
La Reforma y la educación
12 noviembre, 2022
De Jerusalén a todas las naciones, y de vuelta a Jerusalén
17 noviembre, 2022La ascensión

Nota del editor: Este es el segundo capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Hechos de los Apóstoles
Estos hombres habían pasado tres años en un estado de gozo indescriptible. Habían presenciado lo que ningún otro ser humano en la historia había visto jamás. Sus ojos vieron con claridad cosas que incluso los ángeles anhelaban contemplar, pero no podían ver. Sus oídos escucharon lo que los santos de antaño deseaban fervientemente oír con sus propios oídos. Estos hombres eran los discípulos de Jesús de Nazaret. Eran Sus alumnos. Eran Sus compañeros. A donde Él iba, ellos también iban. Lo que Él decía, ellos lo escuchaban. Lo que Él hacía, ellos lo veían con sus propios ojos. Fueron los primeros testigos presenciales del ministerio terrenal del Hijo de Dios.
Sin embargo, un día, estos hombres escucharon la peor noticia posible de labios de su Maestro. Jesús les dijo que iba a dejarlos. Les dijo que los días de su comunión íntima en este mundo tendrían un final precipitado. Imagínate el impacto y el profundo pánico que llenó el corazón de los discípulos cuando Jesús les dijo que todo estaba a punto de acabar.

En Juan 16, leemos que Jesús dijo: «“Un poco más, y ya no me verán; y de nuevo un poco, y me verán”. Entonces algunos de Sus discípulos se decían unos a otros: “¿Qué es esto que nos dice: ‘Un poco más, y no me verán, y de nuevo un poco, y me verán’ y ‘Porque Yo voy al Padre’?». Por eso decían: “¿Qué es esto que dice: ‘Un poco’? No sabemos de qué habla”».
«Jesús sabía que querían preguntarle, y les dijo: “¿Están discutiendo entre ustedes sobre esto, porque dije: ‘Un poco más, y no me verán, y de nuevo un poco, y me verán’? En verdad les digo, que llorarán y se lamentarán, pero el mundo se alegrará; ustedes estarán tristes, pero su tristeza se convertirá en alegría. Cuando la mujer está para dar a luz, tiene aflicción, porque ha llegado su hora; pero cuando da a luz al niño, ya no se acuerda de la angustia, por la alegría de que un niño haya nacido en el mundo. Por tanto, ahora ustedes tienen también aflicción; pero Yo los veré otra vez, y su corazón se alegrará, y nadie les quitará su gozo”» (Jn 16:16-22).
Poco antes de pronunciar esas palabras enigmáticas, Jesús les había dicho a Sus discípulos: «Pero ahora voy al que me envió, y ninguno de ustedes me pregunta: “¿Adónde vas?”. Pero porque les he dicho estas cosas, la tristeza ha llenado su corazón. Pero Yo les digo la verdad: les conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador no vendrá a ustedes; pero si me voy, se lo enviaré» (vv. 5-7).
En primera instancia, Jesús les dice que sus corazones no solo se verían afectados por el dolor, la pena y la desilusión, sino que además un dolor completo iba a saturar las recámaras de sus corazones. Iban a verse superados por el dolor. Su tristeza llegaría al límite de la capacidad humana. Pero Jesús les dice que la condición que experimentarían sería temporal, que el sentido de abandono que tal vez habrían de sentir por un momento daría paso al gozo indescriptible.
Jesús también explica por qué debe dejarlos. Dice que es conveniente o necesario que Él se vaya para que los discípulos sean llenos del Espíritu Santo. Jesús promete que lo que parece ser una desventaja rotunda se transformará en una ventaja. En Hechos 1:9-11 leemos: «Después de haber dicho estas cosas, fue elevado mientras ellos miraban, y una nube lo recibió y lo ocultó de sus ojos. Mientras Jesús ascendía, estando ellos mirando fijamente al cielo, se les presentaron dos hombres en vestiduras blancas, que les dijeron: “Varones galileos, ¿por qué están mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de ustedes al cielo, vendrá de la misma manera, tal como lo han visto ir al cielo”». Los discípulos vieron cuando Jesús los dejó. Contemplaron y miraron fijamente al cielo mientras sus ojos pudieron divisar a Jesús, en el momento en que aparecieron dos ángeles que les preguntaron por qué estaban mirando al cielo. Esos ángeles afirmaron que el mismo Jesús que había ascendido visible y corporalmente vendría más adelante de un modo semejante.
En el relato de la ascensión que aparece en su Evangelio (Lc 24:50-53), Lucas nos dice: «Entonces Jesús los condujo fuera de la ciudad, hasta cerca de Betania, y alzando Sus manos, los bendijo. Y aconteció que mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado arriba al cielo. Ellos, después de adorar a Jesús, regresaron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el templo alabando a Dios». Aquí vemos el cumplimiento rotundo de lo que Jesús había predicho: el dolor pleno que los había engullido por completo al oír las noticias de Su partida no solo había dado paso al contentamiento, no solo a la aceptación, no solo al gozo, sino también a un gozo inmenso y satisfactorio. Luego de ver por última vez a Jesús, volvieron con el corazón lleno de deleite. ¿Cómo era posible? La respuesta obvia es que los discípulos entendieron el significado de la ascensión. Por difícil que haya sido imaginarlo, creyeron que el hecho de que Jesús estuviera ausente les era más beneficioso que contar con Su presencia física, y la razón tenía que ver con el lugar adonde Él había ido y con lo que estaba a punto de realizar.
En Juan 3:13, Jesús afirmó: «Nadie ha subido al cielo, sino Aquel que bajó del cielo, es decir, el Hijo del Hombre». A primera vista, este versículo parece difícil si notamos que, en el Antiguo Testamento, Enoc ascendió al cielo en el sentido de ser trasladado allí, y lo mismo le ocurrió a Elías, cuando fue elevado al cielo en carros de fuego. Cuando Jesús habla de la ascensión, no se refiere simplemente a «subir». Está hablando en términos técnicos. Está pensando en el lenguaje de los salmos de ascenso, que celebraban el ungimiento de un rey (Sal 120 – 134). Cuando Jesús dice que nadie ha subido al cielo, es cierto en el sentido de que nadie ha subido ni entrado al cielo de la misma manera o con el mismo propósito con que Él lo hizo. Él fue elevado en las nubes de gloria para ir a Su Padre con el fin de ser coronado como nuestro Rey, como el Rey de reyes y el Señor de señores. Ascendió al cielo para cumplir Su papel como nuestro Gran Sumo Sacerdote, que intercede cada día por Su pueblo. Así, sentado a la diestra del Padre, ejerciendo Su señorío sobre todo el mundo y llevando a cabo Su intercesión ante el Padre por el bien de Su pueblo, Cristo mejora drásticamente nuestra condición. Pero eso no es todo: antes de que llegara Pentecostés y el Espíritu Santo fuera derramado sobre la iglesia a fin de investirla de poder para cumplir su labor misionera en todo el mundo, era necesario que Cristo ascendiera para que, en conjunto con el Padre, pudiera enviar desde el cielo al Espíritu Santo en todo Su poder.
Por difícil que sea imaginarlo, la condición que gozamos ahora mismo a este lado de la expiación, a este lado de la resurrección, a este lado de la ascensión, a este lado de Pentecostés, es —desde la perspectiva de la redención— más grandiosa que la que gozaron los discípulos durante los tres años en que estuvieron en la presencia del Señor Jesús. Celebramos la ascensión porque celebramos a nuestro Rey.