas (Scripture Alone [La Escritura Sola], p. 152). Utilizando el debate medieval sobre el geocentrismo como ilustración, explica que la ciencia a veces puede «corregir falsas inferencias extraídas de la Escritura» o incluso «verdaderas malinterpretaciones de la Escritura» (Idem, 153). Aquí el Dr. Sproul simplemente se hace eco del enfoque matizado de los de Princeton al distinguir entre la Palabra infalible de Dios y nuestras interpretaciones falibles de esa Palabra y de Su mundo.
Es necesario recuperar el enfoque reformado de los de Princeton porque nos permite evaluar cualquier propuesta o teoría científica sin temor porque sabemos que la verdad que Dios ha revelado en Su Palabra y la verdad sobre Su universo creado no pueden contradecirse en última instancia. Cuando entendemos que cualquier contradicción aparente entre las dos es el resultado de una interpretación incorrecta o de la Escritura o de la naturaleza, entonces somos capaces de mirar cualquier propuesta científica (es decir, su interpretación) y hacer la misma pregunta que los de Princeton hicieron, y la única que realmente importa, es decir: ¿Es cierto o no? Puede que a veces tengamos que admitir humildemente un error en nuestra interpretación de la Escritura. El científico puede tener que admitir a veces humildemente que se equivoca en su interpretación de la creación de Dios, pero cuando todo sea dicho y hecho, estaremos seguros al saber que Dios es veraz.